Ernesto Fundora: Un escritor que no se siente escritor

Ernesto, un escritor que no se siente escritor, pero que reivindica su misión en la pluma. Ha desafiado el mundo de las pantallas y ha tenido éxito. Sin embargo, apremiado por imperiosas y oscuras fuerzas se sienta a escribir y sale poesía. No se siente poeta, porque no viene de una familia de poetas, tal vez, aunque su abuelo saludaba a los árboles con el sombrero y decía hablar con ellos.

Conocí a Ernesto antes de conocerlo, porque voces me susurraban su nombre… Parecía alguien que por alguna razón mística iba apareciendo, como un fantasma… Una tarde de 2019, una amiga me invitó a ver el documental que recién estrenaba. Al final de la proyección le conté que yo era hija de Félix Guerra, uno de los testimoniantes en Lezama Lima, soltar la lengua, exquisita producción sobre la vida, obra y relaciones de quien es uno de los más olvidados o desconocidos grandes poetas de nuestro tiempo. La vida me acercó a la figura de Lezama desde muy pequeña, cuando mi padre comenzó a escribir Para leer debajo de un Sicomoro. Lezama fue una especie de tutor intelectual de una generación de cubanos que no era la de Ernesto. Él se acercó a ellos para retratar en tiempo presente al narrador, al erudito obeso, al poeta olvidado, al viajero inmóvil, para romper el mito de lo que no existe.

Entonces Ernesto me regaló Amago, su primer libro de poesía. Y aunque él afirma carecer de la actitud apocalíptica y depresiva del poeta, una figura muy recurrida en la Isla, que ha acompañado al poeta como un karma, sus poemas engendran un desasosiego tremendo. Su poesía fue una daga afilada que me penetraba las carnes al tiempo que el ojo recorría el verso, y me hacía pensar: “caray, qué pomposidad, qué elocuencia tan bien sintaxiada, qué desbordado oficio de no sobrar nada en lo que se quiere decir, y en lo que se quiere que se lea.

Cuando nos sentamos a hacer esta entrevista, perpetuamos un diálogo. Por eso en algunos momentos parecerá que hablamos, porque hablamos.

 

¿Vamos al pasado?

 

Vengo de un seno familiar de grandes conversadores, eso es lo que más me define. Hay una tesitura de elocuencia en mi familia, no siendo una familia letrada.

Lo primero que escribo es poesía. Muy joven: doce o trece años. En Cuba la poesía es fundamental. La música y la poesía son las expresiones más elevadas siempre. Canalizo muchas cosas en la literatura, porque ya me había afectado profundamente el mundo de la lógica y la ciencia —Ernesto es ingeniero—. Esto me ha ayudado para entender la matemática, la codificación lógica que hay detrás de las cosas. Eso siempre me ha acompañado en la literatura. Pero cada vez que me acercaba a un taller o grupo literario, tenía una perspectiva que no encajaba con el canon. Y ahí empezó mi primera conciencia de no profesionalizarme nunca como escritor.

 

¿Cuál es el canon? ¿Cómo ves a un escritor que no eres tú?

 

Agónicos, había que participar de una gran agonística, ser depresivo, víctima de múltiples atropellos, desde los cotidianos. En el terreno de las experiencias amorosas, por ejemplo, había que tener desamores, desencuentros, experiencias fatídicas para que entonces surgieran los grandes poemas. No es que yo no las tuviera, yo las tenía y las traducía y las canalizaba también en el verso. Pero era consciente de que la literatura no podía reducirse a eso, no podía quedarse en el terreno del sentimiento. El sentimiento era un catalizador, un agitador de una ebullición más profunda, donde surgiera un magma más poderoso de saber. Siempre he entendido como las primeras grandes funciones del arte la comunicación y la generación de conocimientos. No hay arte sin hermenéutica. El arte codifica e implica un ejercicio casi extenuante del espectador para descifrar sus códigos.

 

¿Cine y Literatura?

 

Hay vasos comunicantes y puentes que no se ven, pero para mí el mundo de la literatura es todavía más sagrado, y por ser prehistórico lo privilegio más. Yo siento un trance emocional, intelectual, febril, celular cuando escribo que no siento cuando hago cine. Cuando hago cine hay un predominio de la razón con una gran cuota de emoción, pero definitivamente la literatura involucra todas las especias y las reconsidera de una manera más armónica.

