Doña Rosa (primera parte)

Voy a cantarle al porvenir
y como es al porvenir,
voy a decirle la verdad sin vacilar.

 

Silvio Rodríguez

 

Doña Rosa leía el arroz como otros leen las cartas, la borra del café o los caracoles. En el pueblo se comentaba que la lectura era una farsa. A ver, si no ¿por qué Doña Rosa seguía pobre, sin marido, con una casa (si es que podía llamarse así a aquel tugurio) medio apuntalada, un perro ciego, una paloma a la que le faltaba un ala, un gato negro huraño como pocos y una tortuga que andaba más tiempo perdida que encontrada? ¿Por qué, además, traía la tristeza tan pegada al rostro que casi se podía tocar? ¿Por qué no miraba a nadie cuando se encontraban en la calle? ¿Por qué no confiaba en nada que pudiese articular palabra?
A los chicos nos tenían prohibido visitarla. Claro que esta prohibición solo hacía que nos interesara más que ningún otro ser vivo en este pueblo, tan falto de misterios, de retos, de razones para rebeldías y estrategias rebuscadas. Así que los fines de semana después de investigar qué llevaban los lagartos en la panza, de jugar un poco a la pelota y estrellar bicicletas contra plantas y fachadas, el tiempo que quedaba era sin excepción para jugar a las escondidas. No las clásicas, donde un chico busca al resto después de contar hasta cien, mil, o cualquier otro número acordado de antemano. No, estas eran unas escondidas transformadas con imaginación y picardía, en las que nos escabullíamos de nuestros padres para acercarnos a la casa de Doña Rosa.
Ella también tenía sus prohibiciones. Para desencanto nuestro, incluían que a los niños no se les leen las cartas ni los caracoles ni mucho menos los arroces. Así que ir de clientes, con el dinero ahorrado en las meriendas, estaba fuera de las opciones viables a pesar de ser la primera que se nos ocurrió a todos. Lo curioso es que los padres, en apariencia reacios a cualquier mención de Doña Rosa, también jugaban a las escondidas. Iban a hurtadillas, de noche, a que les mintieran el futuro. Muchos salían con el rostro escondido entre pañuelos, o con una furia que desbordaba por los ojos. Después de las lecturas, rara vez iban directo hacia sus casas. Terminaban en el bar, el parque, o sentados mirando el mar, aún sin ver.
En la medida en que pasaban los años, cada vez teníamos menos tiempo para juegos, pero las preguntas seguían intactas, quizás incluso más punzantes. Empezamos a notar que Doña Rosa no envejecía. Aparentaba esa edad intermedia entre los cuarenta y los cincuenta desde que nos alcanzaba la memoria, y ni soñar con preguntar acerca de ese tema delicado. Nuestros padres sí que envejecían, algunos incluso con rapidez desmesurada. En los ratos en que hablábamos del tema, acariciábamos con impaciencia la idea de que un día podríamos ir nosotros mismos a consultarla y terminar así de una buena vez con el misterio. Leer el arroz no sonaba serio, parecía más bien una broma que ya estaba durando demasiado.
No escaseaban clientes que fueran a consultar a Doña Rosa. A veces venía gente que nunca habíamos visto, quizá de pueblos vecinos. Se marchaban tan de prisa como habían llegado, con las mismas caras largas que los locales conocidos. Era un peregrinar algo fastidioso para los que queríamos saber, pero todavía no podíamos. Juramos que cuando nos hiciéramos clientes, al menos por una vez para saciar curiosidades, nos contaríamos en detalle las predicciones personales y quedaríamos pendientes del futuro para confirmar o desechar los vaticinios.
Con esa promesa en el aire, y el tiempo de nuestro lado, llegó la edad, tan esperada, en la que ya no éramos niños y la prohibición de Doña Rosa prescribía. No así la de nuestros padres. Para ellos, ya se sabe, los hijos nunca dejan de ser niños. Pensar en Doña Rosa y en nosotros en la misma habitación, y con arroces, los espantaba más que el Diablo mismo. Pensando en ellos, decidimos ir a escondidas una vez más, pero con dinero en los bolsillos y listos para el gran descubrimiento. El siguiente fin de semana, al caer la noche, pusimos rumbo a nuestra meta de tantos años con el corazón disparando ráfagas violentas y la mente casi en blanco. Sentíamos algo parecido a la anticipación de una primera cita.
Excepto el incienso y la penumbra, nada fue como habíamos imaginado. El lugar era aún más pequeño de lo que parecía desde afuera. Los objetos abarrotaban el espacio, en un caos carente de lógica y propósito. El color de todo era uniforme, de ese aspecto chocolatoso que viene con la mugre acumulada. El olor, una mezcla entre orine de gato y mierda de paloma, literalmente daba nauseas. Entendimos de inmediato que el incienso no estaba allí por motivos esotéricos, era un vano intento de ocultar el hedor insoportable. La penumbra nos volvió precavidos. Intentábamos, a ciegas, no tocar nada ni con la punta de los dedos. A medias logramos ver cuatro mesas alineadas, impecables de tan limpias.
Doña Rosa estaba en un rincón con su mirada fija en nuestros rostros. Empezó a hablar muy despacio, como si hacerlo le provocara un dolor físico.
―Ese cuaderno ―dijo señalando la primera mesa― los lleva esperando más de quince años. Escriban su nombre, cada uno en una hoja. Sólo el primer nombre. Los apellidos no siempre son lo que aparentan.
Los cuatro nos miramos indecisos, pero hicimos tal y como dijo. Entregamos, obedientes, el cuaderno a Doña Rosa. Ella alzó un poco la voz, y dijo en tono categórico:
―Así va a ser esto. Cada uno se parará frente a una mesa.
No hicimos ningún comentario. Desplazamos nuestros cuerpos en la dirección indicada, sin plena conciencia de estar en movimiento. Me pregunté cómo podría saber ella que seríamos justo cuatro los que iríamos esa noche.
―¿Ven esas vendas para ojos? Cada quién tomará una y se la pondrá sin chistar y sin hacer trampas. Asegúrense primero de saber dónde están los cuencos con arroz.
En nuestras caras se leyó el asco. Para nuestra sorpresa, al tomar las vendas nos invadió un impecable olor a limpio y a lavanda que trajo de regreso un poco de calma, pero aumentó la sospecha y el desconcierto.


