Los colores negros del dado verde: Escritura, prestidigitación, azar y coincidencia (novena parte)

Una sucesión de hechos consumados (el término aparece, por lo menos, en Bolaño y en Bergman, adjetivado) me ha hecho entender (y padecer por una noche y un día seguidos) la psicología de la creencia en Dios. No me refiero al Deus ex machina (como se le conoce a la elevación de una representación suya en un teatro medieval) de la estulticia, que monta la farsa de la racionalidad presuponiéndose escindido de la relación con el mundo (quiero decir, con la muerte) pero sellado como una esfera en la que el yo habita cómodamente y nadie testifica las mil monstruosidades abochornantes del pensamiento sutil. La estulticia racional, el yo como materia de existencia fútil, vacía de contenido espiritual, se vuelve por medio de su Ego ex machina eje rector de acciones contextuadas por una vocecita —la voz de la conciencia— que desde hace años ya no asusta a sus personas durante una visita al baño, al llamarlos, por medio de un tubo, desde lo alto del techo, por su nombre, para decirles: Dioniiisiooo, soooy tuuu concieeenciaaa. Más alarmantemente, tenemos un segundo grado de estulticia cuando nuestras acciones están contextuadas por la satisfacción que esperamos cumplimentar en los demás, y a ello le podríamos llamar “optimismo social”, uno tal que se mantendría ciego a las afrentas contra la dignidad con que quienes han sabido moverse en las sombras nos querrían circunscribir por medio de una inopinada orden estúpida y gratuita a la cualidad de víctimas de un oneroso contrato de enajenación (el término aparece en el Doktor Faustus de Mann), y a ello le podríamos llamar la “estulticia sexual”. Ahora bien (seré breve, y no me desviaré 3 páginas eternas para nunca volver sobre mis pasos, oh, filósofos), la estulticia sexual tiene un segundo grado de potencia cuando el gusto que encontramos en los demás es de orden espiritual, y, por ende, no son ellos quienes nos han engatusado por medio del trazo del círculo de la seducción indiferente: a ello le podemos llamar “estulticia por admiración” (o, llegado el caso, como en Gorostiza, idolatría). Y dejemos esto ya, para referirnos a la última de las estulticias, la que buscaría la ciencia de Dios y por ende elevara un Nihil ex maquina al que se propondría dar alcance, aun cuando supiera que nada, nada, nada, y aun en el monte nada. Hay una característica común a todos estos tipos de estulticia, y es que todas están contextuadas moralmente: ya sea la ego-moral del yo, ya sea la ridícula amoralidad del servilismo, o ya sea la nunca tampoco más conveniente moral del anhelo de una garantía. Otra característica en común, es la necedad de presuponer una virtud en las acciones subjetivas con un espectador que las avala —Dios, el yo o los otros— como testigo.

Escritura, prestidigitación, azar y coincidencia (novena parte)

Tras haber dicho que había comprendido, como si la luna se reflejara en el cauce del agua como una figura aprehensible, espejo de la corriente del pensamiento, la psicología de la creencia en Dios, abrí, no sin algo de disgusto ante su excesiva carga de teoría, un paréntesis pre-exegético, algo así como “las condiciones de posibilidad de la exégesis” en que pudo haber pensado Kant, excepto porque lo hice para hablar de las condiciones de posibilidad de la experiencia no entendidas como la sensibilidad y el entendimiento, sino como la paranoia y la megalomanía, si por experiencia entendemos “creencia o constatación de Dios” (y no refutación ni certeza atea) y que se sitúan en una anécdota (la anécdota es la estructura sutil del destino, y Claude-Adrien Helvétius parece haber sido quien propuso su definición en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua la Española: Relato breve de un hecho curioso que se hace como ilustración, ejemplo o entretenimiento) que, como dije, me resultó esclarecedora.

