Retrato ajeno: El gato de Alfonsina

Para Ron

 

—Si se va, me voy con él. —Dijo mirando al gato, que a su vez la observaba con los ojos derruidos y lacrimosos, creyendo haber encontrado el pretexto para satisfacer su propio deseo. El tono de su voz era, sin embargo, poco convincente. No había nadie más en la estancia.

Ron llevaba días arrastrando las patas, con la cola, ancha y peluda, caída. El veterinario presumió una hemorragia interna después del salto por el balcón desde el séptimo piso que ocupaban en un moderno edificio, frente al oleaje infinito y tropeloso de un invierno más. Como su dueña se negó a sacarlo de casa para estudios médicos, el veterinario lo diagnosticó a ojo, le dejó unos polvitos diluidos en el agua que ya no se bebía, y que debían atenuar al menos los dolores físicos. Y cuando estaba a punto de salir por la puerta dijo, confuso:

—Ese animal no tiene ganas de vivir. —Y Alfonsina lo miró empapada de tristezas.

Retrato ajeno: El gato de AlfonsinaAmbos, mujer y gato, habían nacido en Mar del Plata, ciudad de la cual al menos el gato nunca salió. Ella lo hizo solo una vez, a los quince años, cuando sus padres las llevaron a su hermana y a ella a escuchar los Boleros de Ravel en el afamado Teatro Colón de Buenos Aires.

Alfonsina tenía poco más de cuarenta años, pero luchaba contra el envejecimiento de su cuerpo, que había parido tres hijos sin padres y se iba consumiendo con el mismo aspaviento de una fruta deshidratada.

Encerrada en su departamento frente al océano, el nuevo milenio la convirtió en una activista que luchaba por la igualdad de la mujer y el hombre, y a favor del aborto —cuánto hubiera deseado ella no tener alguno de aquellos hijos que la habían destruido en tantos sentidos—, por considerarlo un hecho elemental de libre albedrío.

Había estudiado Literatura, pero durante décadas no escribió un verso que valiera la pena. Hacía un par de años, lo que ella llamaba su carrera literaria pareció torcerse con viento a favor. Comenzó a leer en un club que armó en casa con compañeras imaginarias que, por cierto, sabían muy poco de poesía. Algunos de sus versos animaron positivamente al grupo. Lucía, que era la más íntima y con quien se presume llegó a tener algo más profundo que una amistad, consiguió que una breve colección de versos fuera publicada en el diario La Capital. Era cercana del director del periódico y este le debía un par de favores. Esto le propinó a Alfonsina un efímero reconocimiento que disfrutó hasta el paroxismo pero que, como suele ocurrir, sobre todo si se trata de poesía, feneció en unos días.

Después de los tres hijos, paridos entre los dieciocho y los veintitrés años, tuvo dos novios poetas, mayores en edad pero de poco reconocimiento en las lides intelectuales. Ambos se habían quitado la vida de manera exótica en los últimos veinticuatro meses, cosa que agravó los períodos depresivos de Alfonsina, y también los del felino. Dicen que a veces era tocada por la magia de la histeria y entraba en un transe del que nadie podía sacarla. Cuando se quedaba sola, la falta de público terminaba por serenarla.

Antonio Alberto, el último de sus novios, a quien ella llamaba doble A, sabía que Alfonsina plagiaba versos y que jamás escribió una línea digna de mostrar. Alfonsina, fascinada por la historia de la mujer que llevaba su nombre y que a principios del siglo pasado removió a la comunidad literaria suramericana, solía desmembrar los poemas de la Storni y armar con ellos nuevas composiciones. Esas que leía en sus tertulias entre churros, cafés, empanadas y vino sin que sus fantasmales oyentes se percataran jamás de la impostura. Un largo poema llegó a ser finalista en un concurso de La Capital, cuyos ejemplares se vendieron todos sospechosamente durante la mañana de su publicación.

Julián, el primero de aquellos novios, que en realidad se alternaban en su corazón, era un ermitaño que se fue a vivir a la jungla amazónica por un tiempo. Allí escribió un libro de versos selváticos. Una noche dejó sus apuntes a buen recaudo, y se dejó comer por una plaga de hormigas carnívoras. Había decidido, voluntariamente, No hacer un fuego.

Retrato ajeno: El gato de Alfonsina

Doble A, unos meses después y de paso por un pequeño oasis en un desierto del sur, se subió a una avioneta de dudosa facturación, y se lanzó sin permiso del piloto con un paracaídas que había boicoteado previamente con sus propias manos. Al atravesar los mil pies, abrió los brazos y se abandonó al vuelo presuroso. Quedó despedazado en medio de la nada y ni la policía local se tomó el trabajo de recoger los restos. A la noche, curiosamente, una especie gigante de hormigas asesinas le comieron la piel, las carnes, los huesos y tendones. No quedó nada.

La Alfonsina embustera sufrió un nuevo colapso al enterarse de la noticia. Se sentía sin fuerzas para soportar tantos golpes de un nuevo siglo que, se decía, había nacido enfermo. Ella había enfermado con él. Padecía su época, la tecnología, la falta de democracia, si bien no creía en gobiernos ni en instituciones. Y se condolía del trabajo sin futuros que lapidaba a la sociedad contemporánea, aunque a ella la mantenía su hermana, una mujer joven y combativa que vivía en Nueva York y trabajaba para una fábrica de armas, enriquecida gracias a la floreciente industria del terrorismo.

Aquel jueves nefasto, el noticiario de mediodía abrió con imágenes del tren que había explotado por una bomba de producción artesanal en una ciudad europea, provocando su descarrilamiento y la muerte de trescientas cuarenta personas, así, en cifras redondas, para que nadie se olvidara. Alfonsina entró en shock. Como era costumbre, la dejaron sola. Pasó toda la tarde escribiendo largos pliegos de poemas intrascendentes, “impublicables”, diría luego su amiga Lucía.

Solo una estrofa figuraría en su epitafio:

“Alfonsina no vuelve

Regresa a sus orígenes, vestida de mar

Cansada de su tiempo, muerta de pena

Es ya rumor de caracola”.

Al día siguiente, un vecino de las costanera diría, en una emisora de radio de poca audiencia, que había estado allí al amanecer mientras la policía acordonaba la playa y el sol intentaba, en vano, calentar. Pero solo alcanzó a ver las huellas de un pequeño cuadrúpedo sobre los granos húmedos del mar de La Perla, que esa mañana se escuchaba embravecido.

Alguien creyó recordar que hacía justo ochenta años Alfonsina Storni se escapó por esas arenas y sus escolleras. Conmovidos por los recientes atentados, nadie en el programa tenía seguridad de la presunta coincidencia. Uno de los locutores prometió confirmar el dato, pero la emisora se desconectó inesperadamente de la internet. Cuando volvieron al aire, el urgente de más cadáveres encontrados en la explosión del tren borró cualquier memoria adicional que hubiera podido dejar aquel 25 de octubre.

Tras la interminable lista de fallecidos se escuchaban las notas de Ravel, que nadie había puesto, pero que tampoco nadie se atrevió a quitar, como si solo la belleza de la música pudiera atenuar el mar de las desagracias.

 

Por Gabriela Guerra Rey

 

Written by Gabriela Guerra Rey

Escritora y periodista cubano-mexicana. Reside en México desde 2010. Autora de "Bahía de Sal", premio Juan Rulfo a Primera Novela 2016 (Huso, España, 2017 y Huso-Hiperlibro, México, 2018). Recientemente publicó "Luz en la piel. Cinco voces de mujer" (Huso, España).

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