El cine como danza

Durante el siglo XX, en Europa y en América, la danza fue objeto de numerosas metamorfosis. Evolucionando de forma paralela a las renovaciones del resto de la escena europea, sus procedimientos han servido de apoyo para el conocimiento de otros. Loïe Fuller incorporó, a finales del siglo XIX, la interacción de varios elementos: la luz, el color, la música y la danza. Émile Jaques-Dalcroze creó un sistema basado en la combinación de sonidos y pensamientos, articulados en un método que potenciaba la musculación y el ritmo y que, además, influyó en la danza, la música y el teatro. Bailarinas coreógrafas, como Isadora Duncan y Martha Graham, ayudaron a conformar definitivamente los pasos esenciales de la danza contemporánea. Creadores escénicos de la talla de Edward Gordon Craig y Adolphe Appia consideraban que la obra de teatro debía apoyarse en la imagen y en el ritmo, mientras que Antonin Artaud abogaba por la importancia de una gestualidad pura aplicada a un modelo casi ritual del teatro inspirado en la danza balinesa. La danza, entonces, se alimentaba del teatro y el teatro de la danza. Pese a que no fueran ajenas una esfera a la otra en períodos anteriores, es a partir de los trabajos de Pina Bausch cuando se acuñó popularmente el nombre de teatro-danza a sus resultados y las dos disciplinas coincidieron definitivamente. De esta manera, el cuerpo se convierte en un complejo resorte donde tienen cabida todos los movimientos posibles.

El cine no queda al margen del hecho escénico. Los estudios del movimiento desde finales del siglo XIX y principios del XX abren la puerta a posibilidades de diverso signo en los núcleos artísticos de París, Berlín o Moscú. En estos años se produce un enorme interés por la imagen, y las artes escénicas se sienten inmersas en esta vorágine, fruto de intentos precedentes, como las ideas de un «teatro total» de Wagner y el teatro de signo simbolista. Pero no es sino a partir de Kandinsky, cuando este «teatro de imágenes» adquiere una sólida continuidad. José Antonio Sánchez, en su introducción a La escena moderna. Manifiestos y textos sobre teatro de la época de las vanguardias (Madrid, Akal, 1991), señalaba lo siguiente:

 

El teatro de imágenes en sentido estricto fue producido o al menos proyectado por Kandinsky (La sonoridad amarilla) y Schönberg (La mano feliz), Giaccomo Balla (con su ballet sin actores para Fuegos de artificio, de Stravinski), Prampolini y Depero (con su teatro de marionetas y arquitecturas móviles), Apollinaire, Cocteau, Léger y Picasso (en sus colaboraciones con los ballets rusos y los ballets suecos), Schwitters (con su teatro collage Merz), Kiesler (con sus escenografías articuladas y sus teatros utópicos), Oskar Schlemmer (con su ballet triádico) y Moholy-Nagy y otros miembros de la Bauhaus, que proyectaron escenografías, fiestas e incluso nuevos espacios teatrales.

 

La obra cinematográfica vanguardista de Rene Clair, Hans Richter, Marcel Duchamp, Sergei Eisenstein, Fritz Lang, Man Ray, Luis Buñuel, Fernand Leger, Dziga Vertov, por citar algunos nombres, también interactúa con el teatro y con la danza en un sentido moderno, ya que pretendía transmitir, al margen de lo que se cuenta, una percepción del movimiento donde no hace falta sino el ritmo, el gesto y la imagen dinámica. Pero esta idea también la hizo suya el futurismo, en 1916, en su manifiesto La cinematografía futurista. Sus postulados trataban de reflejar las imágenes dinámicas de la vida contemporánea. Por otra parte, directores como Meyerhold incluyen proyecciones de cine en la escena teatral. The Jazz Singer, de Alan Crosland, abre paso al cine sonoro, en 1927, y el séptimo arte inicia un nuevo camino, ya que adquiere otra dimensión muy distinta y los autores de vanguardia comienzan a no ver en esta nueva vía la poeticidad propia de los experimentos anteriores de los autores expresionistas alemanes y vanguardistas franceses, italianos y rusos.

