Cuando comencé a planear mi aventura oaxaqueña, la gastronomía típica del lugar figuraba entre los primeros puntos de interés. Después de una semana en la tierra que vio nacer a Rufino Tamayo, he estado tentada a declarar ese punto de interés como el único, o cuando menos el más importante. Y mire que me he procurado un poco de todo: tlayudas, memelas, mole negro y amarillo, tasajo, tamales y hasta un festín de cerdo en el poblado de Zaachila, del que no me he podido recuperar del todo. Para mi sorpresa, lo que más he disfrutado de la maravillosa cocina oaxaqueña fue lo más sencillo, fresco y nutritivo, es decir, los jitomates criollos.
Según el diccionario Larousse Cocina, el jitomate criollo es aquel que adquiere diferentes formas; a veces como riñón y otras como un gajo, y en el mejor de los casos parece un tomate deforme. Es muy apreciado en los mercados de los Valles Centrales de Oaxaca y del Istmo de Tehuantepec. De sabor exquisito y delicado, es muy jugoso y rojo, y se utiliza como el jitomate común.
Conocido en el náhuatl clásico como xītomatl, xīctli (ombligo) y tomatl (tomate), y en el lenguaje científico como Solanum lycopersicum, el tomate o jitomate, como usted prefiera (aunque en sentido estricto jitomate sólo debe utilizarse para hablar de variedades de tomates grandes, rojos), es una planta originaria de América. Su origen se ha localizado en las costas de Perú y Ecuador, no obstante, es México quien se considera su centro de domesticación. En nuestro país existen cientos de variedades de jitomate, por desgracia, tenemos acceso a muy pocas.
Los jitomates criollos, también conocidos como silvestres o Heirloom, son comunes en los mercados oaxaqueños. Así, a primera vista, sobresale el llamado “jitomate riñón”, el cual da la apariencia de tener una suerte de gajos y una forma alargada. Son curiosamente imperfectos, muchos muestran algunas heridas sobre su suave corteza, ya que la mayoría provienen de cultivos orgánicos. En las canastas de las marchantas también encontraremos los tipos saladette, bola y cherry en diferentes formas y colores.
Ciertamente, la tendencia gastronómica a nivel nacional gira alrededor de la comida tradicional; los mejores chefs del país se dedican a investigar y promover la comida de antaño, la que fragua sus grados de cocción en hornos de piedra y barro, alimentando el fuego con leña o carbón. Gracias a algunos de esos chefs y cocineras tradicionales se ha puesto especial atención en el rescate de nuestros productos originarios, como lo son el maíz, el chile, el chocolate, algunas hierbas como el epazote, la hierba santa o la pitona. En últimas fechas se suman a ese rescate los jitomates criollos.
Lo que originalmente fue una tendencia nacional ahora se expande por el mundo, y aunque eso nos puede llenar de orgullo, es también la razón por la cual algunos de los frutos mexicanos más preciados son desconocidos para nosotros, o comienzan a escasear en nuestra mesa porque han alcanzado precios altísimos, tal es el caso del aguacate. Gran parte de la producción (que de por sí no es mucha) del jitomate criollo se exporta, por cual es muy difícil encontrarlo.
El que los mexicanos pidan y consuman este tipo de hortalizas ayuda a los productores (por lo general indígenas) a seguir cultivándolos. Los jitomates criollos no han sido cruzados ni hibridados, se mantienen como una herencia familiar. Su sabor es exquisito y su valor nutricional alto, comparado con sus similares híbridos, ya que no sacrifica su sabor o cualidades por encajar en una talla o color uniforme. Son gran fuente de vitaminas A y C, además su grado de acidez es menor.
Para disfrutar el sabor de estos jitomates lo mejor es consumirlos frescos. Son pocos los estados en donde podrá encontrarlos, pero si alguna vez los encuentra por ahí, no lo dude ni un segundo y prepare cuanta variedad de ensaladas se le ocurra. Se lleva muy bien con sus paisanos, es decir: nopal, rábanos, aguacate y jícama.
Por Patricia Bañuelos