Las dos caras

Una mañana cualquiera me levanté con la certeza de que algo extraño me ocurría. Era realmente incómodo, un malestar que no podía ignorar. Me restregaba la cara con vigor, fuerte los ojos, y luego los cerraba y abría rápido a fin de escapar del letargo. Me asomé a la ventana para refrescar visualmente aquel despertar pesaroso. De pronto, quedé paralizado, no comprendía lo que veían mis ojos, o más bien lo que no veían o veían distinto. Vaya usted a saber. Cerré vagamente uno y otro, a fin de comprobar lo que escandalosamente estaba sospechando. En efecto, la prueba me lo reveló.

Con el ojo derecho el polvo era más rancio que de costumbre, el día agrio, mustio, el cielo gris, rozando los tonos amoratados del veneno, como si estuviera a punto de reventar un aguacero ponzoñoso. Era de esos amaneceres que te dan ganas de echarte a llorar en el acto, y sin pensárselo dos veces, mi ojo derecho comenzó a derramar las primeras lágrimas del concierto, que fueron seguidas un poco más tarde de un llanto casi desesperado. Por más que acaricié ese lado del continente y le expliqué que no todo es perfecto y que pronto pasaría, como de pequeño solían decirme mis padres, la tormenta facial solo se alivió cuando ya estaba vacío el lagrimal derecho y, de paso, gran parte del izquierdo, al que le pidió en préstamo un poco de líquido desolador.

Mi lado izquierdo enfrentaba la vida de otra manera, creo que con entusiasmo, aunque también torrencial. Para él, aunque el día era feo, el sol no tardaría en salir, de modo que las flores abrirían colores y fragancias, los niños alegrarían la vía, y una hamburguesa en el desayuno parecería un mamut cocido a fuego lento. Mi lado izquierdo me reveló más tarde su espíritu comercial. Resulta que después de haber sido yo toda la vida un tipo al que le importaban un bledo los negocios y la manera de obtener dinero, ahora tenía un lado izquierdo con plenas aptitudes para conseguir cualquier cosa que se propusiera y olerse peligros y éxitos a varias cuadras de distancia.

A veces es difícil lidiar con dos caras tan opuestas. Muchas personas cargan con ellas a lo largo de su vida, a fin de permitirse mirar a cada lado del camino. Con una, al Norte y el Oeste, con la otra, al Sur y el Este, o viceversa. Pero siempre hay un poquito de una y otra que se mezclan, confunden y compensan. No hay vida en blanco y negro, sino del color que logres verla.

En ocasiones te confundes de cara, y te preguntas cuando ves a alguien: ¿cuál de ellas será la que conoce a este fulano? Entonces, haces un alto silencioso y paciente, hasta que tu propio interlocutor termina por revelarte orígenes y procedencias. Ya para las respuestas pertinentes, seguro sabrás qué cara mostrar, qué matices o cuál combinación de rostros.

Sí, porque si sacamos cuentas de los tonos y personalidades de cada una de las caras, no será difícil comprender que, además de muchos rostros, cada uno puede tener sus propios y auténticos matices: para la familia, para el hijo propio, para el hijo ajeno, para el trabajo, uno para cada amante (porque sería demasiado riesgoso enseñar el mismo lado a más de una), otro para los amigos, y quizás alguno escondido para los negocios o la política.

Pero he aquí el drama al que me sometía: yo siempre fui un hombre limpio y desprejuiciado, decía lo que creía donde me viniera en gana. Pero las cosas ahora se mostraban incomprensibles, cada uno de mis dos lados tenía autonomía y pensaba por sí mismo, con su propia materia cerebral. Cada ojo percibía las cosas diferentes. El ojo derecho, triste y deprimido, añoraba el suicidio ante la perspectiva de un día tan árido como el que se avecinaba. El ojo izquierdo, optimista, se proponía conquistar el mundo.

Un rato más tarde me encontraba frente al espejo tratando de determinar qué era lo que deseaba yo mismo, el que era ayer antes de acostarme, antes de soñar que tenía dos caras que al amanecer cobraron vida. Frente al espejo analicé detenidamente mi rostro, primero de frente, donde todo tiene la infatigable simetría bilateral de los mamíferos. Parecía estar perfecto, como lo había estado siempre, las entradas de costumbre que ya surcaban intrépidas mi frente de 40, los ojos un poco rasgados, como me legara mi madre en el momento de la fecundación, la nariz pequeña, la barba insuficiente. Estos escasos vellos que me aportaron tanto sufrimiento en la adolescencia cuando todos los amigos del barrio adornaban sus fisonomías con bigotes, chivos espesos y otros pelos incontables de los que yo siempre carecí.

