TURNER, OVIDIO DESTERRADO DE ROMA
Afuera de mi ventana el verano
atonta a los ángeles, embelesa
con sus cánticos a distraídos gatos
que se esconden entre la maleza
/ crecida.
No puedes ocultarte del calor, no:
su fulgurante espada corta nuestros
cuerpos dibujando una tenue herida.
Como una perra agitada, la vida
se revuelca, brinca insensata,
ansioso animal que husmea
entre las piedras, ávido de sangre
y sesos con que llenar una panza
/ insaciable.
El sol dibuja malamente un sendero
de luz sobre azoteas de edificios
apenas estucados. Una vereda
de claridad humeando como
una mancha, un hervidero
de brasa que brota ante los ojos
entornados de los inquilinos.
La luz devora los contornos
de las cosas como en un cuadro
/ de Turner.
Como en Ovidio desterrado de Roma:
la visión del exiliado se despliega
en las sucias paredes mientras
alguien que no eres tú, que no
puedes ser tú aturdido por el calor
del día, graba por vez última
en las tablillas de la memoria
los trazos de las casas, las sombras
de las estatuas y de los templos,
rostros y palabras acariciadas,
la figura imprecisa de ese numen
que se yergue como un obelisco
sobre la ciudad de las siete colinas
y mantiene encendido el fuego
/ de los ancestros.
Esa visión que se enlaza con la tuya
por un instante, un segundo tan sólo-
los ojos del destierro y los del estío
unidos entre la luz y la sombra.
Pero tu sino permanece incierto,
no se dirige galopante hacia
las congeladas riberas de un Ponto
/ que amenaza en latín.
El verano sigue atontando ángeles
afuera de mi ventana. Campamento
2 de octubre, pequeñas insurrecciones,
esperanza de victorias contra Capital.
Los gatos corren entre la maleza
y se refugian bajo los árboles
antes que la canícula envuelva
los edificios en una vaharada inmensa.
OROZCO, LOS TEULES
La conquista de México no ha finalizado
dice el pintor mientras su reflejo desaparece
lentamente de las aguas del Omega:
el ojo del cronista, del extranjero
recién llegado vislumbra en el paisaje
-tal como en la tela enhiesta-
los mismos brochazos agrestes
de la realidad y sus esquirlas.
Las calles siguen viendo estrellarse
a compactas filas de caballeros
armados contra los muros
de una ciudad que se derrumba,
de una Tenochtitlán cuyo mito
más anhelado ha adoptado la forma
de una pesadilla sin rostro.
Si Bernal Díaz regresara
de la tierra de los muertos
se sorprendería quizás
de ver los tianguis bullir
por el cuerpo erosionado de la ciudad,
pero jamás, jamás podría mirar
extrañado las cabezas expuestas
de los prisioneros de las guerras floridas
-del Narco o de Huitzilopochtli-
apilarse en la periferia, llenar
los titulares de la prensa de un rojo sin fin:
un catálogo de muertos más largo
que el de las naves por Homero,
otro cantor de la cólera y la carnicería
sanguinaria de los Atridas & Aquiles.
El pintor dice que la conquista
de México no ha terminado,
que los dioses continúan
batallando por la copa de la sangre
y los trazos son, desde luego,
cuchilladas que escarban en la tela
para exhibir a los cuatro rumbos
el corazón de esta violencia.
No es la vida imitando al arte,
tópico manido hasta el aburrimiento,
ni el arte alentando los gestos obscenos
de la vida sino un torbellino amplio
como ala de aeroplano
que se abre al centro de la tela
y explosiona entre pinceladas oscuras
y versos de ceniza arrebatada.
“La conquista de México,
la conquista de México…”
balbucea el pintor airado
mientras su reflejo desaparece
bruscamente de las aguas del Omega
y el rescoldo de sus imágenes
es un cuerpo destazado que arrojan
los sicarios hacia una fosa.
Clamor, clamor atravesado
por disparos en la noche de estas ruinas.
EL DIFICIL ARTE DE INVOCAR A LOS MUERTOS
La vida es un sueño, un vértigo
del que despiertas ahogado en sangre.
Tantas veces leí esa sentencia
a sombríos estoicos. Tantas,
a borrachos perdidos descubrir
el abismo cuando la madrugada
tendía sus escalofriantes redes.
Brotaba entonces el llanto,
el tartamudeo, aquilatábamos
a la noche en su real peso.
Tantas y tantas veces
el lugar común acusándonos.
No había visto a Víctor
/ en mucho tiempo.
Demasiada realidad que soportar.
Adoraba llegar de improviso
a La Esperanza y disfrutar del vacío
de las cuatro de la tarde un jueves X.
Sólo el sol arando el piso del salón,
los libros y una Victoria, naturaleza
/ muerta sobre la mesa.
Dominando el gran espejo,
Víctor se erguía silencioso
entre botellas de mezcal y tequila.
Como una pregunta surgida
de la nada. Su cabello engominado,
canoso, parecía ocultar una edad
imprecisa, una duda creciente
que su conversación espantaba.
Solíamos hablar de viejos éxitos
de Emmanuel mientras bebía
mis cervezas. Del corto grabado
para una pequeña productora.
Sobre la malicia que se necesita
para ser un chilango de verdad.
En una mesa cercana, un par
de jugadores de dominó
homenajeaban a Bergman
y su Séptimo Sello enfrascados
en un duelo épico contra la calaca
/ sólo para matar el tiempo.
No había visto a Víctor en mucho,
/ mucho tiempo.
Pienso en Gilgamesh, en Enkidu
entregado a los gusanos sin compasión,
en ese lugar común que somos:
algunas líneas emborronadas
de un poema que el polvo sepultará.
Del libro No es país para nadie
Manuel Illanes (Santiago, 1979)
Maestro en Letras Mexicanas por la UNAM. Ha publicado algunos libros de poesía, como Tarot de la carretera (Fuga, Santiago de Chile, 2009), Crónica de Tollan (Piedra de Sol, Santiago de Chile, 2012; La Ratona Cartonera, Cuernavaca, 2013) y Memorias del inframundo (Mantra, México, 2016). También figuran poemas suyos en las antologías Chile mira a sus poetas (Pfeiffer, Santiago, 2015) y Residencia temporal: seis poetas chilenos en México (Aldus, México, 2016).