El farero

Era farero desde los años veinte, y había nacido con el siglo. A finales de los sesenta, cuando esta historia ocurre, ya había escuchado demasiadas veces la misma frase: “Toda la vida”, solían decir, con razón, los escasos visitantes que recibía en la isla. Decirle isla es una manera torpe de llamarla, porque aquel espacio rocoso junto al mar, apartado del mundo, no tenía más de dos kilómetros cuadrados de superficie, y no toda era transitable.

El gobierno había instalado aquel centinela a mediados del siglo XIX. Una profusión de leyendas truculentas terminaron por darle el nombre de Faro de los ahorcados y, por supuesto, Isla de los ahorcados. Cuando a nuestro protagonista le propusieron el trabajo, nadie más quería ir allí. Unos decían que, antiguamente, en el paso de barcos entre el norte de África y el litoral valenciano, los piratas apresados eran colgados del faro, a la vista, para que sirvieran de escarmiento a los filibusteros del mar Balear, quienes buscaban hacerse con las riquezas que transitaban hacia y desde el puerto de Ibiza. Los condenados de viejas guerras fueron llevados también allí. Por alguna misteriosa razón, sin que pudiera identificarse a nadie como verdugo, muchos cuerpos “fueron avistados” —eso decía la gente—, colgando del cuello roto sobre la torre del guardián marítimo. Se presumía, además, como un sitio ideal para quitarse la vida, porque fue siempre tierra de nadie.

El farero, cuyo nombre nadie recordaba entonces —ahora búsqueda imposible—, aceptó el trabajo. Él era ya un hombre solitario. Su familia había muerto en el segundo año de la Primera Guerra Mundial. Al terminar esta, había propuesto matrimonio, aunque no tenía un peso, a una chica que le respondía amor con sus ojos azules, y que un día partió en un barco con su familia sin decir adiós. Era de Valencia, pero en las cuatro décadas que llevaba encendiendo el faro maldito nunca echó de menos su tierra.

Un día llegó a la isla una gaviota corsa, y con ella un amor, del que salieron huevos y nacieron polluelos. Como eran los únicos seres vivos con los que pudo tener un intercambio decente, los protegió del viento, les llevó de comer, y cuidó los huevos primero, y a las crías después, como si fueran hijos propios. Las gaviotas se quedaron a residir en las orillas llenas de peces, donde el hombre les resultaba amigo. Al final de esta historia vivían en las escolleras cientos de parejas de gaviotas corsas, que solían ofrendar parte de su caza diaria al joven que se hizo viejo mirando el mar.

Una vez, atraído por las historias exóticas, llegó un periodista a verlo. El viejo lo recibió, como recibía a todo el que tenía el valor de acercarse a sus breves costas. Le contó que se fue a vivir a la Isla de los ahorcados, que en realidad se llamaba isla de Es Penjats, porque amaba el mar y le gustaba reflexionar en soledad. Se lo dijo como algo normal, como a quien le gusta montar a caballo o pasear por la alameda los domingos. No le parecía el mundo un lugar seguro, y allí, si tenía que enfrentarse a alguien, sería a las ánimas. Pero aseguraba no haber visto un muerto en los cuarenta años de trabajar en el faro. Muchas cosas había visto y vivido, incluso en su voluntario destierro, pero ninguna se parecía al fallecimiento de otro hombre. Él siempre tuvo la posibilidad de regresar, le explicó al periodista, pero no le interesó. Como quien intenta dejar de fumar, postergaba la partida para el siguiente año, a la espera de tener verdaderos deseos. Y así pasaron largos lustros por los perfiles de aquellas rocas y por su piel.

Al islote se podía llegar en botes con motor o pequeñas pinazas, pero solo cuando el mar estaba tranquilo. Una vez al mes le mandaban suministros, y el resto lo completaba con un pequeño huerto que él mismo cuidaba, y que daba poco más que plátanos y algunos cereales, a los que luego no tendría que poner sal a causa del drenaje salobre que inundaba el suelo curtido de las orillas. Entre los pedidos venían libros, decenas de libros. Era un gran devorador de historias. Tenía un gusto exquisito, su salario lo gastaba en eso y en algo de ropa. Un par de veces al año abandonaba la isla e iba a tierra firme. Entonces visitaba a una hermana enloquecida por la guerra y la orfandad, recluida en un manicomio del pueblo donde nació. Ella de todas formas no lo reconocía. También iba a ver a su amigo, su único amigo, que era librero y en su honor había llamado a su negocio “El faro del ahorcado”. Esto le dio cierta fama y como no le iba mal, la mitad de los libros que consumía al año —muchos—, se los regalaba. Con él se mantenía actualizado de la única cosa que seguía con atención en el mundo moderno, la publicación de nuevas obras, sin dejar de consumir eternamente los clásicos. Pensaba que nada sustituiría jamás a los clásicos. A veces sentía haber leído todo. Sin embargo, esa fue la época del llamado Boom Latinoamericano, la era en que nacieron los más grandes novelistas y cuentistas del Nuevo Mundo, suceso que revolucionó excepcionalmente sus lecturas y pesimismo sobre el fin de las novedades. En 1966 cayó en sus manos un ejemplar de Ficciones, de Jorge Luis Borges, aparecido en 1944, incluso antes del recién descubierto Boom. El farero se sintió abrumado con la experiencia, diferente a todo, tan honda, cruel y alucinante a la vez. Entre los grandes cuentos del argentino, se obsesionó especialmente con “El milagro secreto”. Este cuenta los últimos segundos de vida del escritor checo Jaromir Hladík, fusilado por la Gestapo. Se supone que Dios le concedió un año para escribir su obra mayor, el drama Los enemigos. Terminado el año en la historia, habían pasado solo segundos desde que lo llevaron al paredón y las balas cayeron sobre él. Permitiéndole no solo acabar su labor, sino desafiar el tiempo.

El farero llevaba meses meditabundo cuando el periodista lo regresó de sus cavilaciones. La única cosa importante que le faltaba hacer, después de haber criado a las gaviotas, iluminado a los marineros, leído todo o casi todo y reflexionado sobre la vida y sus largos abismos, era escribir, él también, su obra magistral y única. Ahora se sentía listo.

La entrevista salió publicada en un par de periódicos, pero el farero nunca la leyó. Desde entonces, descuidó el huerto y comenzó a escribir sin descanso. A los meses de llenar cuartillas, se dio cuenta de que envejecía aceleradamente. A medida que la historia pasaba al papel, las carnes se le marchitaban. Sin embargo, su lucidez era conmovedora. Pasó dos años enfrascado en su obra maestra. Y cuando le faltaba solo el final, guardó las hojas amontonadas y se sentó a mirar el mar. Comprendió que la última línea de su novela correspondería a su postrer suspiro. Trató de escarbar en su alma si realmente era esto lo que deseaba, y se dio cuenta de que no había escapatoria, que cualquier otra opción había quedado atrás hacía mucho tiempo.

Entonces se fue a la casa del faro y entintó el final. Sin avisar a nadie, se colgó de la cuerda que atravesaba la torre blanca con franjas negras, para hacer verídica la leyenda de los ahorcados.

 

Por Gabriela Guerra Rey

 

Written by Gabriela Guerra Rey

Escritora y periodista cubano-mexicana. Reside en México desde 2010. Autora de "Bahía de Sal", premio Juan Rulfo a Primera Novela 2016 (Huso, España, 2017 y Huso-Hiperlibro, México, 2018). Recientemente publicó "Luz en la piel. Cinco voces de mujer" (Huso, España).

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