—¿Qué sentido tiene vivir aquí? —Fue mi primera pregunta.
El farero vivía completamente solo en una isla que había sido arrasada por todas las desgracias posibles: terremotos, sunamis y las recurrentes tormentas de un mar considerado abismo de los barcos fantasmas. Muchas leyendas habían hecho circular por aquellas aguas viajes de descubrimiento, marinos impenitentes y pescadores de cabotaje que salieron tras la ballena y de los que nunca más se tuvieron noticias. De hecho, mi atrevimiento de llegar a visitar al último de sus habitantes fue considerado por mis conocidos una locura ejemplar. Pero ¡qué historia grande podría darme este hombre! La presión de lo insólito pudo más que cualquier precaución.
Lo más curioso de Isla Sacra es que incluso el faro había sido arrancado por los vientos de una tormenta que lo encontró al descampado, sin nada más que llevarse. Aunque era la hora de encender sus luces, el farero había salido de la farola por una urgencia innombrable, y tuvo la suerte de sobrevivir. Yo quería que me contara cómo. Los habitantes de la isla se habían ido todos, o muerto todos. Pese a que una estirpe había insistido en quedarse y desafiar la mala suerte de aquel archipiélago, el paso del tiempo fue voraz sobre el destino de sus hombres.
Ismael, así se llamaba mi personaje, quien a falta de faro al anochecer encendía una fogata al rojo para alumbrar a los navegantes. Estaba consagrado a la tarea indetenible de su vida, y era incapaz de desprenderse de esa rutina de viejo hombre de mar.
—Yo ilumino a los marinos, joven, y ese oficio será siempre imprescindible en las orillas de los océanos, ¿no cree?
Imposible desmentirlo. Yo creí todo lo que me contó esa noche y a la mañana siguiente, aunque luego El diario me obligó a poner cada palabra en duda, incluso, la cordura del farero. No fue el trabajo que yo esperaba, pero Ismael me destajó su vida entera, atado al vaivén lentísimo de las horas en una noche de aguas tranquilas, sin mucho más qué hacer hasta la noche siguiente. Pasamos la madrugada junto a la espuma, y el salitre aderezó su historia, como cuando la salsa picante cae sobre un pescado horneado virgen. Las horas se sumergieron bajo sus palabras, y comprendí que tenía razón: su labor sería eternamente imprescindible.
Ismael había logrado preservar entre sus carnes turbias de intemperie la pureza de los que viven anclados al oficio de servir. Había puesto en las largas noches oceánicas toda su virtud, y había gastado la vida cuidando una isla que estaba seguro algún día volvería a poblarse y ser paso de navegantes y piratas. Su partida hubiera significado el fin de esa remota posibilidad, la disolución de la esperanza, la muerte definitiva de un futuro para Isla Sacra.
Devenido un Robinson, Ismael había aprendido a conservar la vida entre las rocas, recibía a las aves migratorias en el invierno de otros lares, y también para ellas tenía un fuego siempre encendido.
—¿Volverá a haber un faro?
—Donde la esperanza vive, hijo mío, hay siempre un faro —me dijo, y comprendí que no necesitaba al centinela de piedra para abrir una brecha entre el presente desierto y el destino promisorio.
—¿Nos veremos de nuevo? —Fue mi última interrogante, retórica, casi melancólica.
—Regresarás siendo un turista y te dará orgullo haber creído en Isla Sacra. Nos presumirás entre tus conocidos.
Mientras me echaba al calmo mar en mi barca, pensé que Ismael estaba esperando a ser rescatado de ese naufragio que es la vida, aunque no sabía cómo pedir socorro. Pero al alejarme, cuando ya la noche solapaba los miedos del mundo, distinguí las primeras llamas de su hoguera, y supe que el único náufrago de aquella historia era yo, condenado al temblor de las olas, al bregar sin puertos, a la búsqueda de una ballena que jamás existió.
Por Gabriela Guerra Rey