§A
Los grandes maestros escribieron con diccionarios. En su confesionario, Salvador Elizondo se pregunta a dónde ha ido a parar el potencial combinatorio de su lista categorial, la de su diccionario, uno tal que sólo hasta ahora anhelo: necesitado del potencial combinatorio de las palabras que terminen con cierto sufijo, me pregunto cómo hacer para que la memoria esté lo tan bien organizada como para que su sistema de cajones nos permita consultar sin lugar al enredo las palabras que necesitemos citar, y no, en cambio, que estén acomodadas cómodamente en pequeños ataúdes. Si el diccionario fuera un sistema de ataúdes —uno por palabra—, recorreríamos el umbrío escenario de su constitución en tanto cementerio, con algo de miedo a los muertos y apariciones, sí, pero, curiosamente, en el apartado informativo de su etimología, podríamos resucitar a los muertos. Uno de los tantos ejemplos que hay de esto, es el término “humano”, o “ser humano”; tomemos el caso del hebreo: en hebreo, “humano” se dice “ben adam”, que, literalmente, significa “hijo de Adán”. La cosa, afortunadamente, no termina ahí: “Adán”, viene de “adamá”, que significa “tierra”, puesto que el primer hombre, se dice, fue creado de la tierra. En cuanto a “humano”, podemos rastrear, proviene del latín “humus”, que significa, naturalmente, “tierra”. Cuando las palabras ya no son capaces de contar por sí mismas, y por lo que podríamos llamar “una correlación obvia” su historia, cabe entonces preguntarnos a qué se debe esa repentina aduana entre la palabra y su origen. En mi imaginario, el lenguaje es una gran Muralla China o una gran Pirámide de Giza, en la que cada palabra es un tabique, y sólo al lograr establecer comunicación entre la cabeza de la muralla y su cola, al lograr circunscribir al mundo entero en una muralla, vamos, es que la cabeza, antes en blanco, puede hablar: eso hacemos todo el tiempo: “voy a silbarte el tema —escribió Ludwig Wittgenstein en sus Papeletas—, ¿eso significa que de alguna forma ya lo he silbado mentalmente?”.
Aún recuerdo con algo de expectativas respecto de las posibilidades netas del lenguaje, el día en que estaba escribiendo una especie de poema en hebreo sobre la palabra “güey” —o, más erudicionalmente, huey, como en huey tlatoani, y que significa “gran”, como en “gran orador”—, poema que me llevó a interpretar el nombre prohibido de Dios, uno tal del que se perdieron los “nekudot” o la “puntuación vocálica” y que ahora nadie sabe cómo se lee (en español tenemos la ventaja de que “se lee como se escribe”) pero que todo mundo llama Yahvé, y que se escribe יהוה, aún recuerdo, digo, ese día en que estaba escribiendo ese poema, y que por una correlación entre las letras contenidas en la palabra huey el hilo conductor de mis cavilaciones me hizo concebir (y más tarde, para espanto mío, decir, como en un automatismo, en voz alta) el verdadero nombre prohibido de Dios, y que no es sino el nombre femenino de Dios: Yéhu: y allí están la yod inicial (“y”), la héi subsiguiente (“h” con su agregado vocálico “é”), la vav que le sigue (y que se lee “u”, y no “o”, como también se le puede leer a la vav o mucho menos “v”, como en “Yahvé”), y, finalmente, la héi final, que queda como una hermosa “h”, cuya muda función es cortar la “u” en “uh”: Yéhu, יהוה.
