Un cuento chino

Es rojo. De ese rojo que no sé qué significado especial tiene para los chinos. Todo, todo es rojo: puertas, alfombras y, desde luego, los dragones pintados en los vidrios.  Al entrar, el suave tintineo del espanta-espíritus te hace volver la cabeza.

Hoy no me cuesta trabajo contar la historia. Por el contrario, me agrada; siento como si no fuera mía. No me veo como protagonista de ese cuento chino. Sí, me gusta. Cada vez que la relato la veo menos, menos, menos absurda… O no, igual de absurda, pero divertida.

La luz indirecta contribuye a dar ese ambiente de misterio que, según las malas películas gringas, debe prevalecer en todo recinto oriental. Una angosta escalera con alfombra roja conduce al segundo piso. El barandal es dorado y todos los adornos cuelgan por diferentes partes. El lugar es pequeño y acogedor, acogedor y misterioso, como en las mismas malas películas gringas.

Te puedes reír, no me molesta. Ahora yo también me río, pero no siempre fue así. Al principio no me parecía nada gracioso; incluso fui a parar con el analista. Ahí me tenías de gran terapia. Luego, lo mandé a la mierda. Yo nunca he sido buena para eso. Y además no había tiempo ni dinero: tenía que atender a dos hijos.

Un tigre de bengala bordado en seda, las ramas de bambú que mueve el viento. En la otra pared, el clásico león de la China y sus colmillos enormes. El espanta-espíritus se mueve. Volteo hacia la puerta, no entra nadie.

Durante muchos años no me dejaba la zozobra. Siempre esperando que apareciera por esa puerta, esperando que alguien trajera una terrible noticia.  No hay nada peor que eso. En sueños, veía yo entrar a un hombre vestido de gris. “Le tengo noticias —decía—: lo encontramos, pero está muerto”. ¡No hay nada peor que esperar que algo pase y que nada pase. Ahora no espero nada, nada. Un minuto de retraso y me pongo histérica. Pero en esos días todo era esperar.

Un aroma delicioso llega de la cocina; el jazmín es una planta dulce y aromática, tiene un sabor suave. Para mí que es una planta afrodisiaca. Dos pequeñas tazas para el té sobre un mantel rojo, en una mesa redonda. Otro olor que se extiende por el salón. Quiero distinguir qué es. Lo he comido tantas veces, pero no sé.

Y ahí estaba yo. Instalada en la pinche depresión. Azotada, sin ganas ni de hacerme el moño. Piense y piense. Llore y llore. En la total jodidez, engordando cual grácil cerdita, come y come hasta reventar. ¡Qué chop suey ni qué chop suey, puros totopos y gorditas!

El segundo piso es tan pequeño como el primero y también es rojo, sólo que en el techo tiene unas grecas doradas. En un rincón hay un altar para Buda con una fuentecita y plantas de plástico. Estos chinos… Un adornito más y se les vuelve chino-naco. Nuestra mesa está adornada por una diminuta lámpara. Entre las sombras distingo un cuadro, una especie de princesa china que vuela por los aires. Los velos de sus grandes mangas también flotan.

Cuando habían pasado dos años, empecé a entretenerme inventando historias sobre la desaparición de mi marido. Algunas me gustaron tanto que las adopté y las contaba como ciertas cuando alguien preguntaba. Fui desechando las menos verosímiles. Lo peor era no encontrar una razón, no poder explicarme de manera lógica qué había pasado. Que si yo era mexicana y él chino y, por lo tanto, el amor era imposible. Que si él había dejado otra mujer en la China. Que si los chinos que hablaron con él, aquel último día, eran de la policía china o le hacían a la policía china. Y, bueno, todas podían ser. ¿Pero cuál era?

Las puertas tienen una celosía de plástico. Desde nuestra mesa y a pesar de las columnas de espejos se puede observar si alguien entra. Tal vez es el viento que sopla afuera, pero yo escucho como un susurro que entra por la puerta y vuelve a mover el espanta-espíritus.

Horas y horas haciendo historias:

 

Por Gabriela Ynclán

Written by La Mascarada

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