Luego procedí a un examen minucioso del lado derecho, el triste y acongojado lado derecho. Noté que el ojo se veía marchito, fatigado tal vez por el llanto mañanero, pensé, pero igual distinguí que el gesto era duro, muy duro, y la mandíbula permanecía apretadísima, tanto que me fue trabajoso separarla con las manos. La tez se develaba pálida, como si acabara de salir de un hospital después de una larga convalecencia. Y el ojo mismo, la pupila azul y afligida, casi no tenía brillo, excepto el de los restos acuíferos de un lagrimal recién desbordado. Tuve que girar pronto hacia el otro lado del rostro porque ya comenzaba a deprimirme la imagen de mi lado derecho.

El izquierdo, convencido de no sé qué, se veía tenaz. La expresión del labio demostraba la proximidad de la sonrisa; en cualquier momento podía estallar en carcajada, pero era desconcertante que un lado se carcajeara mientras el otro parecía morir de la pena. La piel en mi lado izquierdo era viva, sonrosada por la alegría y el entusiasmo, si fuera mujer no hubiese necesitado maquillaje alguno. Las pestañas bailaban con el aire del ventilador, y si no tuviera cosas más serias en las qué pensar, me hubiera preocupado por su soplo evidente de feminidad.

Finalmente, esa mañana decidí salir a la calle. Quizás el transcurso del día me dejara ver nuevos detalles, escucharía tal vez la opinión de la gente sobre mis dos lados, claro, si me decidía a comentar el asunto. Me largué del apartamento luego de un pequeño arreglo de mi ojo derecho, que todavía mostraba la tristeza a borbotones y desentonaba con el otro costado e, incluso, con mi propio carácter enérgico y halagador.

Estuve paseando un rato por el boulevard y tuve que abandonarlo cuando, al azar, descubrí a un niño pequeño que tocaba incansable un violín. La interpretación no era lo que se dice buena, pero el niño no superaba los diez años y estaba flaco, en el mismísimo hueso. Así que me acerqué para echarle una limosna: estos espectáculos siempre me impresionaron, pero con un par de monedas mi conciencia quedaba limpia de todo pecado o culpabilidad, incluso, del odio contra el sistema. Pero esta vez no fue así. Cuando me acerqué, mi ojo derecho no pudo contenerse y comenzó a gotear nuevamente. Las lágrimas que supuse agotadas salían como un torrente y ya bajo mis pies se iba formando un charco oscuro, que algunos transeúntes confundieron con sangre y me interrogaron de manera intempestiva. El mismo niño se quedó paralizado con mi reacción. El episodio llegó a su fin cuando emprendí carrera apresurada hasta llegar a un café apartado, donde me aseguré de que nadie me conocía ni me había visto en mi faceta anterior. Fui directo al baño para refrescarme y pensar en algo lindo que hiciera a mi ojo derecho olvidar pronto el amargo trabajo de un niño que apenas me llegaba a las costillas, y que parecía él mismo una costilla ambulante.

Cuando alcé la vista frente al espejo, vi con mis dos ojos que mientras la angustia del derecho pasaba lentamente, el lado izquierdo rompía el silencio con una sonrisa ensordecedora. Le parecía graciosísimo todo lo que acababa de ocurrir: así descubrí que mi lado siniestro tenía incluida una buena dosis de crueldad. La combinación de ideas y sentimientos de cada cara era asombrosa. Cada una revelaba sus aciertos y desaciertos frente a la vida, y me transformaban en un nuevo ser, capaz de analizar los buenos y malos comportamientos de mí mismo.

Ya más sereno de todas las emociones, me senté en una mesa esquinada del café desde donde podía ver a casi todo el mundo, pero armando una escena intrascendente en la que nadie posaría su vista, si se la topara accidentalmente. Tuve una larga serie de reflexiones con ambos lados, pero era claro que nunca se pondrían de acuerdo. Tal vez, sopesé, los dos fueran por separado un compendio de las cosas que nunca me aventuré a mostrar a nadie: ni la tristeza insondable que padecía a menudo a la hora del sueño y por la que hubiese querido tener el valor de vaciar también mis lagrimales, ni el atrevimiento con que fui incapaz de emprender un negocio nuevo, enamorar a una mujer desconocida y coqueta o hacer chiste negro con alguna muerte de un pariente cercano.