En alguna ocasión, me sentí aludido por una frase de una escritora judía, que mi memoria ha distorsionado en los siguientes términos: “Como esos jovencitos con aspiraciones de escritor que ya andan gritando sus verdades a los cuatro vientos”, en un blog que ahora ya no existe. No sé si merezco ser lapidado por enunciar el nombre femenino de Dios, pero grito en el límite de mi conocimiento, lo siguiente:
Carta en blanco. Te dije, Z, que solía escribirte cartas, aun cuando no te las enviara; mentí; la ruindad de haberte tomado como pretexto para desarrollar una mentira en la que mi única obtención era maquillaje en mi ego, me abre las puertas de la sombreada yacija donde he de tirarme a esperar el arribo de la nube de moscas pendientes de mis actos en el calor del cenit. ¿Yehu? ¿Eres tú? Los celos te arrebatan a desearme un despellejamiento de moscas en la arena del desierto, escritura reconquistada que aun apuntándose oportuna mientras la tragedia sucede, recupera el sentido esencial de la escritura: no la libertad o el derivado puro de la libertad, sino la liberación circunscrita al acto de abrir las tablas, o una tabla. ¿Ya para qué?, dímelo; he conocido cuanto necesitaba conocer para llevar a cabo el acto de verte, finalmente. Si soy el único que te he hablado con franqueza, es porque llevas en tu nombre el sentido de ciertos ecos que actúan en concordancia respecto del modo en que resuena en el mío. Ya lo sabes. No tengo que decirlo, puesto que, Yehu, nuestros nombres se escriben igual, aunque se lean distinto, יהוה. Amémonos, entonces; he ascendido hasta aquí, reuní una a una piedra sobre piedra, he escalado las escaleras con la prensibilidad de mis manos, he andado, y, después de haber andado, he andado bajo el regocijo que me inspirabas con el que ahora es ya mi nombre. No me detendré: no es mi intención decepcionar tan pronto la expectativa que llamo a converger, concitado el viento, en torno de esta carta; no he de cejar tan pronto, sobre todo no ahora, que queda tan poco tiempo. El día, la hora, finalmente, y no ya otros días y otras horas, está arribando. Puedo verlo en cada ventana, en el reflejo del sol en cada vidrio, en cada esquina y, como escribí en el poema, subida. O bajada. A donde ir tras… ¿A dónde ir tras nosotros, cuando lleguemos al final, al límite, a la orilla? ¿Reunirnos, acaso, con Y? ¿Dejarme ir al encuentro de Z? Sí, tomemos lo que acabo de escribir como ejemplo de lo que sería caminar a tu lado, y déjame desprenderme en este momento para ir con Z. No: mejor con Y; si ya había escrito lo que no puedo borrar, reclamo en este momento […]
Sí, todo muy romántico, espectacular, y esperanzador. Pero, ¡ay!, ¡constante obcecación de la ineptitud!, en mi desenfreno, y que sumó en 4 horas con 56 minutos 16 cuartillas, no había visto la imposibilidad del amor entre Yéhu, o, más dulcemente, Yehu, y yo: Entre los documentos religiosos de Canaán, se cuenta la historia de Il, auténtica Biblia revolucionario-subversiva (la tentativa de Edmond Jabès habría sido escribir El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha, título que yo le he atribuido a otro autor, es decir, autora, tras hacerme llegar a mi correo electrónico 7 cuartillas que defenderé con mi vida, libro en el que el escritor egipcio se propone investigar a fondo el tema de la prohibición de representar, representando, de paso, a Dios de la mejor manera que puede), entre esos documentos, se cuenta, digo, la historia de Il, el-dios-supremo. Il habría creado cierto número de dioses subalternos, a quienes llamaría los Elohim (el nombre por antonomasia con el que se conoce a Dios en hebreo). De entre estos Elohim, habría estado Yahvé, ¡ay!, casado con Astarté, otra de las diosas.
Independientemente de que Yahvé se haya sublevado ―como Satán contra él― contra Il, para posicionarse como Dios Irreductible, Dios Omnipotente, Dios Único y Dios Absoluto y que hayan sido los demás Elohim, o uno de entre ellos, quien le envió el regalito de la serpiente a su mundo perfecto en Edén (“En el principio, Dios creó ese cielo y esa tierra), escurridiza sombra de todas las catástrofes subsiguientes en esta la dimensión en que estamos atrapados por su caprichito subversivo, y, para colmo, represor del de Satán, lo verdaderamente descorazonador de esto, es que las gentes de Canaán le hayan atribuido un romance con Astarté. No: en la bereshit, hay un pasaje bastante claro al respecto: Yehu se habría hecho pasar por Yahvé, habría cambiado de sexo para embarazar a Astarté, y soltar su falso rastro: “He aquí que esta en verdad es carne de mi carne y sangre de mi sangre, y esta será llamada varona, porque el varón ha sido tomada”.
¿Broma, códex, contraseña de Yehu para su desciframiento al correr de los siglos?
Aventuro una interpretación más radical que la que puede ofrecer ese pasaje de la bereshit: Yehu, con el nombre de Yahvé (“llevamos en el nombre un candado que nos es colgado al nacer”) habría mantenido una relación lésbica con Astarté, diosa de la fertilidad, y habría encarnado en su nombre para ocultar ―ignoramos con qué propósito― el de Yehu.
