A Francisco Javier Dorantes Díaz y a Diego Mejía
¿Tú demandas saber qué es el amor? Es esa poderosa atracción hacia todo lo que concebimos, tememos o esperamos más allá de nosotros, cuando en nuestros propios pensamientos encontramos el abismo de un vacío insuficiente, y buscamos despertar en todas las cosas que existen una comunidad con lo que experimentamos en nosotros.
Percy Shelley, Sobre el amor
El amor es un delirio… es la demencia de la juventud, pero su curación es todavía más amarga.
Lord Byron, Las peregrinaciones de Childe Harold
I
Después del entierro, Siu regresó a casa. No quería estar con nadie, ni siquiera con su madre, quien la había apoyado durante la enfermedad de su esposo. Necesitaba refugiarse, aislarse, tratar de entender cuál era ahora el rumbo de su existencia, sin él; buscaría consuelo en la memoria o en el vacío. Con semblante triste, se despidió de amigos y familiares y subió al coche.
El llanto apareció de nuevo mientras manejaba. Se detuvo en un semáforo, buscó un pañuelo, secó las lágrimas. Los ojos se le cerraron y la frente descansó en el volante hasta que el conductor de atrás accionó el claxon. Sin ganas, abrió los ojos, se incorporó y aceleró con lentitud. En esas calles grises que simulan ser verdes con los altos árboles que han levantado, lo recordó. Podía sentir su aliento, las débiles palabras que le dijo al llevarlo a la última revisión médica:
—No tiene caso… Siu… no lo hagas… estoy muy cansado… deja que me quede en casa…
A su lado, en el asiento del copiloto, su compañero, con quien había compartido veinticinco años, se marchitaba. La piel se le iba tornando gris, apenas podía emitir algún sonido con los labios entreabiertos y parte de su energía se evaporaba.
—No hay nada qué hacer, ya se los había dicho. De verdad, lo siento mucho —comentó el doctor al recibirlos. Pero Siu se resistía a aceptar la realidad de la muerte que se había metido en el cuerpo de su compañero, su amante, su amigo; lo llevó esperando una cura, un diagnóstico distinto, un milagro mientras él estuviera vivo.
Llegó a casa con ese recuerdo y sin saber cómo —porque sentía que el cuerpo que habitaba ya no le pertenecía— salió del carro. Respiró profundamente antes de dirigirse a la puerta y meter la llave en la cerradura. Como las cortinas estaban echadas, al traspasar el umbral, le pareció que la penumbra era más intensa. Dejó las llaves en la mesita de la entrada y subió las escaleras hacia la habitación. Iba a acostarse cuando su vista se detuvo en el clóset. Recordó la ropa del difunto. ¿Qué haría con ella? Se acercó y cogió uno de los sacos. Podía percibir aún el olor que su esposo dejó impregnado. Lo abrazó y comenzó a hablarle.
—Abrázame así, como siempre lo hacías, mi amor, mi vida. No vuelvas a dejarme, sabes que no podría vivir sin ti, te lo dije muchas veces. No te vayas otra vez, mi amor, no te vayas, no vuelvas a morirte.
Creyó que el saco le respondía:
—Te cuidaré siempre.
Entonces lo besó y fue a acostarse con él en la cama, como hacía con su esposo, amándolo.
Por Asmara Gay