―Tomen un puñado cada uno y lo dejan caer sobre su mesa. Cuando terminen se dan vuelta, se quitan las vendas, y esperan afuera hasta que los llame.
Así hicimos, sin entender ni preguntar nada. Una vez del otro lado de la puerta, respiramos con alivio el aire limpio y nos dispusimos a esperar. Por más de dos horas esperamos. Se agotaron los nervios, el buen humor y la paciencia. Ya habíamos decidido tocar, cuando Doña Rosa se asomó por una rendija y nos dijo con voz temblorosa que en nada recordaba a la de antes:
―Su arroz anda oscuro, no pude leer nada, quizás es que todavía son muy jóvenes.
Cerró noche y rendija. No nos cobró nada, pero nos dejó con una sensación de engaño, de vacío. Versión bastante exacta de rabia, mezclada con despecho y una frustración de dimensiones gigantescas. No había pasado ni un minuto cuando empezamos a planear el regreso y la venganza. Teníamos que saber qué había pasado. Después de esperar tantísimos años no aceptaríamos quedarnos sin respuestas. Esa noche no dormimos. Estuvimos hasta el amanecer sentados en la arena planeando la noche siguiente, valorando qué argumentos serían los más certeros para lograr nuestro propósito, para obligar a la farsante a decirnos algo, lo que fuera.
A las 8:00 en punto, nos encontramos en el puente y emprendimos el camino una vez más. La puerta estaba abierta. Una vez dentro, no podíamos dar crédito a lo que veían nuestros ojos. La casa limpia, inmaculada, sin rastros del arroz ni de las mesas. Lo único que no había cambiado era Doña Rosa. Seguía en su rincón con el rostro ajeno a la sorpresa. Dijo con su voz de siempre y casi sin mirarnos:
―Adelante, los estaba esperando.

 
Por Annia Galano
 

Written by La Mascarada

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