El cine mudo podía presentarse con una música, interpretada en directo con un piano. La combinación de estas dos artes potenció el desarrollo de un nuevo concepto de movimiento. El espectador podía disfrutar, antes que del argumento, de los gestos, de la expresividad, de las sensaciones, de los efectos ópticos, en silencio, en el espacio «íntimo» y oscuro de la sala. Una nueva forma de observar el cuerpo humano era descubierta por el espectador, más distanciada, más objetiva. El arte se volvía relativamente más científico, aunque sin perder su misterio. La imagen, la metáfora, las relaciones entre objetos insólitos, caras, todas ellas, de un mismo concepto, adquirían una importancia inusitada en un período raras veces repetido en la historia del arte.

El siglo XX potenció el concepto «imagen», una imagen de todas las cosas, y la necesidad de mirar en la oscuridad. El cine ofrecía, entonces, la posibilidad de mirar sin ser observado. El cine mudo proponía a los artistas de vanguardia un campo de libertad, casi tan íntimo como el de la creación. Cuando el espectador se entregaba a la imagen de la película, a la música en directo, se pudo comprobar, ya entonces, que su mente activaba registros de la imaginación ignorados hasta aquel momento.

El ser humano de aquel siglo no descubrió la imagen, pero sí que se entregó a ella como nunca antes se había hecho. El cine se convirtió en la llave para entrar dentro de un mundo que, en gran medida, solo estaba reservado a las artes plásticas. El cine materializó esta imagen y le dio dinamismo, además de propiciar una nueva manera de hacer literatura: la visual. Y quiso incorporar esto a todas las artes. Así que se produjo una reacción a la inversa: el teatro, la danza, la poesía, la narrativa, la música, la pintura, etc. se convirtieron en cine. Y la tecnología aplicada al arte adquirió un enorme protagonismo, porque se puso al servicio de lo visual. El ser humano moderno adquirió progresivamente una nueva educación de la mirada a través de la fotografía, del cine, y, más tarde, de la televisión, del vídeo, del dvd, del ordenador, de internet, de los teléfonos móviles, etc. Todos estos medios lo han dotado de un conocimiento mucho más amplio que el que tenía en sus inicios, hasta el punto de que es difícil concebir la vida contemporánea sin ellos. Hoy la mayor parte de lo que está al alcance de cualquiera tiene un desarrollo tecnológico dirigido hacia lo visual. Pero también hacia lo sonoro. La imagen y el sonido podrían ser los dos grandes objetos del arte contemporáneo que con mayor proyección fueron desarrollados artísticamente durante el pasado siglo.

La profunda impronta poética, con una nueva perspectiva del movimiento y, por ende, de la danza, perteneciente a los primeros trabajos experimentales del cine mudo, se perdió en gran medida con la aparición del sonoro y el crecimiento de una industria que producía historias de entretenimiento, una nueva narratividad. Pero la forma de mirar el movimiento de estos principios del cine se recupera a través de varios proyectos que surgieron a partir del decenio 1980 y continuaron a lo largo de las décadas siguientes, en donde se filma dando una enorme importancia al movimiento, al cambio, a una danza natural, en un sentido amplio. Bajo esta perspectiva, vale la pena señalar varios ejemplos significativos: las películas Koyaanisqatsi (1982), Powaqqatsi (1988), Naqoyqatsi (2002) y Anima Mundi (1992), todas dirigidas por Godfrey Reggio, así como Atlantis (1991), de Luc Besson, y Baraka (1992), de Ron Fricke.

