Espero, con la redacción de estas breves piezas literarias, apaciguar la obsesión de hablar del espíritu y sus salones diversos. La deshabitada cámara de gala del intelecto, las paredes altas y frías de la tristeza, y la bruma de la angustia, donde por momentos se ocultan los paraísos anímicos más fabulosos. Hablar de esta manera le da un poco de paz a la metralla de ideas que buscan conformarse y que por lo regular terminan descomponiéndose, porque, como decía Montaigne, las mentes que no se cultivan producen hierbas disformes. Sin embargo, es quizás en ese hierbazal donde se encuentran las imágenes más poderosas que mejor definen al ser humano. Acaso la naturaleza del espíritu asemeja más a esa selva de formas siempre en busca de una nueva conformación (todo baldío será un edificio), que a un museo de signos muertos. No escapan a esta curiosa exposición, hábitos, vicios, inconsistencias, desdenes, y los más vistosos traumas que componen eso que somos o que no hubiéramos querido ser. ¿Por qué un discurso entre el ensayo y la poesía? Porque nada es más indicado para enfrentar los abismos de lo humano. ¿La razón? Hace tiempo que mostramos su cadáver. Quizás debimos haber dicho: poetizo, luego existo. ¿El antimuseo del espíritu es la poesía? Esperamos así sea. Nunca es tarde para comenzar de nuevo.
Por Leopoldo Lezama