§B
Se supondría, de acuerdo con la leyenda, que Dios, como tal, quiero decir, el Dios tasable, ponderable y no ya aun inconmensurable, vendría dado por la sola enunciación de su nombre verdadero. La pregunta persiste: ¿Quién le puso ese nombre? ¿Il llamó Yehu a Yehu? ¿Por qué uno de los Elohim es considerado prohibido? ¿Le puso el nombre sólo para prohibirlo después? ¿Y qué es prohibir un nombre? ¿Es que Yehu se autonombró a sí misma antes de que Il le pusiera un nombre? Y si es así, ¿su rebelión contra Il califica como la legitimación de lo prohibido? Hace no demasiado tiempo ―quiero decir que aún todos lo recuerdan―, cierto servidor público fue entrevistado y cuestionado sobre cuáles eran sus tres libros más gustados. El funcionario, dijo que la Biblia. Y entonces yo me quedé pensando: “Si el libro favorito de Nieto es la Biblia, qué política adoptará respecto de la legalización, si «Y te dio a probar la maná, para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de Yahvé»”. No sé. Yo al menos no jugaría con esas cosas. No me las tomaría así, tan a la ligera, como quien puede telefonear a Norberto Rivera para preguntarle en cuánto va su cuenta nocturna del manoseado fajo de billetes. La verdad, a mí, no me incumben esas pendejadas. Feliz en mi enunciación, recuerdo con nitidez cómo estaba ese día recargado en la pared que choca con mi cama, escribiendo un poema en hebreo sobre la palabra huey, cuando vi, en todas sus legibles letras, el nombre de יהוה, y, sin poder contenerme, y aun contra la prohibición de enunciar ese nombre, y sin gobernarme realmente a mí mismo, sin darme cuenta, vamos, mis labios se destrabaron, y, con enorme sorpresa y la misma voz de ese niño llamado Nedali que como Yehu tomó mi cabeza con tentativa revolucionaria, dije, para posterior asombro y conocimiento de lo que había hecho, ¡Yehu!
El silencio posterior fue infinito, si acaso tuvo una corta duración de tiempo. Consciente de que había enunciado el nombre prohibido de Dios, me quedé viendo el punto fijo del marco perspectivo que, a su vez, me miraba. Mis labios expresaban su conocimiento: sabían que eran culpables. Pero pronto una sonrisita se dibujó en mis labios: “No sólo he dicho el nombre prohibido de Dios, sino que, además, ese Dios es mujer, y eso me conviene: después de todo, yo, que fui el que lo enunció, soy hombre, y algo me deberá la bellísima o más bien muy hermosísima Yehu. ¿Casarnos? ¡Sí, sí, pero había algo más!”
En El viaje de Chihiro, Yukio Miyazaki y su equipo de guionistas, se inventaron la leyenda de que una hechicera tiene empleados que pueden trabajar para ella con una condición: la de que le entreguen sus nombres. Los empleados pierden ―y olvidan― sus nombres, la hechicera les pone uno nuevo, y en eso queda la cosa: excepto porque hay un tal dios del río que literalmente se desborda al recordar el suyo, creo. La verdad hace mucho que no veo esa película. Como sea, recordarle a alguien un nombre que le fue prohibido, califica como auténtica regresión al abandono de la corte que así lo resolvió, para conocer la prisión de un nombre del todo contrastante con el original, pero, también, plantea la posibilidad de la venganza. Ahora bien: de entre los Elohim, no hay nadie de quien yo me desee vengar, ni tampoco del mismo Il, si bien asistiré a Yehu en su respuesta, recuperado el polvo de los pozos. En El libro de las preguntas, Edmond Jabès le atribuye a Reb Kanah que «La ola rueda como las palabras del alma que Dios destapa». En un libro que puede barajarse y de paso comprobarse su complementariedad fragmentaria, la complementariedad entre los distintos fragmentos que lo componen, no sería raro abrir apenas la primera página y saber que Para existir se necesita primero ser nombrado; pero para entrar en el universo de la escritura, es necesario asumir, con el propio nombre, la suerte de cada sonido, de cada signo que lo perpetúan.
