Vestida de fiesta

Se puso su último modelito. Con alfileres, hizo una pinza y midió el largo. Hasta la rodilla; tal vez, un poco arriba. Sí, la minifalda no era elegante. Podría pasar por la creación de una Chanel o un Cardin. ¡Perfecto, quedaría perfecto! La aguja y el hilo para hilvanar sus pensamientos, su mentira, su verdad, su verdad-mentira. Un pespunte alrededor de sus problemas. ¿Cuáles problemas? Ella era muy feliz. ¡Qué vestido más elegante y original! Así le gustaba sentirse, original y moderna.

Siempre lucía guapísima. En cualquier parte, incluso en el trabajo, no importaba que sólo fuera a trabajar a una oficina gubernamental. Le gustaba eso de ser mencionada como la pedagoga mejor ataviada. Era como siempre estar vestida para asistir a una fiesta, llena de aderezos, semejante a un pastel: collares, aretes, pulseras, zapatos brillantes, prendedores o pañoletas, todo lo que hiciera falta para lucir un magnífico estado de ánimo, para ocultar cualquier angustia o desasosiego. El maquillaje perfecto, las ideas un poco revueltas, el pelo muy corto. Lo único molesto era tener algunos kilos de más. ¡Había experimentado tantas dietas! ¡Tantas! La de la luna, la de los carbohidratos, la de los tres días a líquidos, la de los siete días a frutas… Todos los días sin relaciones sexuales con su marido.

Se observó detenidamente ante el espejo y ajustó la tela. ¿Cuántas veces no había intentado arreglar aquel asunto? Manuel no quería tratarlo: el sexo no era importante. Tal vez la convenció, porque a últimas fechas ella tampoco insistía. El espejo no le devolvió su figura, sino la de una jovencita de dieciocho años, blanca, guapa y alegre, con un uniforme de deportes blanco que, a pesar de ser espantoso y lleno de tabloncitos, le permitía lucir sus bien formadas piernas. Ahí estaba él, mirándola, con una sonrisa; observándola con curiosidad. El maestro de deportes, un hombre mucho mayor que ella; un loco agradable, juvenil y divertido. Un futuro aberrante, lleno de zozobras.

Esa tela no era nada fácil de cortar, se arrugaba. No era experta en el corte, pero le encantaba hacer su ropa. A todo el mundo deslumbraba con sus vestimentas. Era lo único en que estaban de acuerdo ella y Manuel; también él era un tanto estrambótico para vestir. El hilo de la bobina enredado, la costura hecha una maraña. Sacó de la máquina la tela y empezó a desembrollar. En diversas ocasiones hubo comentarios sobre Manuel que insinuaban cosas bastante desagradables. ¡Claro que estaban locos! ¡Eso era imposible! Tan apuesto, tan varonil, tan… ¡imposible! ¡Qué puntadas! Descosió y repulgó. Ya era tarde y ninguno de sus dos hijos llegaba. Antonia había ido a jugar; ojalá y no salga con que le atrae el maestro de deportes.

Cuando se casó pensaba de otra manera; tampoco vestía así, era una chica sencilla, alegre y despreocupada. ¿Por qué se enamoró de un hombre tan complicado? Nunca había querido divorciarse. Mientras las cosas no tuvieran que ver con lo sexual, por lo menos se hacían pasaderas. A pesar de todo, su matrimonio no estaba tan mal. A veces, eran felices. La gente era terrible y le gustaba hablar de más. ¿Y las constantes humillaciones? ¿Los rechazos a su persona? Todo ese deseo que sentía por Manuel destrozado en una absurda noche de bodas; el sexo como manifestación de la indiferencia, por quién sabe qué motivo y, después, la mayoría de las veces igual. Indiferencia y frialdad. A veces, repulsión.

Enredar y desenredar el carrete. Angustia, lágrimas, disculpas. Año tras año, ribete tras ribete. ¡El sexo no es importante! ¡No es importante! ¿Y el amor?  Esa profesión no la conoce Manuel. Pero ella sí. ¿Por qué nunca lo dejó? ¿Por qué no lo engaño? ¡Era una cobarde, una hipócrita! ¿Otra mujer? ¿Tendría Manuel otra mujer? ¡No! De eso estaba segura. Ése no era el problema, las mujeres no eran el problema.

