No creo que los intelectuales de hace algunos siglos difieran de modo abismal de nuestros intelectuales contemporáneos. Lo que sí podríamos señalar como algo muy distinto es el flujo de información, o, mejor dicho, el acceso que tenemos a un amplísimo mundo de conocimientos. Estos que saturan nuestro disco duro, que no caben en una enciclopedia de cien tomos, y que tampoco podríamos encontrar en todo Google.
Quizás el pensador ilustrado sintió esta angustia por saberlo todo y, al mismo tiempo, no poder abarcar la totalidad de aprendizajes que se iban acumulando a lo largo de los siglos. El filósofo era más bien un hombre de varias ciencias, y no sólo de una parcela limitadísima de lo que ahora entendemos como filosofía. Incluso, el científico de aquella época fue un sabio en el sentido más general del término: se convirtió en un físico, un biólogo, un astrónomo, un humanista. Un investigador en sentido real, abierto a la complejidad y grandeza del cosmos, de uno que sólo se puede examinar desde varias ópticas. El intelectual de hace un par de siglos tenía una mirada panóptica, desde la cual observaba no sólo una cara del mundo, sino también todas las posibilidades que éste podría darle.
No me imagino a Humboldt encerrado en un cubículo, especulando desde ahí sólo para una docena de sus estudiantes predilectos. Pero tampoco pienso a Goethe escribiendo novelas para ganar un premio, o una beca; ni siquiera logro imaginármelo dedicado sólo a la literatura. Goethe y Humboldt, aparte de ser intelectuales, fueron diplomáticos y sabían un poco, o más bien, un mucho sobre variados temas. Eran pensadores completos.
Una gran mayoría de nosotros, teniendo esa cercanía tan rápida e inmediata con la información, no sentimos angustia por no poseer una vasta idea de los descubrimientos científicos, de las humanidades, o de la cultura general de lo cotidiano. No todos somos sabios. Si bien es perdonable que alguien que no se dedique por entero a la labor intelectual, no le interese, ni tenga una idea amplia de su historia, su presente, y sus condiciones sociales; para los que sí pretenden dedicarse a la faena del pensar, es exigible que desarrollen una noción amplía, no sólo de su área de estudio, sino de otras disciplinas, que bien podrían ayudarlo ─quizá no a salvar al mundo─, sí a salirse de su ego-erudición. Ser capaces de dialogar con otras áreas, abrirse a la relación multidisciplinaria y fomentar una red de investigación actualizada y atenta a la época que les ha tocado vivir.
La lógica de las ciencias parece tener un funcionamiento inverso a lo esperado, entre mayor sea el desarrollo del conocimiento, menor podrán abarcar los intelectuales. Entre más descubrimientos y avances en la medicina, la ingeniería, las humanidades y las artes, menos interés hay por interrelacionarlas unas con otras. A menor interés por el saber interdisciplinario, mayor es la especialización de muchos académicos e investigadores, que no logran comprender su mundo a partir de una totalidad, sino que dan por hecho que su micro parcela del conocimiento es la única parcela posible. Cuando el conocimiento se vuelve un macrocosmos, el intelectual quiere comprender todo con un microscopio.
Kant decía: “ten la valentía de usar toda tu inteligencia”. Hace un par de siglos existía no sólo la valentía de atreverse a pensar, sino también a crear. El tener tal valentía, actualmente, suena más a pedantería que a erudición. Cuando se debate acerca de un tema siempre “somos como enanos a hombros de los gigantes”, afianzando nuestra opinión en alguna monstruosa obra del pasado, en algún autor genial. Será que antes ¿existía acaso un carácter intempestivo distinto al del hombre contemporáneo?
La fragmentación de las disciplinas era necesaria, sin embargo, saber sólo de una cosa y olvidar lo demás, eso es lo que considero innecesario, incluso podría quejarme: ¡me parece alarmante! Una segunda diferencia que encuentro entre el hombre contemporáneo y el de hace dos siglos es que este último, al menos, era más curioso ante su mundo, o ¿más comprometido?
La hiperespecialización está provocando no sólo que un intelectual sea un completo inculto, sino también que las disciplinas se encuentren tan alejadas entre sí que no existe dialogo posible que logre unirlas. ¿Acaso no les haría bien a todos los profesionistas saber un poco de política y a los políticos leer por lo menos tres libros?, ¿tener algo de cultura? Con “tener cultura” me refiero a poseer una noción general de la historia que nos antecede, y de las obras humanas que bajo ella han germinado, esto independientemente del campo en el cual uno se encuentre.
El ensayista español Eduardo Subirats declara la muerte del intelectual como “conciencia autónoma y voz crítica”. El intelectual de hace dos siglos era aquél que veía como fundamental no sólo tener una opinión polémica y una conciencia certera de lo que pasa a las afueras de su oficina, academia o estudio, sino que también su labor se ejercía como un trabajo propedéutico, donde la divulgación de lo aprendido era necesaria para completar su deber profesional.
Así, una tercer diferencia entre el intelectual de hace dos centurias y el que ahora existe es que el primero ya murió, mientras que el segundo no tiene ni voz crítica, ni tampoco grandes ganas de difundir lo que sabe a las masas y, mucho menos, entiende qué existe más allá de su escritorio o de su laboratorio, dependiendo el caso.
Por Julieta Lomelí