A Lorenzo Sitges Requena
El final más típico, y aparentemente más absoluto, de muchas narraciones es la muerte del protagonista, o cuando menos de algún personaje relevante para la historia y el destino de quienes restan. Esto es habitual en ciertos géneros, como en la novela biográfica. Ya dirá Italo Calvino en el famoso apéndice “Comenzar y terminar” de sus Seis propuestas para el nuevo milenio: “Las formas narrativas tradicionales dan una impresión de completitud”. Es así que se busca en tales formatos dejar el asunto resuelto, como ocurre con la famosa fórmula de “y vivieron felices para siempre”. No obstante, hay muchas otras ficciones que eluden esta concepción y figuran ese umbral como un modo de iniciar otras historias.
Las maneras de relación con la muerte son tan complejas como puede verse en Conciencia de Zeno de Italo Svevo, novela que, en muchos aspectos puede, o debe, ser leída en clave psicoanalítica y plantea cómo un hijo se desarrolla a sus anchas hasta que debe confrontar una ausencia paterna que cambia drásticamente la forma de concebirse a sí mismo como individuo. Algo parecido le sucede a Pável Vlasov en La madre de Máximo Gorki, cuya narración propia se despliega solamente luego de que el lector conoce el triste y enigmático final del progenitor del héroe como preámbulo de la verdadera historia.
Otra gran novela que desarrolla de varios modos este tema universal es La piel de zapa de Honoré de Balzac. El libro inicia con un joven que, al perder su última moneda, delibera lanzarse al Sena pues ya nada lo ata a este mundo; ha gastado su juventud y su talento en una obra que, según él, le daría fortuna y reconocimiento, en cambio la sociedad utilitaria y el desdeñoso y restricto círculo editorial no reconocen su valía (justo como le ocurre a Rodión Romanovik Raskólnikov en Crimen y castigo de Fédor Dostoievski unas décadas más tarde). El héroe decide entonces que no vale la pena una vida así, por eso cuando en una tienda de antigüedades le es ofrecida una opción milagrosa, que acortará un tanto su vida por cada deseo concedido, no duda un momento en aceptar el pacto. Aquí inicia una terrible paradoja, pues el joven escritor Raphaël de Valentin usa el talismán del negocio anticuario para obtener riquezas inimaginables, pantagruélicos festines y todo el esplendor mundano que es capaz de imaginar, pero en ese sueño pierde de vista un amor que siempre tuvo y que, al final de su vida, es lo que más le importa y lo más difícil de conservar.
Justamente al hablar de Balzac se vuelve necesario referir el sistema que utiliza para construir la monumental obra a la que pertenece La piel de zapa, es decir la Comedia humana. Se trata de un ciclo de novelas donde los personajes van y vienen desde una temporalidad a otra y anulan cualquier pretensión de final definitivo, pues los primeros lectores de la Comedia intuían que aquella duquesa o aquel escritor, dandi, perfumero o quien fuera, de pronto, podría reaparecer en otra novela y extender su vida narrada.
Asimismo, para replantear la muerte como un problema no definitivo, muchas historias se centran en la manera de eludir su funesto imperio, desde el relato mítico del músico Orfeo que rescata a su amada Eurídice del mismísimo inframundo después de una serie de terribles pruebas hasta los hermanos Elric, de Fullmetal Alchemist, que intentan estudiar los secretos de la alquimia para devolver la vida a su madre. La muerte, incluso, puede llegar a ser un personaje benévolo que regala valiosos y significativos momentos antes de cumplir su cometido, como en ¿Conoces a Joe Black?, con Brad Pitt como entrañable protagonista, o antagonista, según se vea.
En suma, quienes permanecen conservan infinitas potencialidades para extender su historia, un poco quizá como continuación de la de quienes se van, un tanto como una narrativa propia.
Las obras que han abordado este tema con maestría son piezas inmortales, como el amor a un padre, o el amor de ese padre a sus hijos, como el amor a la mujer que amaremos siempre, como dice Shakespeare, con un sentir que “no se altera con sus breves horas y semanas, / Sino que firme perdura hasta en el borde del abismo”. Y, como afirma el bardo en el mismo soneto, “si esto es erróneo y se me puede probar, / Yo nunca nada escribí, ni nadie nunca amó”.
Por Diego Estévez