Debía pegar la escarola. Linda se veía de color azul turquesa, su color favorito. Hombres y mujeres, todo, todo mundo hablando de sus vestidos, viéndola con envidia, hablando mal de ella, de sus actitudes. ¡Es una déspota, prepotente, sólo saluda a los que según ella están a su nivel! Le había costado su trabajo llegar a ese puesto; tenía derecho, entonces, a menospreciar a todo aquel que no reuniera las cualidades de la gente triunfadora. Ella era así: miraba siempre por encima del hombro, con la ceja hasta arriba, a la María Félix. Esa gente que no perdonaba que ella tuviera una carrera destacada, un hogar feliz, con un marido… Bueno, un marido. Se terminó el bies, tal vez una bastilla falsa fuera lo mejor. ¿El hilo transparente? Cuántas estupideces tuvo que soportarle a su condiscípula Rosaura. ¡Imbécil! Rosaura era una imbécil mediocre que nunca había destacado, una fotógrafa como cualquier otra. ¿Por qué tuvo que encontrarla para escuchar todo aquello? ¿Cómo esperó que le platicara todos esos chismes sobre la fiesta de los productores de cine? ¿El hilo transparente? ¿El hilo transparente? ¿En dónde estaba el hilo transparente? ¿Dónde estaba ese hilo? ¡Ese maldito hilo! Recién casada, mucha gente se lo insinuó; nunca quiso darle importancia. Rosaura tenía como característica ser prosaica y vulgar: “¡Tu marido no se mide! Llegó a la fiesta con el cuero más cuero. ¡Qué chico más guapo! Seguramente… ¡No cabe duda, ustedes son muy liberales, muy europeos!”. ¿El hilo transparente? Una bastilla falsa era lo mejor. ¿Era eso? No, seguro que no. ¡Sus hijos, la gente, la familia! ¿Y ella? Ella era una mujer elegante, preparada, con una casa preciosa que tenía cocina integral, con un cuarto de costura que…

Corrió a su recámara. La aguja y el hilo. La garganta hecha nudo, un enredo en sus pensamientos. Aventó la tela a un lado de la cama. Manuel alguna vez la beso con pasión, con amor. ¿La llegó a acariciar? ¿Le tocó el cuerpo? ¡No, nunca lo hizo! ¿O se le había olvidado? ¡Necesitaba recordarlo! ¡Sentirse ella!  ¡Humectar el cuerpo! Se acarició con violencia, frenética. Un dolor intenso en el bajo vientre, sus pechos, sus muslos. ¡Manuel! Un grito del pensamiento. ¡Tener un orgasmo! ¡Un orgasmo! ¡No, no, no! ¡Desgraciado, maldito! Un sollozo. ¡Manuel, no! ¡Ni siquiera para eso! ¡Cualquier otro! A él lo odiaba. Los ovarios le seguían doliendo. En un ataque de histeria se convulsionaba. Un llanto incontenible.

Se fue calmando. ¡Su vestido! ¡Su vestido! Había que terminar ese vestido. Hubiera pensado en dárselo a la modista, pero no, la modista no conocía bien su cuerpo, no lograba disimular los defectos de su figura. En cambio, a ella le quedaban preciosos. Necesitaba estar lista para la cena de esa noche. ¡Tal vez si confeccionara un modelo imaginario…! Eso era lo que había hecho siempre. No era posible seguir así. Tampoco se atrevía a dejar a Manuel. Recogió la tela, le faltaba muy poco para terminar. ¡Qué cara tan espantosa! ¡El espejo no reflejaba a la mujer extravagante y arreglada! Tomó un algodón, lentamente, y, como en un ritual, comenzó a despintarse. Luego de limpiar muy bien su rostro, procedió al nuevo maquillaje que fue transformándola. Los labios, el blanco en los párpados, rubor en las mejillas, los ojos bien delineados; necesitaba algo que les diera un verdadero brillo. ¡Ese vestido se le vería precioso! ¡El mejor de todos los que había hecho! La gente abriría la boca en cuanto ella dijera: ¡yo lo hice! ¡Eso siempre impactaba! Y, con los accesorios y el maquillaje, esa noche volvería a ser una mujer feliz.

 
Por Gabriela Ynclán
 

Written by La Mascarada

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