En el año 1977, Abilio tenía diecisiete años y estaba harto de escuchar todos los días a su madre diciéndole que tenía que tener un futuro. —¡Como si todo el mundo hubiera nacido para tener un futuro! —se decía a sí mismo porque le faltaban argumentos para rebatir a su vieja, pero también para convencerse de que ella tenía razón.
Por entonces todos estaban tan preocupados por el futuro, que nadie se detenía a ver la crueldad del presente, de un tiempo donde no parecía pasar nada, donde los minutos caminaban obligados por las manecillas del reloj de pared de la abuela, que cada mañana intentaba detenerse. Solo que su vieja no lo dejaba, y volvía a darle cuerda cada amanecer, y volvía a llevar las manecillas hasta el sitio donde debían haber caminado en la madrugada, y que por pereza no alcanzaron.
Fue en medio de esos debates existenciales del presente y el futuro que Abilio encontró un cajón de viejas revistas de cuando su padre aún no se había ido, y le gustaba leer de geografía y naturaleza. En la primera que abrió Abilio no encontró nada relacionado con el futuro, pero sí un artículo sobre las mantarrayas.
Decía así: “Pez aplanado del orden Myliobatiformes y de la familia Mobulidae. Como su nombre sugiere, es la más grande de las especies de rayas y está muy relacionada con los tiburones… se distingue por la forma plana de su cuerpo y sus dimensiones. Mide hasta nueve metros de ancho y pesa alrededor de 1,350 kilogramos. La hembra es ligeramente más grande que el macho”.
Venían toda una serie de datos interesantes sobre la mantarraya, que podía encontrársele en los mares subtropicales y tropicales de todos los océanos del mundo, y que, aunque solía habitar aguas profundas, migra a zonas con abundante zooplancton, base de sus dieta, y en ocasiones vive estaciones de limpieza en arrecifes de coral, manteniéndose inmóvil mientras los peces limpiadores eliminan de su cuerpo la piel mala y los parásitos… En la página central del artículo, que caía justo en medio de la revista, venía una mantarraya tan grande, que el final de sus alas apenas cabía en la página. Era azul intenso, hermosa, y sobre los costados, casi al lado de los ojos, brotaba más texto con detalles de este animal que Abilio, hasta entonces, ni siquiera sabía que existía.
Nueve metros de ancho es muy grande, pensaba él, y en ese instante decidió que sería pescador de mantarrayas, que ese sería su futuro, y que así, además de hacer algo que realmente le parecía apasionante, se desharía de las maldiciones de su madre que siempre, y con entera razón, decía que a Abilio nada le importaba en la vida.
Como Abilio no tenía más que el inmenso malecón de La Habana a su disposición, como representación de los mares tropicales y subtropicales del mundo, decidió armar allí su cuartel, su puesto de trabajo, su casa y su vida, ¿por qué no? Se compró todos los utensilios de pescar que pudo conseguir con los mismos pescadores de la zona donde montó campamento, justo en el sitio donde las olas golpean la piedra envejecida por el salitre, y el faro del Morro avisa que estás entrando a La Bahía de La Habana, o saliendo de ella. El primer problema era que no sabía cómo pescar una mantarraya, y en su artículo nada decía, así que trató de tomar los elementos que había leído e idear una forma. Al final la mantarraya no era más que un pez…
Una tarde, seguro de que su futuro no podía estar en otra parte, Abilio extendió su vara, tiró sus redes, puso trampas, y se sentó en el muro a esperar que el futuro llegara solito. El tiempo, entonces, ese que se le había detenido dentro, comenzó a andar sin prisas y sin pausas. Muchas vidas empezaron y se destruyeron alrededor de Abilio y su exangüe paraíso. Muchos bebés se hicieron en el arrecife a sus pies, cuando la tarde caía y la gente no veía más que la puesta del sol en el mar, porque era hermosa, y porque cegaba el horizonte impidiéndote divisar absolutamente nada más. Las horas del día, y los días de la semana, y las estaciones del año pasaron por delante de sus ojos, una vez y otra vez, hasta que Abilio salió de la realidad y entró a un mundo paralelo donde ocurría siempre exactamente lo mismo. A su alrededor la vida implosionaba: las muchachas desandaban la ancha acera del malecón con sus tops y shorts cortos, como si con la ligereza de ropa pudieran huirle al calor; los niños venían a bañarse en las olas que se saltaban el muro cada temporada de vientos; las parejas subían y bajaban de la mano, con sus caras de nada pasa, siempre las mismas, o siempre nuevas, y le caminaban por las espaldas a Abilio, que no tenía ojos más que para la superficie del océano que un día sería surcado por una mantarraya gigante, pero que en tanto se mantenía en calma. Al caer la noche, cuando el sol despejaba la línea horizontal, la actividad comenzaba. Entonces desfilaban familias enteras, grupos de trovadores o timbaleros, mujeres solitarias con la misma libertad al vestirse que durante el día, señores que exploraban los bajos de las rocas nunca se sabía buscando qué, travestis encubiertos por la noche y las escasas luces de la avenida, con vestidos pegados al cuerpo y mal caminando en altos tacones; adolescentes escandalosos, que de todas formas no lograban sacar a Abilio de su eterno ensimismamiento…