Pero parece importante detenerse en una idea en la que no se suele reparar cuando se habla de estos temas. Cuando se alude a filmar se hace referencia a representar el mundo, a transformarlo, a armarlo de nuevo, a reconstruirlo con la mirada, en definitiva. Cuando se filma esta forma de movimiento hay que remontarse no a la modernidad, sino al principio de los tiempos. Eso es lo interesante. Y es probablemente el concepto «cambio», propio del taoísmo, el que mejor podría identificar este proceso que refleja indiscutiblemente los ritmos de la humanidad y su entorno. Cuando el ser humano, hace varios miles de años antes de Cristo, llegó a comprender este camino, como se ha señalado, y lo desarrolló a través del taoísmo, inició un largo recorrido de conocimiento que continúa hasta hoy. El cine, en el siglo XX, por su propia naturaleza, hizo también suya esta realidad. Al filmar los cuerpos y los seres que pueblan el planeta, se hizo partícipe de dicha idea. Esta forma de entender el séptimo arte se aproxima a los mismos principios que motivaron la existencia misma de la danza. Cuando el ser humano comprendió la importancia de las distintas fases del movimiento en el espacio, las sometió a un proceso de racionalización, en gran medida, a través de la danza. Por ello, los filmes citados son una viva muestra de la búsqueda de la unión de estas dos modalidades artísticas que encierran uno de los grandes conceptos universales, el único que, quizá, no tenga posibilidad de réplica: el cambio. Y, en realidad, constituye el concepto más poético que existe, el más emblemático para definir la naturaleza humana.

Se puede afirmar que, si bien el cine encierra la idea de imágenes en movimiento, la danza representa una cierta racionalización del cambio. En los dos ámbitos, como se puede comprobar, confluyen la concepción de un arte donde se relacionan el movimiento en el espacio y la sucesión de imágenes por parte de quien observa tras el objetivo. La danza se convierte en cine porque existe una forma que observa el dinamismo de los cuerpos, cualquiera, en este caso la presencia de una cámara que filma. A su vez, el medio tiene su lenguaje propio que desarrolla a lo largo de su corta existencia. Por eso, los diferentes soportes se vuelven imprescindibles para desarrollar una técnica adecuada y, en definitiva, una concepción del mundo igual de ilimitada que la de otro medio artístico. Si este es el mecanismo, los contenidos que proporciona el mundo no poseen medida. Pero parece interesante citar algunos ejemplos en el cine, donde se deduce que se regresa a una concepción vanguardista y enormemente poética, y donde el montaje adquiere vital importancia. Dichos ejemplos son las películas Koyaanisqatsi, Powaqqatsi, Naqoyqatsi, Anima Mundi, Atlantis y Baraka, a las que he hecho referencia más arriba.

Si bien en Koyaanisqatsi, Powaqqatsi, Naqoyqatsi y Baraka se representan todos los procesos realizados por el ser humano para adaptarse y comprender el cambio en sus diversas manifestaciones («vida desequilibrada», «vida bruja» y «vida asesina», en hopi las tres primeras; y «esencia de vida» en sufí la última); en Anima mundi y Atlantis se centra la atención en los mundos animal y vegetal, en términos amplios, en sus diferentes ámbitos terrestres, marinos, aéreos. Se unifican, por tanto, la imagen y el movimiento natural, junto a la música de Philip Glass (Koyaanisqatsi, Powaqqatsi, Naqoyqatsi y Anima mundi), Eric Serra (Atlantis), Michael Stearns, Dead Can Dance, David Hykes, The Harmonic Choir, Somei Satoh, Anugama y Sebastiano, Kohachiro Miyata Inkuyo y L. Subramaniam (Baraka). Estos filmes relacionan, entre otras cosas, de manera expresa, temas como la violencia, la transformación del planeta o las consecuencias de las guerras contemporáneas, y coinciden en la pasión por el cambio y la vida, por una concepción autónoma que reconstruye, como digo, la imagen del mundo a través de su movimiento esencial y natural.

 

Por Roberto García de Mesa

Written by La Mascarada

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