Cuando desde tu subjetividad recombinas una palabra con otras y estructuras una idea expansiva de ella, deja de ser una prisión la palabra, se vuelve etérea y se eleva. Aparecen los significantes.

Cada vez que he sentido que estoy en un lugar común, tomo conciencia y partido y digo: aquí estoy en el cliché y aquí poseso. Cuando estoy poseso brotan las cosas inusitadas, la epifanía. Tengo plena conciencia de cuándo estoy escribiendo con la cabeza, cuándo con el alma y cuándo me están dictando.

Aprendí con T. S. Eliot esta forma de privilegiar la inspiración, la emanación y después organizar, porque también la emoción es entrópica, caótica.

El cine tiene, a diferencia de la literatura, esta cuestión tribal: hay que hacerlo en grupo. La literatura es en solitario, es la intimidad, el sosiego, el monólogo interior, el silencio. Porque a veces abriendo espacio a ese vacío, silencio, es que llegan las ideas. Nunca pude escribir en un estado de conmoción profunda, que toque fondo. Yo tengo que esperar a rebotar, a que eso sedimente. Entonces hay, ahí, una etapa en que ni ha desaparecido la emoción ni está en su momento más furibundo… Sale la idea.

El cine es impactar, demostrar, espectacularidad, seducción, hechizar, entrampar, meterte en mi válvula, en mi burbuja imaginaria. Hay una parte de sometimiento, el cine es un diálogo de poder. La literatura es más un medio, no un fin; no domino nada, solo tengo la capacidad de dominar una herramienta, el lenguaje, y desde la razón, tratar de darle una complexión, desde o fuera del canon, que llegue de una forma más emocional, intelectual, partícipe de ambas razones. Porque la emoción también es una razón, es una codificación hormonal, una respuesta hormonal.

¿Qué hubiera escrito, Ernesto, si se hubiera quedado en Cuba? ¿Hubiera seguido los senderos de tu libro de cuentos El perpetuo envés?

 

No sé. Me cuesta trabajo el hubiera. Yo sabía que me tenía que escapar de las fauces de ese monstruo. Porque hasta en su afecto, hasta en su ternura, había monstruosidad y yo lo percibía desde joven. Escribí El perpetuo envés porque tenía que inventarme una puerta de emergencia, una salida, un asidero. Tenía que escapar, tenía que inventar una extraterritorialidad en el espíritu. Cuba no es un país en el que tú puedes echar a caminar y pasar una frontera. Hay un muro que es el mar. Y así empieza el libro: “Quién encerró con puertas la mar” (Libro de Job). Ese era mi primer desafío, estaba loco por irme de Cuba y no lo conseguía. Fue mi forma de viajar.

 

En “Epímone del viajero ilegal” ya parece que fuiste ese viajero, ya eras un viajero inmóvil, hay un sentimiento de exilio anticipado. 

 

Porque yo estaba obsesionado con eso. Y la epímone responde a la figura reiterativa, que se repite como un círculo vicioso. Esa, creo, es una de las grandes maldiciones karmáticas de Cuba, el siempre lo mismo.

 

No recuerdo un escritor cubano que con esa edad escribiera con tal intensidad. El escritor debe tener un imaginario para saber vivir en el mundo de la fabulación, que no es sencillo y que no suele alcanzarse tan pronto.

Fíjate algunas cosas que fui señalando mientras te leía: desesperación, catarsis, poesía, historia, fracaso versus fe, el mar otra vez frontera y cárcel. Dices: “habremos huido ya por fin del hombre y por eso son los monos quienes nos saludan en el zoológico”… Me recordó a aquel verso de Miguel Hernández: “el hombre acecha al hombre”, tan grande y terrible.

 

Los escritores lo que te dejan son esas frases, versos, ese pequeño párrafo, esas oraciones sintéticas, aforismos. “He recorrido todos los caminos del hombre y todos conducen a la muerte”; cuando lees esa frase de Victor Hugo, empiezas a entender por qué el hombre está atrapado en el tánato, por qué el hombre es un ser trágico, por qué tiene que inventar el gobierno provisional de la alegría, como decía Ramón Fernández Larrea.

 

Amago es un libro intestinal, que busca la belleza en la forma de decir, un libro agónico, sufrido…

 

En Amago hay más madurez. Escrito entre los dieciocho y los treinta y tres años. Implica la experiencia exiliar y mirar un problema desde lejos. La demasiada cercanía de las cosas altera los contornos. Esa es la condición exiliar, la contemplación extracorpórea de la que hablan los místicos. Salirte del yo. Tener una misión más coral.

