Vicente Huidobro en Buenos Aires (primera parte)

El reinado de la literatura terminó. El siglo veinte verá nacer el reinado de la poesía en el verdadero sentido de la palabra, es decir, en el de creación, como la llamaron los griegos, aunque jamás lograron realizar su definición.

 

Vicente Huidobro

 

En nuestros desengañados tiempos, el primer cuarto del siglo XXI, va siendo difícil acercarnos intelectual y emocionalmente a la comprensión de la energía, los principios y las metas que animaban a las vanguardias propias de la centuria pasada, en la época anterior a la posmodernidad.

Incluso resulta complejo entendernos a la hora de admitir y consensuar, en un sentido general, una definición básica, muy básica, de lo que era entonces una “vanguardia”. Con la desmedida sorna que singulariza a nuestra visión actual, hasta se puede motejar de excesivamente castrense al término, dejando de lado el hecho de que, efectivamente, en aquellas décadas el conflicto entre lo que se resistía a retirarse y lo que se afanaba por terminar de ocupar el primer plano estético tenía, sí, muchas similitudes con una guerra o, al menos, con una guerrilla.

Solo que también en esa porción del siglo XX, como en las contiendas estéticas anteriores —fuesen conscientes de ello o no sus gestores, subrayaran o no esta característica—, no se trataba exclusivamente de modificar el gusto literario del momento, sino de transformar la misma imago mundi que hasta esa ruptura había regido las consciencias y las imaginaciones en la fase pretérita. Lo esboza muy bien en su tracto final la obligada mención a una definición de vanguardia propuesta por Saúl Yurkiévich (1931-2005):

La vanguardia instaura la ruptura de la tradición y la tradición de la ruptura. Surge íntimamente ligada a la noción de crisis generalizada, de corte radical con el pasado, de gran colapso. Aparece consubstanciada con la necesidad de cambio e impone al arte una transformación continua. Promueve una renovación profunda de las concepciones, las conductas y las realizaciones artísticas concorde con aquella que se opera en el orden tecnológico, revolución instrumental que tiene por correlato una revolución mental.

No por casualidad el subtítulo que precede a este primer párrafo que acabamos de citar es: “Revolución tecnológica, revolución mental, revolución literaria”: implica que los alcances del fenómeno que muestra sus aristas en el terreno del arte literario no surgen de la nada sino que, como todo suceso capaz de conmocionar dicha esfera, es parte de un suceso mayor, que afecta muchas otras áreas de lo que genéricamente denominamos como la cultura en su tan difundida acepción sociológica, la de la suma de todas las actividades humanas. Aquello que la refranería popular alude como “el asunto del huevo y la gallina”, esto es, en nuestro caso, qué se manifiesta primero, el conflicto anticipador de necesidad de cambio en el campo de lo tecnológico, en el conjunto de lo mental o en la fértil planicie del arte y la literatura, es parte de otra discusión aquí improcedente.

Nos afincamos en un aspecto de la cuestión que nos interesa relevar: el hecho de que la vanguardia literaria, su eclosión en la cultura, acompañaba y manifestaba otras necesidades de transformación vital, y de ello desprendemos un aspecto que entendemos significativo y muy propio de su misma constitución; esto es, que dichas vanguardias entendían que el cambio estético implicaba forzosamente no solo un cambio en el modo de ver el mundo, sino también de actuar en él.

Se podrá objetar fácilmente que esto último nos conduce al hoy añejo concepto de la vida inseparable de la letra, premisa romántica si las hay, pero acaso: ¿no son, en mayor o en menor medida, las vanguardias del siglo XX hijas belicosas del revolucionario romanticismo de la centuria anterior? ¿No está implícito el mismo criterio en la célebre premisa de Charles Baudelaire (1821-1867), precisamente el padre de la poesía moderna, y a la que tanto apelaron posteriormente aquellos destacados vanguardistas de los años 20, los surrealistas? Aquella que refiere: “— Certes, je sortirai, quant à moi, satisfait / D’un monde où l’action n’est pas la sœur du rêve”. Y de igual manera, esta obsesión por llevar al mundo de la acción las premisas “del sueño” es algo que está medularmente presente en la vida y la obra de Arthur Rimbaud (1854-1891), quizá el caso más extremo de todos los tiempos.

Tan característica es esta meta de las vanguardias, que en mayor o menor grado ha estado invariablemente presente en cada una de ellas y no podemos concebirlas ni entenderlas adecuadamente sin admitir esta particularidad. Singularidad que llevó a los miembros de algunas de las vanguardias del siglo pasado no solo a escandalizar a los colegas de su tiempo, sino también al hombre común que era su contemporáneo (un muy señalado ejemplo: los dadaístas), así como a querer cambiar las cosas por otras vías que las literarias y a escala general (con la adhesión, por ejemplo, del surrealismo francés al Partido Comunista en los 30).

Siempre desde el escepticismo que nos impuso nuestro tiempo, de todas maneras haríamos muy mal en motejar de ilusorio y hasta de pueril (esto último, por parte de los desengañados más fundamentalistas) ese deseo general de las vanguardias por “transformar el arte y cambiar la vida”. Tal negación nos llevaría no solo a no poder comprender íntimamente el sentido mismo que animaba a sus propulsores, sino a negar que la asunción de un compromiso con sus ideales cobraba en ellos una dimensión que no podemos menos que aceptar —esto, con algún prurito, porque así somos— como admirable.

Vale la pena subrayar aquí y al respecto que ese compromiso asumido por las vanguardias —valgan los nombres y los ejemplos antes referidos— implicaba en no pocos casos una entrega absoluta a esa transformación del arte, la literatura y la vida misma, a punto tal que (y esto sí que se encuentra definitivamente relacionado con el héroe romántico, mas no en la ficción) los hombres y mujeres que animaban esas vanguardias no dudaron, repetidamente, en sacrificar familia, fortuna, posición, ventajas y posibilidades materiales y simbólicas, y hasta sus mismas existencias en aras de una coherencia con sus principios que hoy nos resulta completamente fuera de la posible. Lo pragmático de nuestro tiempo nos impide contemplar un proceder de esas características siquiera como una opción hoy imaginable.

 

Por Luis Benítez

Written by La Mascarada

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