Resulta bastante curiosa la elección del argumento por parte de Arturo Ripstein para su más reciente film, se trata del asesinato de dos luchadores que hacían de “sombra” a dos connotados gladiadores del panorama luchístico mexicano y, por tanto, mundial.
Parece que el asunto de la sombra, el doble y el espejo, son fundamentales en el desarrollo de La calle de la amargura. La película nos presenta a un par de hermanos marcados por la deformidad del enanismo, dos individuos cuyo rostro nunca se conoce. Imbuidos en un halo de misterio, estos personajes guardan un extraño vínculo, pues sus padres no padecen la enfermedad, tampoco sus propios hijos, sólo ellos comparten esa condición que estrecha sus lazos y parece separarlos de todos los demás. La madre de los luchadores reitera que el destino y una fuerza ominosa vinculan a los luchadores enanos. Sin embargo, aunque el nexo existe, las personalidades de estos hombres son dispares, así como sus aspiraciones; si uno de ellos cree en permanecer siempre asociados, el otro desea huir del yugo familiar (pues los hermanos, básicamente, trabajan para sus padres, quienes hacen de representantes) y andar por cuenta propia.
El escenario propuesto para estos personajes es una sórdida ciudad que se antoja de un México atemporal que recuerda, por instantes, al cine de oro, a ratos al México del cine de ficheras, por momentos es la urbe en la que hoy vivimos. El caso es que la película está filmada e inspirada en los alrededores de la arena Coliseo y en las calles y vecindades de la Merced.
Debido a este espacio, es posible ver a otros caminantes urbanos, entre los que destacan dos mujeres públicas destinadas a deshilar el poderoso vínculo que ligaba a las contrapartes pequeñas de los luchadores conocidos como La Muerte (La Parka) y el AK-47 (Espectro). Estas prostitutas navegan la decadencia de un vivir que se resquebraja para degradarse cada vez más, pues el inexorable paso del tiempo las hace cada vez menos aptas para ejercer su oficio, una de ellas recurre a la mendicidad mientras que la otra mantiene a un amante mucho más sobajado que ella y que en el fondo comienza a despreciarle, lo cual aniquila la poca dignidad a la que la prostituta interpretada por Patricia Reyes Spíndola puede aferrarse. Esta mala (aún más mala) mano del destino orilla a estas mujeres a buscar planes alternativos, por lo que deciden acudir a una vieja estratagema que consiste en narcotizar a los clientes a fin de saquearlos.
Las homicidas involuntarias cometerán un error fatal asociado a la deformidad de las víctimas, quienes hacen uso de sus servicios, enmascarados y siempre juntos hasta el fin. Ripstein muestra su escena ritual a través del espejo, como un último recordatorio de la importancia de la duplicidad en esta obra.
Por Pedro García