Society often forgives the criminal; it never forgives the dreamer.
Oscar Wilde
El arte literario del siglo XIX estuvo plagado de poetas, piratas, bohemios, dandis, seductores y algunos otros personajes cuya impronta es el afán de distinción y rebeldía. Puede pensarse en obras capitales como Illusions perdues (1837-1843) de Honoré de Balzac, Le Rouge et le Noir (1830) de Stendhal, The Corsair (1814) de Lord Byron, Il piacere (1889) de Gabriele D’Annunzio y The Picture of Dorian Gray (1890) de Oscar Wilde. Tales obras presentan personajes con una marcada oposición frente a la sociedad utilitarista de su tiempo.
Allí destaca la figura del artista quien, como personaje, tiene una gran capacidad para encarnar aquellos valores, los cuales estaban en estrecho nexo con el espíritu romántico y trascienden a las vertientes artísticas del fin de siècle.
Ya en Le Peintre de la vie moderne (1863) Baudelaire alude al conflicto del creador frente a una sociedad que desestima la actividad artística. Además de dedicar allí un pasaje al dandi, pone su atención en una figura de gran similitud con el bohemio, me refiero al flâneur, es decir, el paseante de la gran ciudad provisto de un alto poder de observación.
Al avanzar el siglo, tal personaje se teñirá de marginalidad en forma más acentuada y operará una ruptura irreconciliable entre deseo y ejecución. Ése será el sello trágico del artista y fortalecerá su voluntad de alejamiento; los mecanismos predilectos serán la bohemia y el dandismo.
Por ejemplo, en El doctor Centeno (1883) de Benito Pérez Galdós esta situación será angular, y una de sus más terribles facetas servirá para cerrar la novela. Felipe Centeno ―el protagonista, cuando menos de la primera parte― sufrirá el mencionado conflicto cuando su amigo, el joven dramaturgo Alejandro Miquis, contraiga tuberculosis a causa de su aventura bohemia. Felipe no ha hecho progreso alguno en su plan de instruirse y ser médico, por el contrario, ha vivido la bohemia junto a Alejandro; es un adolescente dedicado a los vuelos del imaginario y nada puede hacer, en similitud al Rodolfo de La Bohème (1896), quien no es capaz de ofrecer a Mimì ni digna morada ante las inconveniencias de su enfermedad.
Del Romanticismo a las estéticas finiseculares, pérdida y muerte son constante en las narraciones que toman al artista como héroe. Lucien de Rubempré está muerto para su familia ―al final de Illusions perdues― a pesar de que la primera tentativa por finiquitar su vida resulte frustrada; la muerte de Mimì clausura la bohemia del cenáculo de Rodolfo en la obra de Puccini; la existencia de Raphaël de Valentin estuvo a punto de extinguirse en el Sena y termina perdida a causa del deseo en La Peau de chagrin (1831).
A propósito de dicha novela de Balzac, es interesante recordar que su protagonista es un escritor que pretende subvertir el mundo efectivo mediante la praxis estética: en primer término, desea torcer el rumbo de su existencia escribiendo un tratado que deberá revolucionar la literatura ―y otros campos― de su época; al no conseguirlo, se vincula con un talismán milagroso que le permite materializar sus deseos, a costa de agotar su vida. Se trata éste de un acto de creación más refinado, el cual sintetiza el motivo del artista que sacrifica toda energía vital y espiritual en pos de su creación.
En esa línea, personajes artistas como Andrea Sperelli, el héroe de Il piacere, siguen al personaje balzaquiano al ejercer un arte que transmuta la existencia del creador. Este artista dandi pretende calibrar su vida en función del arte, el cual deberá filtrarse en su vida ordinaria y erigir otra. Basta con recordar aquella alcoba-teatro en la que Sperelli recreaba su ideal de la vida y del amor; sus amantes se revestían de una terrible fuerza evocadora justamente en ese terreno, al cual no es posible dar otro nombre que el de escenario.
En similitud con Sperelli, Alejandro Miquis es también un personaje de inclinada tendencia al fantaseo y ensimismado en sus pretensiones artísticas. Es un persecutor del ideal y un artífice cuya obra se entremezcla con su vida, como puede constatarse en su febril ejercicio creativo que lo lleva a confundir pasajes y personajes de su drama con las instancias de su propia existencia. Un ejemplo sería la idealización que hace de su amante, a quien identifica con la Carniola, mujer amada por el protagonista de su drama: El Grande Osuna.
Una cuestión que ya abordó Charles Baudelaire, en Les Paradis artificiels (1860), es que el hombre que intenta viajar a los terrenos de lo ideal comete una suerte de infracción y, por ello, está condenado a pagar altos costes. A causa de su tendencia a lo ideal, Miquis será confinado, como su amigo y protegido Centeno, en las orillas, en lo depauperado, y sin facultad para dar límite a su disipación hasta la muerte.
Por lo demás, el arte es el rasgo de pertenencia a esa cofradía de la que Théophile Gautier y sus seguidores hicieron un “cenáculo misterioso” restringido a los elegidos. Posibilita a esta figura el distinguirse (aunque también perderse) y elevarse por encima del común.
Estas cualidades propias del artífice pueden considerarse como un “estigma del elegido”, el cual se vuelve un sello capaz de materializar la gloria o la perdición, conduce a las grandes obras cuyo desarrollo conlleva incluso, en ocasiones, la fagocitación del autor, como en el caso de Raphaël de Valentin, de Dorian Gray y de Alejandro Miquis, quien, como sugerí, ha convertido las aventuras de El Grande Osuna en propias. Además, una confianza ciega en la gloria artística que dicha obra le otorgará ha hecho que el joven deje de preocuparse por su salud, su alimentación y su creciente miseria.
La gloria, la distinción, la pura libertad para ejercer el oficio artístico, aunque anhelados puertos, parecen velados a estos personajes, como lo estuvo el camino de las armas para Julien Sorel en la novela de Stendhal. Un ejercicio por la senda de la bohemia o el dandismo no tiene otro final posible en el escenario del siglo XIX, corroído por el espíritu utilitario.
Por Diego Estévez