Hubo una época en que el reloj de pared se detuvo, y no quiso echar a andar por más vueltas que la madre de Abilio le dio. Esa tarde, mientras imaginaba a la mantarraya llegando hasta sus pies, inmensa, portentosa, aterciopelada, habría de conocer a Susana, una joven lozana, rubia, con algo de tristeza en la mirada, y que no más lo vio en la distancia, con su vara extendida, fue a sentarse a su lado. Susana le habló de su vida sin que mediaran explicaciones, le dejó sentado al lado sus años de bregar y sus soledades y se marchó un par de horas más tarde, cuando él todavía no se había atrevido a pronunciar una sola palabra. Pero a la tarde siguiente la muchacha volvió a observarlo desde la distancia, y fue a sentarse justo en el mismo sitio que la noche anterior. Esta vez le trajo una merienda que Abilio no desdeñó, y le contó los detalles que le habían faltado antes. Lo mismo haría durante varios meses, hasta que un día, mientras se acomodaba para recostarle la cabeza en el hombro, exhausta de hablar o de la vida misma, Abilio puso la vara sobre el muro, apartó los equipos de pesca, se quitó los zapatos, y se sentó a horcajadas frente a ella. La besó como si fuera el primer beso de su vida, porque era el primer beso de su vida. Luego le contó de su futuro como pescador de mantarrayas, del reloj detenido en la pared de su casa, que fue también la casa de sus abuelos y de varias generaciones anteriores. Abilio habló durante esa oscuridad más de lo que había hablado en toda su existencia, y más de lo que volvería a hablar jamás. Cuando por fin se calló, era la madrugada cerrada, y bajaron hasta la roca para hacer el amor. Perdió así la virginidad el ya famoso pescador de mantarrayas, que nunca había visto ninguna.
El amor de Abilio y Susana duró hasta el día en que la madre, obsesionada con hacer funcionar el reloj, lo llevó a un mecánico por la Lisa, que por fin logró que las manecillas volvieran a caminar. La madre lo colgó orgullosa en la pared, cuyo espacio estaba reservado por el color desvencijado del tiempo, y Abilio no volvió a reencontrar a su enamorada. ¿Qué le sucedió? Nunca supo. De ella solo conocía su vida entera, y su olor al acercarse en los atardeceres del verano sin fin. No sabía dónde encontrarla, y la inercia de su actividad de pescador tampoco lo motivaba a emprender una búsqueda ciega.
Abilio había aprendido, a lo largo de casi una década de esperar por las mantarrayas, los rudimentos de la pesca. Cada noche llevaba a su madre la comida del día siguiente, fresca, sabrosa: peces comunes, ejemplares ocasionales que se extraviaban junto al arrecife, moluscos, crustáceos. La madre lo esperaba en la madrugada para preparar la comida que Abilio se llevaría a trabajar el siguiente día. Así había transcurrido todo cuando Abilio mismo, tratando de detener el reloj, a la fuerza, se dio cuenta de que el futuro lo había alcanzado antes de que estuviera convencido de querer llegar a él.
Una mañana se levantó más temprano que de costumbre. Fue al cajón de las revistas, que no había vuelto a tocar en dos lustros, y se puso a ojear la publicación de la mantarraya. En un recuadro que no recordaba haber visto, hablaban de la vulnerabilidad de la especie, incluida en la Lista Roja de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, a causa de sus depredadores naturales, pero también del hombre, que “la caza para comerciar con su aceite y su carne. Algunas partes de su cuerpo, como las aletas, son muy utilizadas para preparar ungüentos o líquidos en la medicina tradicional china. Además, se suma a la lista de amenazas la cada vez mayor contaminación de las aguas, que degrada su hábitat y provoca su muerte”.
Abilio había asumido que todos los mares del mundo, tropicales o subtropicales, estaban habitados de mantarrayas gigantes, y que él simplemente no había tenido suerte, porque, la verdad, en su familia nadie nunca tuvo suerte. Pero no le pudo pasar por la cabeza que mientras él las esperaba, las mantarrayas estaban desapareciendo del planeta, y a esas alturas posiblemente ya se hubieran extinguido para siempre.
Cerró la revista, salió a la sala, miró el reloj de pared que daba las nueve de la mañana. Era más temprano que de costumbre, pero pasó por la cocina a recoger sus pozuelos de comida, antes se alisó el pelo con las dos manos hacia atrás, luego levantó la cubeta de los anzuelos y las carnadas, y se tiró la vara al hombro. Y como no sabía hacer nada más que ir a esperar mantarrayas al muro del malecón, emprendió su rutina como si fuera un día cualquiera.
Por Gabriela Guerra Rey