§C
Ya sé quién es el escritor con el que soñé, ese escritor más delgado que robusto, sin exagerar, con el suficiente aplomo corporal, digamos, como para subir una escalera de cuerda, con quien me entrevisté y del que hablaba hace algunas entregas. En el sueño —simplemente lo recordaré—, estábamos en una cocina al aire libre en una casa en la que el interior y el exterior —el exterior era un jardín— convergían como por medio de una simbiosis; la cocina misma, tenía algo de estar “en el interior”, aunque estuviera en realidad en el exterior, ya que, aun siendo de día, sus luces estaban encendidas. Yo estaba en la cocina cuando llegaba un escritor con el que he soñado unas 6 veces desde 2005. Junto con él, venía este segundo escritor del que hablo, aunque yo todavía no lo conocía. (En el sueño él abría el refrigerador, y me decía, en el acto de tomar una lata de cerveza Tecate: “Con frecuencia le digo a mis alumnos que uno puede sentir exactamente lo que siente un refrigerador por dentro cuando está abierto”). Todavía no sabía, pues, digo, de quién se trataba. Se trata de Agustín Fernández Mallo, aunque en mi sueño, no tenía sus acostumbrados lentes de montura —cosa extraña: al primer escritor se le ha visto últimamente, de vez en cuando, gastando unos pequeños lentes de montura—. Como sea, este Agustín Fernández Mallo, lo descubría hace unos días, desde las primeras páginas, tuvo la amabilidad de encerrarme en un libro del que me costó mucho trabajo salir pero que, por lo mismo, una vez que lo leí, fui capaz de recabar un montón de placer no sé si intelectual o de alguna índole más magnética y animal. De entre las frases de ese libro en particular, puedo traer a la memoria —puedo recordar— una que es asaz oportuna para ser citada ahora, que me propongo la investigación del mundo físico: «todo objeto es un animal que en silencio se ríe de nosotros». Esta frase, acaso sea —como en el particular Jabès del que hablaba— complementaria de otra, en esta ocasión, una cita que Fernández Mallo hace de Giorgio Manganelli: «Ahora, por tanto, estoy en la casa, la cual me plantea interrogantes que no oso esperar resolver». Estudiemos, pues, las consecuencias inmediatas de la aparición enunciativa de estos dos compuestos lingüísticos:
Todo objeto es un animal que en silencio se ríe de nosotros. Ahora, por tanto, estoy en la casa, la cual me plantea interrogantes que no oso esperar responder. Encima del escritorio hay una cajetilla de Delicados, bocabajo, con un cigarro que asoma la cabeza al exterior, y otro, que parece haber girado recientemente, en una posición semejante a la del lápiz conjunto, cuya mitad descansa en la madera, y cuya otra mitad, en posición de goma, señala ciertas notas pergeñadas sobre un papel cuyo contenido bien parece treta o engaño. Desde la mecedora son visibles las pencas de plátanos todavía verdísimos que cuelgan en el exterior. La sinuosidad de mi humo de tabaco queda definida con suma precisión por efecto de la luz que entra a través de las persianas. Son aproximadamente las 8:00 de la mañana. En frente del escritorio, está la ventana, y yo soy minuciosamente observado por Yehu. Mis solícitos párpados se mantienen en actitud reflexiva, para no ahuyentarla, como quien se plantara de frente a Dios para hacerle entender algo: no: es Ella quien me hace entender, a veces cruelmente, las cosas. La luz se disipa, se desvanece, se va, cuando el cigarro llega a su fin. Segundos antes de que ello ocurra, se aparece el gato, y golpea varias veces la puerta corrediza para que se la abra: se quiere subir al que considera uno de sus aposentos clave. No llega al extremo de emplear su desagradable voz para exigir que se la abra, pero yo lo ignoro del todo, pendiente como estoy de la sinuosidad de Yehu al caer sobre mi piel. Se escucha un ruido afuera: es un golpe sobre el charco que llega hasta la casa proveniente del pantano. Imagino que algún pequeño cocodrilo se ha volteado y exhibe la panza al sol, de modo que su piel se vuelve tornadiza, sólo para dar una segunda zambullida, esta ya definitiva. Me gustaría aventarle una rama y que me la trajera de regreso, jugar a eso. Los demás andarán a estas horas por la playa. Salieron tempranísimo y me negué a acompañarlos. No he dormido. Desde hace años superé los malestares connaturales al insomnio. Como en una montaña rusa, cuya cuesta se antoja trabajosa y difícil, ahora me limito a sentir el vértigo. La deliciosa lentitud de la mañana está viva: y esa viveza es una rapidez extraña que se confunde con los copiosos cigarros que el insomnio y su como imbecilidad connatural me invita a consumir. No es ya una imbecilidad nada más: es una feliz imbecilidad, una obcecación que me sustrae a la delicia. Conservo intacto mi primer recuerdo: el día en que estaba en mi cama infantil, y se acercó mi madre, y yo le pregunté qué había hecho con mamá, dónde estaba esa mujer meroitica que alguna vez me habló de Dios, junto al vergel de nuestra casa, una casa tan distinta a aquella en la que había sido atrapado por una hechicería encarnativa. Me contaba también que ella no vivió en Meroe toda su vida. Había viajado. Nunca me dijo de dónde era, pero una vez vi a una adolescente sudanesa que me la recordaba. No desconozco el color de Yehu: su dorado-moreno-rubio y sin embargo tan semejante al de mamá, ¿o debería decir “ima”, “laila”, quizá?
En el cruel castigo del insomnio, estoy solo en esta casa. Los demás llegarán al rato y leerán sus textos, como solemos hacer por las noches. Yo terminaré de escribir mi “Cocodrilo abierto”.
Por Jerónimo Gómez Ruiz