No es frecuente —tres, han sido las ocasiones en que me he podido presentar como poeta ante un público (Miami 27, MUCHO y Aculco, fueron esas tres ocasiones)— que me presente como poeta ante un público. Sin embargo, puedo decir en mi defensa, que han sido incontables las veces en que por medio de la narración de un suceso ligeramente imaginario hago a mis interlocutores, personas de la coreografía accidental del lugar en que me encuentre, deducir una verdad o enseñanza poética. Ello me permite situarme en lo que he decidido llamar un “mundo interno” ambientado en cierta noción de lo que hubo sido el carácter regular de una cotidianidad establecida en la antigüedad (algo así como hacer pasar el presente futurista por el velo de la antigüedad)  en que la respiración era materia de reflexión, sí, pero, más importante, en que del comercio vocal dependía el curso del día, uno tal en el que es la apariencia que los demás tienen respecto de nuestro “mundo interno” que el sentido de la interlocución se establece en el arreglo de las acciones con orden a un fin, o en la “determinación de la voluntad con arreglo a un fin”, que es como se define ´intención´ en el diccionario el de la lengua la española. Tres han sido también las veces en que el curso de mis pensamientos me ha abochornado al dar con la respuesta, al colegir lo que se mostraba hasta ese momento vedado. En Elogio de la calvicie, Sinesio de Cirene comienza la narración de su libro (del que hay un prólogo excepcional en cierta edición en particular) con los pormenores iniciales del día en que comenzó a quedarse calvo. La atención del lector abre como un plato los ojos ante lo que está por decir; pero al final no lo dice, y se pierde en una serie de consideraciones casi teoréticas o justificatorias sobre su pretensión de escribir un libro, un elogio de la calvicie, dándole, tras la narración compartida de su primer día, razones a los miembros de la logia para saberse superiores. ¿Y los que no somos —ni seremos— miembros de la logia, qué? ¿Dejarnos así, en ascuas, como quien no es digno de las migajas que la Verdad hace llevar a las hormigas para que sirvan de alimento junto al río de la cotidianidad? Que mi cotidianidad encuentre, al quinto día de mi padecimiento de la psicología en la creencia de Dios, un panorama, un punto perspectivo panorámico (o eso que los ingleses llaman background), la realidad de fondo, el terreno de atrás o de adelante, el escenario que pesa por sobre nuestra presencia en el espacio, y que a tantos obliga a prescindir de las piernas, que mi cotidianidad encuentre, digo, una demarcación espacial donde pueda anidar el esplendor de la grisura (ya había hecho una mención sobre este tema, un día de recreo, y, cuando lo dije, no recuerdo con qué términos, mi acompañante femenino indicó con una suerte de risa discursiva: “Sí, el estado natural de la conciencia sometida a una cotidianidad de más de un mes.”).

Escritura, prestidigitación, azar y coincidencia (novena parte)

Ya dije que tras comprender de golpe pero con la apariencia de agua escurridiza aprehendida de pronto la psicología de la creencia en Dios, padecí esa misma psicología durante una noche y un día seguidos (aunque más tarde haya dicho que llevo ya cinco días de eso), y fue precisamente en el curso de esa noche, que habría, como ante el usted de los franceses, de abochornarme, al colegir algo difícil de ser entendido pero que una vez entendido muestra una verdad obvia y constante, llena de señales para que el bruto terminara por acercarse a la fuente de la verdad (Villiers).

No se trató de ese grado de enrarecimiento o rarificación que puede una mujer disponer en torno suyo por efecto de cierto tipo de belleza que consiste en comportarse ya como una estatua móvil de la indiferencia, ya acostada en un jardín, con lentes oscuros, una cajetilla de cigarros junto a sí, en tanto su presencia está compaginada con una añeja relación con Dios, quien se muestra más como su cómplice que como su enemigo (¡Dios: tengo que releer cierto best-seller!) y que, en el caso de comportarse como esa estatua esbelta a la que me he referido, su malicia se vuelve tanto más sugestiva cuanto que está balanceada con una inquietante y muy sexy bondad extrema respecto de ciertos miembros del reino animal, como una Santa Francisca Diabólica a quien el título resulta estorboso e inadecuado por haber crecido entre los muebles de un judaísmo decadente cuyo signo de identidad, ya en el siglo XXI, es en algo semejante a esa vieja estampa del día-después-de-besarse-en-un-antro, en que la mujer recibe una llamada catastrófica, dejando su departamento a su acompañante, quien no tarda en descubrir que su tatuaje de cola de dragón-serpiente en la espalda y hasta el seno, estaba relacionado con cuatro pasaportes con nombres distintos y una Colt.44, pero que es una versión light de eso, como si en la sola palabra light cupiera su diafanidad y restallante presencia.

Comencemos por lo que he estado anunciando con bombo y platillos, y que, como los productos llenos de colores y estampas y letras y ofertas, se muestran inservibles y estorbosos y defectuosos y dudosos ya después de adquirirlos, si no es que al momento mismo de hacer la transacción. Sucedió en una explanada. Sentado y con las piernas estiradas, como quien, envuelto en el calor que lo sustrae a una dimensión insospechada del aburrimiento o la tensión, decide desleírse de la existencia y anularse, en beneficio del provecho que de su sudor puedan hacer las abejas (ello sucedió, sucedió en 2009, fuera de la ciudad), sentado, digo, y con las piernas estiradas, recargado en una barda, pude darme cuenta de que alguien me veía con intriga por enésima vez. He referido ya el segundo tipo de estulticia, y, dentro del orden de la estulticia de segundo tipo, un grado específico de estulticia, aquel segundo grado de potencia de la estulticia sexual cuando el gusto que encontramos en los demás es de orden espiritual, y que en México se traduce como el aprecio que tenemos por los extranjeros. Un extranjero me veía pues con intriga, cosa extraña, pues era yo quien estaba obligado, según las costumbres de nuestro país, a interesarme en el extranjero, y no a la inversa, ¡oh, consecuencias de mis largas caminatas!