 

Este texto que le dedicas a tu hermano, “Sobrevolando el sitio que el nacimiento te asigna”, me parece desgarrador.

 

¡Este tema de la nostalgia! Siempre estamos ahí como una especie de ave ponzoñosa, como zopilotes, o como roedores, viendo a ver qué encontramos. Cuando ya no queda nada, cuando hay deshechos, cuando hay carroña, de la carroña hay que sacar, hay que revolcar la vísceras y sacar lo mejor. Alimentarte incluso de eso. Sobrevolando el sitio que el nacimiento te asigna. Y es un proceso en el que estoy siempre. Yo todos los días pienso en Cuba, todos los días. Y varias veces. No es algo periférico. Como todos los días también pienso en México ya. Es una condición inevitable.

Estoy parado sobre mi pasado. Mi presente también está condicionado por mi pasado, a veces es una ruptura con mi pasado, a veces es una omisión, a veces es una superación o trascendencia de mi pasado, pero ahí está como referente. No puedes escapar de lo que fuiste.

 

¿Qué pasa entre Amago y La acrobacia del salmón?

 

En Amago todavía hay un poco más la necesidad del tamiz del sentimiento. Y de que la emoción resuelva cosas. Hay más erizamiento, más estímulo conmovedor. En La acrobacia del salmón hay sosiego, reposo; una mirada desde los años que empieza a pesar.

El salmón es un animal que se debate entre un destino, una meta sagrada, cifrada en sus genes: regresar por el mar, por el mismo afluente, hasta su origen, donde nació, y allí depositar su progenie… Misión que no puede anular. Pero hay múltiples formas de acometer esta travesía. Se puede ser un salmón que perece al inicio de la travesía en la boca de un oso, o un salmón que heroicamente llega a su destino y acomete la misión de una especie. Ahí estamos hablando de los grandes ideales y de las grandes obras de los humanos. Tenemos una misión, cada uno de nosotros. Tenemos una misión coral, y una misión terrícola, e intergaláctica, y tenemos una misión cosmogónica, y una cuántica. Probablemente seamos los fotones de un universo cuántico más complejo.

¿De qué misión se siente responsable Ernesto Fundora?

 

Ejercer la condición humana de forma digna, honorable. Lo más cercano posible al paradigma de excelencia, justicia, de generar bienaventuranza, y de promover a través del desarrollo de un oficio, de una profesión y de un conocimiento el contagiar a los demás con una información, trasmitir un mensaje, darle continuidad a una sabiduría que va desarrollándose de generación en generación y de milenio en milenio. No es que uno deba tener la gran misión, porque uno no es un avatar como Buda, como Jesús. Pero desde tu particular existencia y en las inmediaciones de tu radiación, tratar de comunicar los mensajes que le han permitido a esta humanidad su sobrevivencia, su alegría, su perdurabilidad, su sustentabilidad.

—Ernesto lee—

Dejad que los ríos sean ríos

Que la barca gire a la deriva

Y que el salmón encuentre,

En su acrobacia de impecable tesón,

La boca afectuosa de algún oso.

 

(La acrobacia del salmón, 2019)

Hay un destino trágico al final. La meta es el olvido, la meta es la muerte también. Pero busco lo honorable… Hay formas y formas de morir.

 

¿Te preocupa la posteridad?

 

Claro, esa es la matriz de todo idealismo. Es la lucha, la batalla denodada en la conquista de un destino. La posteridad es un destino, una utopía.

Somos para los otros. Todos estamos en un ciclo concomitante. Y todos estamos integrados en una misión común. Me interesa que algo de lo que hice pueda dejar una huella para futuras generaciones o para el hombre del mañana. Si un individuo se salva con un verso mío, ya creo que estoy complacido, que aporté algo, que soy ese salmón que se sacrifica en ser fuente de alimentación de un oso.

 

Por Gabriela Guerra Rey

 

Written by Gabriela Guerra Rey

Escritora y periodista cubano-mexicana. Reside en México desde 2010. Autora de "Bahía de Sal", premio Juan Rulfo a Primera Novela 2016 (Huso, España, 2017 y Huso-Hiperlibro, México, 2018). Recientemente publicó "Luz en la piel. Cinco voces de mujer" (Huso, España).

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