Pero si de toda esa masa vegetal, quedase la sorpresa de una flor, que la ponga el viento sobre mi tumba

Si regreso

a este árbol, es que te has marchado

un poco menos.

Félix Guerra

 

En los primeros recuerdos con Félix Guerra, mi padre, tiemblan las casuarinas del parque Nguyễn Văn Trỗi en Centro Habana. Un parque de largos bancos de piedra, curvados por las esquinas, con respaldos de hierro negros; durísimos los bancos y los respaldos… −pero al banco de mis recuerdos nadie le puede quitar ni una cualidad−. Mi padre nos llevaba allí para sacarnos de casa un rato; yo lo vivía como se vive la libertad. Una tarde emprendimos el camino con una ilusión que todavía no me olvido. En el bolsillo de su camisa el viejo llevaba el tesoro de una semilla de mamey, que plantaríamos en la cima de una montaña. A la vuelta del exilio, destrozada de nostalgias habaneras, busqué aquel parque tratando de hallar lo inasible, la memoria de un árbol nunca visto. Descubrí que la montaña era un imperceptible montículo de tierra y hierba, y que, además, nuestra mata de mamey no había llegado a crecer.

Tardé en aceptar que la montaña solo existía en el recuerdo de Gabriela y que el árbol que sembramos no fue nunca adulto. He tratado de imaginar qué pudo pasarle en tantos años de no verlo. Destino impensable e irreparable.

Demoré además en darme cuenta de que, aunque el árbol no existe… yo regreso otra vez al árbol del recuerdo, porque solo así siento que él se ha marchado un poco menos.

He pensado mucho cómo titular esta antología que reúne lo mejor de la poesía de Félix Guerra, en mi muy personal opinión. No me daría más que alegrías que algún lector disienta con mi selección; eso querría decir que conoce la lírica de Félix y tiene ganas, como yo, de luchar por ella. También he pensado cómo arrancar este texto introductorio sin perderme del epicentro de sus versos. Buscando eso, regresé al árbol, y lo descubrí allí, en la lomita de tierra de La Normal −como también le decíamos al parque−, gestándole un poema a ese árbol nuestro que no existe más.

Con Félix sembré mi primer árbol, escribí mi primer libro: Monte y ciervo herido, y hace unos pocos años, trabajamos juntos en esta antología, que asumí con seriedad y compromiso, porque tenía bajo mi responsabilidad no la vida de un hombre, sino de mi propio padre. Estos versos eran todo para él, y sus árboles sembrados y sus árboles poéticos, y los amores que en la lírica están siempre vinculados a alguna guerra, a veces al apellido Guerra. Hice una selección inicial, lo ayudé a ordenar los archivos de los años inéditos, o de versos solo aparecidos como auto de fe en alguna que otra plataforma digital, o en A4manos, revista que fundamos juntos en 2011. Tomamos decisiones finales y juntos formamos este libro.

Pasó el tiempo. La antología no ha sido publicada hasta ahora. ¿Quién se arriesgaría con antologías poéticas? Para cuando salga esta edición hará un año que el viejo se fue sin que lo pudiera despedir; guardo esa pena. En 2021, unos meses después de su muerte, publicamos en Editorial Aquitania Siglo XXI Para leer debajo de un Sicomoro, diálogo interminable con José Lezama Lima, uno de sus libros más célebres. Su aniversario de eternidad lo vivimos ahora con versos, extraordinarios versos que me hicieron crecer, que moldearon la sensibilidad familiar y de muchos y leales lectores, que lo convirtieron en un hombre grande y querido, a pesar de, y gracias a, sus humanas debilidades o impurezas. Versos redentores, versos de vida, esperanza, de árboles y flores. Porque Félix creía en el árbol primigenio como la esencia de los destinos y sus eternidades.

El viejo estaba muy espantado con el hacha, con los hachazos, con los taladores y la lujosa industria inmobiliaria que demanda maderas al por mayor. El lector encontrará constantes referencias al árbol, al bosque, la belleza, la naturaleza, el río o la flor… y no serán nunca versos aleccionadores. Todo lo contrario, con Félix cualquier citadino aprende a amar al árbol: “Solo este árbol dejaron en pie, solo a este árbol llegará la primavera”.

Una flor sobre mi tumba. Lo mejor de Félix Guerra atrapa entre sus páginas los poemas superiores de cada uno de sus libros publicados en vida, y de los que, inéditos, seguían navegando el laberinto en su cabeza. Era de los poetas capaces de dedicar toda la vida a un verso, hasta encontrar su perfección. Al lector le prometo memorables joyas; pensarán en esto cuando estén leyendo a Félix. Aunque produjo una vasta obra, no lo recuerdo como un hombre agitado o preocupado. Buscaba la felicidad en el acto de la creación, y nunca vi que quisiera huir de allí. Al contrario, lo perturbaba tener que extirpar, aunque fuera por días, la rutina de escribir, leer, pensar, quedarse dormido pensando, volver a escribir.

No puedo saber cómo fue la breve vida de nuestro árbol. Tampoco, imaginar lo que sucedía en los desvelos creativos en la cabeza grande del viejo. Quisiera, pero lo sé imposible. Tal vez habría podido preguntarle más sobre estas cosas. Solo ahora me doy cuenta de lo que me faltó. A pesar de que no siempre estuvimos de acuerdo −con frecuencia diferíamos y discutíamos nuestras posturas con fervor−, estuvo tan presente en mi vida, fue tan rica la experiencia de ser su hija, que ni se me ocurrió que no estaría en su balcón para preguntarle cosas, para compartirle otras. En los años de separación, hacíamos, en la distancia, listas de temas para hablar cuando nos encontráramos. Luego cumplíamos los propósitos, porque era un inagotable conversador, lleno de ideas sobre lo minúsculo y sobre el universo cósmico al que le veíamos apenas una pestaña desde el balcón del departamento de Regla.

Así lo recuerdo, describiendo mundos por la misma rendija que los demás ni siquiera alcanzaban a ver. Asomaba la cabeza entre los barrotes de hierro del balcón, y podía disertar sobre el movimiento de un planeta que aún no había sido descubierto. Las estrellas son otro tema recurrente en su poesía, porque era un hombre de estrellas, en la frente y en los ojos, un iluminado, un poco solitario y a veces tierno como un niño.

Hay un verso que me ha acompañado siempre, vive en mi subconsciente y cada tanto irrumpe el consciente. No es de este libro, pero conceptualmente podría definir este libro. Así termina el capítulo, en Para leer debajo de un Sicomoro, donde pregunta a Lezama por el árbol: “Pero si de toda esa masa vegetal, quedase la sorpresa de una flor, que la ponga el viento sobre mi tumba”. Cuando este verso interminable fue escrito, parecía el epitafio de Lezama. Hoy estoy segura de que es el de Félix. Nada habría amado más que al viento que lleve la sorpresa de una flor hasta su tumba.

 

Por Gabriela Guerra Rey

Written by Gabriela Guerra Rey

Escritora y periodista cubano-mexicana. Reside en México desde 2010. Autora de "Bahía de Sal", premio Juan Rulfo a Primera Novela 2016 (Huso, España, 2017 y Huso-Hiperlibro, México, 2018). Recientemente publicó "Luz en la piel. Cinco voces de mujer" (Huso, España).

Loading Facebook Comments ...