Escritura, prestidigitación, azar y coincidencia (novena parte)

Al principio, dejé la cosa allí. Sin embargo, volvió sobre sus pasos la intriga sobre mi persona a preguntarme con la mirada quién soy, una, dos veces más. La última vez, fue en realidad un accidente: yo, que creía ser visto por él, comencé a actuar en consecuencia sólo para alzar la mirada y descubrir a una persona, otra persona, de pie junto a una fuente, donde mantenía una conversación, y a quien me le quedé viendo; yo veía fijamente a esa persona, habiendo ya perdido de mi campo visual al extranjero, persona que se movió, para descubrir, del otro lado, al extranjero que la veía fijamente y que nos hizo reparar uno en el otro. Fue entonces cuando recordé el nefando día ficcional en el que vi una película que tenía un eco alarmante en mi propia obra, para ser específico, en un cuento en el que Octavio Paz se le aparece en la Luna, bajo la forma de rostro lunar, a un viajero que, intimidado por lo que cree el rostro de Dios, es incapaz de gobernar su mandíbula, e, incluso, no confesar la derrota de sus rodillas sobre el suelo. En la película, un atentado se acomete en Israel y una familia palestina con antecedentes penales celebra junto con todo el barrio desde las azoteas. El padre de la familia, llama a todos la atención: el rostro de Saddam Hussein ha aparecido en la Luna, y, en la película, se ve, en efecto, a Saddam Hussein aparecer en la ya mencionada tres veces Luna.

¡Menos mal que yo estaba pensando en Dios, y no en lo que dije o hice con un plan previo entre las manos!, sobre todo al corroborar que vuestros pensamientos estaban hechos… ¡de pacotilla! Y he aquí que dos ángeles (ponles lentes oscuros o una cajetilla de cigarros), cargan el letrero: «Las palabras que salen en cadena regresan a la lengua que las ha saboreado, y, cuando las palabras crueles no dan en el blanco, no queda sino esperar un aliento de peste.»

Avanzo en sentido inverso a Adrian Leverkühn (cito de memoria): «Comienzas por usar el vosotros, de ahí te pasas al ustedes, más tarde empleas el nosotros, ¡y por poco te muerdes la lengua!»

Sí: yo estaba pensando en Dios cuando mi mirada recayó en el hombre: fue en lo primero en lo que pensé: en el Saddam Hussein de la película, en el Octavio Paz de mi cuento, y por eso pudo alumbrar en mi consciencia mi breve consideración de la psicología de la creencia en Dios, que no le confesé por esta vez únicamente al principal interesado, sino que, como un resorte, me alcé sobre mis piernas, y corrí a la persona que tenía más próxima, que conocía mi nombre, y le dije: ¡Acabo de entender la psicología de la creencia en Dios!… aunque me confieso impotente para apurarla en esta ocasión, como impotente fui para apurársela a ella. Hablemos entonces de una de esas veces en que me ha abochornado mi consciencia al entender algo elemental. Los tipos de estulticia a los que me he referido, pero, sobre todo, el Inalienare Ex Maquina, actúan todos de la misma manera: cuando el yo, o Dios (la nada creativa), o los otros aparecen en la luna de nuestra conciencia, y no podemos sustraernos a la influencia de su fantasma, sobre todo por la primera acepción del mismo diccionario: imagen de un objeto que queda impresa en la fantasía. Y supuestamente Dios es algo más que ese fantasma, es algo más que esa fantasía: es ese fantasma, es esa fantasía pero dotada de un carácter más fuerte que aquellos de quienes nos enamoramos y a quienes gustamos imaginar eternamente pendientes de nuestra felicidad, por ser la felicidad que ofrece dependiente de la muerte. “Si quieres ser feliz, sé ateo, pero no adjudiques tus malestares a Dios”, es mi consejo. Me encontraba (ya dije que las condiciones de posibilidad de esta experiencia son la paranoia y la megalomanía) con la mirada baja sobre mi propia sombra, sentado en un sillón. Una mujer me veía, y quería que yo la volteara a ver, para demostrarme acto seguido, ¡que no me veía! y que yo era un imbécil. Entonces lo comprendí: Ese estar atenta de mí de esa forma en particular, era suficiente: la guapa mujer estaba al pendiente de mí. Y entonces enrojecí: era la misma mujer que con su hilo de Ariadna me mostraba frente al espejo del minotauro bestial, en tanto yo no sabía sino comer y beber, ¡una bestia! con una vasta facultad de unir el pasado al futuro, como en Hamlet. En el metro, donde no se tiene el recato o la elegancia o la sabiduría o camaradería de una reunión servida con vinos y cigarros, las mujeres y por efecto también sus víctimas, hacen pantomimas idiotas y poses de espantapájaros que dan pena. Hace siglos, no tantos, ciertos hombres enfurecidos se percataron de la psicología femenina de la que la psicología de la creencia en Dios es una metapsicología, se percataron de sus habilidades, pues, y, estúpidamente, decidieron castigarlas. Castigaron a las mujeres, pero, en el imaginario, prevaleció la imagen sensual del rostro encubierto por medio de sedas de colores. Contemporáneamente, y lo lamento, pues yo también vivo en este país, sólo hay un lugar en el mundo donde las mujeres no abusen de los hombres ni los hombres de las mujeres: Suecia. Y ello se puede colegir de las películas de Ingmar Bergman, pero específicamente, de las ambientadas en el siglo XX, en que las mujeres se comportan como caballeros, pero intelectuales, y de un estudio rápido del guion. ¡Oh! ¡Qué veo! ¡¿Es una película sueca, pero no de Ingmar Bergman, en donde la lengua que emplean los actores parece deslenguada y deforme?! ¿Una lengua vulgar, sin chiste, insensible, chafa? Sí: tristemente eso es lo que veo.

