La rotura

Cuando estudiaba Comunicación Social entré a trabajar en una bodega. Era un buen trabajo, pero el sueldo no me alcanzaba para llegar a fin de mes. Bah, el sueldo nunca alcanza en este país. Lo mejor de ese trabajo era que nos regalaban vino. La “rotura” le decían, porque eran productos que la empresa de logística devolvía cuando se les caía alguna caja y quedaban botellas enteras dentro, pero manchadas. Así no se podían vender y entonces se repartían entre todas las empleadas y empleados. Tenía una cajita debajo de mi escritorio donde las iba guardando y me las llevaba de a dos o tres, porque no tenía auto. Algunas las regalaba para quedar bien con familia, amigas o chongos.

En las oficinas de la empresa éramos pocas personas, unas diez u once. Había dos grupos bien marcados: las empleadas que hacíamos trabajo de escritorio y los vendedores. Ellos eran cinco, todos varones. Iban a la oficina solo un día a la semana, para tener reuniones de ventas. El resto de los días, “hacían la calle” para levantar pedidos, cobrar o llevar muestras de vinos. Con mis compañeras conspirábamos sobre lo que hacían en su tiempo fuera de las cuatro paredes de la oficina.

―Esteban duerme la siesta, no me jodas ―decía Bibiana―. Llamalo ya, ¡hacé la prueba! Seguro que te atiende con la baba chorreando.

Podíamos pasar horas enteras haciendo suposiciones sobre lo que hacían y lo que no hacían los “ejecutivos de cuentas”, como le gusta decir a la jerga corporativa. Porque tampoco trabajábamos tanto. O éramos tan eficientes que en pocas horas ya teníamos todo terminado y nos quedaba tiempo para pintarnos las uñas, imprimir fotos de hombres con cuerpos trabajados y pegarlos en los escritorios de las otras o salir a comprar tortas y helado. El caso es que nos lo pasábamos bomba.

Una mañana llegué a la oficina y vi que me faltaban dos botellas que estaba segura que no me había llevado. Las venía reservando para una salida con las chicas, así que no podía dejarlo pasar. Teníamos todo listo: Inés estaba a cargo del postre y le pidió a su mamá que le hiciera una torta de manzana. Laura iba a cocinar empanadas. Yo llevaba los vinos. A Bibiana le tocaba lavar los platos. Y teníamos porro. Yo lo había comprado unos días antes. Le pedí a un amigo que me acompañara a buscarlo y después lo íbamos a repartir en partes iguales. Esa tarde se desató la peor tormenta del año. Lele me pasó a buscar por casa.

―¿Vamos caminando? ―me dijo―. Son siete cuadras.

―Mmm no sé, me parece que se viene una tormenta.

―Dale, vamos. De última nos mojamos.

―Bueno, dale.

―¿A qué hora quedaste con Rita?

―A las siete.

―¿Y es bueno?

―¡Obvio! Lo probé en la fiesta del Rulo. Vos estabas. Esa que fue en el quincho. Se largó a llover mal. Entró agua por el techo. ¿Te acordás? Tuvimos que cortar todo para sacarla.

―¿Y pega?

―Pffff. Rita tiene el mejor porro de la ciudad, nene.

Cuando llegamos a lo de Rita empezó a llover y Lele me dijo que era mi culpa por contar la historia del quincho, porque soy piedra. Tuvimos que esperar dos horas hasta que parara. Rita era una malhumorada, tenía cuatro pibes y estaba gorda. Había quedado viuda y su hermano la metió en la venta de marihuana para ayudarla. Él vivía en Torcuato y se encargaba de las plantas. Ella hacía la distribución en Capital. Nos dio un frasco de Nescafé lleno, le pagamos y se sentó en el sillón a ver la tele. Los pibes corrieron por toda la casa y jugaron a las piñas. Ella no dijo nada. Cuando la tormenta paró un poco le hice una seña a Lele para que rajáramos de ahí.

Ese día ya había conseguido todo lo que necesitaba para la cena con las chicas. Con el porro recién comprado y las botellas de vino de la oficina estaba hecha. Por eso me rompió soberanamente la organización que faltaran los dos vinos. Pensé que quizás me había equivocado y los había llevado a mi casa, justamente, para evitar esto que ahora me estaba pasando. “Quizás los metí en la mochila y me olvidé de haberlo hecho”, pensé. Era raro, pero no le di mucha importancia. Elegí otros dos y listo.

A la semana siguiente, Laura me dijo que le faltaba una botella de malbec que había separado para llevarse a un asado. Empezamos a sospechar cuando Inés comentó que no encontraba el champagne que le iba a regalar a su viejo para el día del padre. Decidimos armar un plan para encontrar al culpable. Confeccionamos una lista de sospechosos en la que entraban los cinco vendedores y el portero del edificio. Lo sumamos porque Bibiana remarcó que siempre estiraba el cuello para espiar si veía que teníamos alguna botella en una bolsa o nos llevábamos una caja. Compramos una pizarra de corcho con algo de plata que quedó en la caja chica y armamos como un mapa con fotos e hilos rojos, tipo FBI. Cada sospechoso tenía un motivo. Estudiamos sus movimientos por unos días. Los jueves al mediodía Laura tenía inglés, pero esa semana faltó y fue a la casa de Esteban a espiar desde la vereda de enfrente. Descubrió que dormía la siesta, con la jefa. De los vinos, no pudo averiguar mucho.

Decidimos que era mejor probar con algo extremo. Compramos dos frascos de laxante líquido y lo inyectamos en algunas botellas, a través del corcho. Y esperamos.

Al lunes siguiente, salimos a comer todas juntas, mientras los vendedores tenían su reunión. Cuando volvimos, había una ambulancia en la puerta. Subimos corriendo por las escaleras. Nuestra jefa había sacado algunas botellas para almorzar con los ejecutivos que después nos las pensaba reponer. Se agarraron una descompostura tal que tuvieron que llamar al SAME para que les diera algo que la cortara. Los dos baños de la oficina quedaron fuera de uso. Le echaron la culpa a las empanadas e hicieron clausurar el local. El caso salió en TN porque Esteban tenía un contacto en la producción y estaba indignado de que le hubieran arruinado la siesta con la jefa.

Ese día, nos quedamos un rato más con Inés para deshacernos de la evidencia. Le dijimos a la jefa que teníamos que hacer tiempo para ir a un recital. Íbamos a vaciar en la cocina las botellas pinchadas. Pero no nos acordábamos cuáles tenían laxante y cuáles no. Así que tuvimos que tirarlas todas. Cuando estábamos a la mitad, los caños hicieron un ruido raro y salió un olor a mierda terrible. Ordenamos todo rápido, bajamos y dejamos las botellas cerradas que quedaban en una caja en la calle, al lado del contenedor negro.

―Espero que al portero no se le ocurra llevárselas ―dijo Inés.

―Si falta la semana que viene, ya sabemos por qué fue ―le respondí, mientras caminábamos a paso firme hasta la avenida.

 

Por Mavi Massaro

Written by La Mascarada

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