Luego vi entrar al café a un hombre también de apariencia solitaria y me acerqué pausado a ofrecerle asiento en mi mesa y el placer de invitarlo a una copa mañanera. Como era un hombre de la calle, uno que también busca limosna o consuelo, aunque por otras vías, aceptó en el acto. Un rato más tarde estaba yo contándole todas las desgracias del despertar. Me miraba con ojos atónitos aunque extraviados en la distancia, mientras se vaciaba una tras otra, varias copas de vino añejo. Al rato me dijo así, con estas palabras, cuando ya yo había perdido toda esperanza de que contestara a mis preguntas:

—Hombre, yo te veo igual ambos lados. Quizás te quedaste dormido del lado derecho por mucho rato y por eso ahora encuentras la diferencia. A mí me pasó también, en una ocasión, pero hace mucho tiempo y ¿sabes cómo me curé de la impresión? Pues eché una siesta del otro lado.

A esas alturas creí que me estaba tomando el pelo, o que estaba mucho más borracho de lo que había imaginado.

—Cuando te pasa algo extraño, debes darle un poco de sentido contrario, la contraparte lo llaman, para lograr el equilibrio. La diferencia la encuentras tú, la anomalía está en tu interior, porque yo, la verdad, te veo normal. Acuérdate que todos los días no amanecen igual.

Me lo decía como si fuera algo ya discutido entre nosotros en anteriores entrevistas. Luego se bebió la última copa y se levantó de la mesa al tiempo que me extendía la mano.

—Nos vemos, Alberto. Ahora debo ir a cuidar de mi familia. Quizás mañana, a la hora de siempre.

—Pero mi nombre es Enrique —dije casi por inercia cuando se alejaba del cristal rumbo a la acera.

Desfiló por mi costado del café, y a través del vidrio, calle abajo, pude ver que él sí tenía ambos lados de la cara iguales. Incluso encontré muchas semejanzas con mi lado derecho. Era el semblante más solitario que recuerdo. Su andar lento, sin apuro, me revelaba que no tenía a nadie de quien cuidar.

Una hora más tarde, cuando también yo bebí todo el vino que me cabía dentro, salí a la calle, con un pañuelo sobre el ojo afligido: anunciaba un próximo chaparrón. Quizás el alcohol lo pusiera sensible. Anduve y anduve dando tumbos un buen rato, con sonrisas inoportunas de mi lado izquierdo, acompañadas de deseo y lujuria por cuanta “mujer de la vida” se me acercaba dispuesta a terminar de destriparme el bolsillo.

Ya cercano al apartamento, crucé la avenida que me separaba de mi hogar. En ese instante pasó un autobús, que no vi, o no me vio, o no nos vimos ninguno de los dos. Lo último que recuerdo es un grito aterrador de mi lado derecho, primero en descubrir el vehículo, y un cuento que mi lado izquierdo escuchara en el café y trataba de repetirme al oído.

El accidente fue hace ya unos meses; el resultado, espeluznante. Todavía la paso mal a diario. La defensa del autobús golpeó con estruendo mi columna vertebral y la dejó hecha añicos. Ahora no solo no camino, sino que apenas puedo moverme. Pero mis dos identidades han sobrevivido al momento terrible del choque. En el lugar donde me encuentro todos comprenden que prefiero las ventanas del ala izquierda y siempre mirando en esa misma posición, incluso ahora voto por los partidos de izquierda, yo, que siempre fui tan apolítico. Mi lado derecho está eternamente alicaído y ha decidido no volver a hablar nunca más. Esto me consuela un poco porque te aburres de escucharlo con su catastrofismo intrínseco. Mi lado izquierdo me ha salido muy perseverante. Aprendí a escribir en la computadora con el pie zurdo, pues los brazos se niegan a recuperar su antigua movilidad. A veces hasta juego a los palitos chinos con una enfermera de las que me cuida, también con el mismo pie. Entonces, cuando pierdo, me atrevo a decirle, en el más izquierdo de los mundos, que es una chica guapa y que quisiera casarme con ella. Siempre sonríe a mis piropos, y no dudo que uno de estos días acepte la propuesta.

 

Por Gabriela Guerra Rey

Written by Gabriela Guerra Rey

Escritora y periodista cubano-mexicana. Reside en México desde 2010. Autora de "Bahía de Sal", premio Juan Rulfo a Primera Novela 2016 (Huso, España, 2017 y Huso-Hiperlibro, México, 2018). Recientemente publicó "Luz en la piel. Cinco voces de mujer" (Huso, España).

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