Escritura, prestidigitación, azar y coincidencia (novena parte)

De entre una sociedad provista de placeres sensuales y una negada a ellos, opto por la posibilidad del alcohol servido en cantidades profusas, sobre todo si nos comportamos respecto del lenguaje como extraterrestres para las aves, sea ello lo que signifique. Además de proveerme de un magnífico encendedor de mecha, un cuaderno afelpado con arabescos en que escribiré mis sueños, café, dos dados y un ojo de vidrio, entre otras cosas, recientemente mi hermano trajo de Turquía también un par de historias extrañas. Pero comencemos por las fotografías que vi: mujeres cubiertas de los pies a la cabeza (como si el arte del encubrimiento pudiera anularse cubriendo a sus autoras) además de por considerar la costumbre musulmana (cosa que se desmiente en una historia de Las mil y una noches) de prescindir del alcohol, costumbre, pues, como digo, que ha podido volverse efectiva en el siglo XXI, ja. Hay algo que sobrevive de todo ese portento que ya mencioné: Las mil noches y la noche, y es algo en parte horrible, en parte digno de consideración, pero que, como digo, no entra en contradicción con el estilo de mi edición (porque las he visto nefandas) de Las mil y una noches (entendería en este sentido que algunos escritores se hayan reído de mi aprecio por ese libro), aunque sea un rasgo cultural sin mucho chiste al ser comparado con el libro, pero que de todas formas es suficientemente característico como para definir a la sociedad que lo practica. Me contó mi hermano, que presenció dos casos de violencia por robo. En el primer caso, un hombre entró a una tienda de paletas heladas, y se llevó una cajita con diez paletas, pero aprovechó para hacerse furtivamente de otra caja. Otro tendero vio la acción, y cuando se lo comunicó al primero, este gritó enfurecido (“los turcos se enojan de golpe y muy intensamente”), y el ladrón se limitó a agacharse, a hacer un ademán con los hombros, y a esperar su castigo, que consistió en un terrible golpe que le destrozó la nariz, cuya sangre se mezcló con el agua que comenzaba a escurrirse de las paletas heladas entre desaforados gritos de dolor. El segundo caso de violencia por robo, fue en una cafetería, donde un hombre decidió irse sin pagar su té, cosa de la que se dio cuenta, a tiempo, el mesero, quien le gritó, enfurecido. El hombre se limitó a empequeñecer sus hombros, juntar las manos, inclinar levemente sus rodillas, y esperar su castigo, que consistió en la elevación del suelo de un banco, un resoplido, y un ¡ya vete! Y es que de entre una sociedad provista de placeres sensuales y una negada a ellos, opto por la posibilidad de la borrachera en la casa del sabio, es decir, la sabia, pues, muchísimo más importante, opto por la posibilidad de saber, digo, del consejo de mujeres ancianas sabias, de cuyo conjunto, en mi vida, yo he tenido ocasión de conocer a cuatro, una de las cuales, hace años, me leyó las cartas.

 

Por Jerónimo Gómez Ruiz 

 

Written by Jerónimo Gómez Ruiz

Jerónimo Gómez Ruiz dice haber, una mañana, al salir de la “sinagoga de los escritores”, tras apurar en un restaurante, ubicado entre carpas, unos huevos a la mexicana y un jugo de nopal, leído su propio nombre entre las páginas, su propio nombre entre los libros.

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