Agaete, 4 de abril de 1937 (cuarta parte)

Dejó que la imagen de Encarna se diluyera en el aire —se sentía culpable por pensar en ella allí, en casa de su cuñada y en presencia de su hija—, y entregó un paquete con carne fresca a Rosario, que estaba guardando el pizarrín de Clara en la maleta de la escuela. La tía de Clara era un gran apoyo y si no hubiera sido por ella, quién sabía qué habría sido de la pequeña durante aquellos primeros días de enajenación y derrota. Rosario había perdido a su esposo años atrás, en el naufragio del Guayarmina, y nunca habían tenido hijos, por lo que amaba a la chiquilla como una madre y la consentía como una tía. La buena mujer disfrutaba de la compañía de Clara y los tres estaban unidos por un lazo indestructible con nombre de esposa, hermana y madre.

—Nos vamos a casa —besó la cabeza de su hija—, despídete de la tía.

—¡Hasta mañana, tía Ros!

Clara, que salió a su lado brincando y haciendo malabarismos con la cartera de la escuela, no tardó en sumirse en un silencio muy poco habitual en ella.

—Mi niña, ¿qué piensas?

—Que el pueblo está un poco raro, como en silencio —contestó, con un tono más bajo de lo normal, como si evitara romper el silencio al que se refería—. No hay mujeres y niños en la plaza, ni hombres jugando al tresillo en Ca’Pepe , pa.

Ángel no se había percatado hasta entonces. Pensó que Clara estaba en lo cierto y le extrañó ver la puerta de la bodega entornada, pero en cuanto enfilaron la calle Guayarmina, la voz de su hija borró toda inquietud.

—Papá, ¿por qué en la escuela ya no está cho’ Amancio?

—Amancio tuvo que irse a la guerra, cariño.

—¿Y por eso no hay ningún maestro y son todo maestras, pa? —insistió, mordiéndose el labio y apretando fuerte la medallita que había pertenecido a su madre.

—Sí, chinija.

—¡Requeteporras fritas! —exclamó.

—¿Y eso? —rio el matarife, imitando instintivamente a su hija y tocando su medalla, que era idéntica a la que descansaba en el cuello de Clara—, ¿se puede saber a qué viene?

La niña le explicó que ella pensaba que las chicas eran mucho más listas que los chicos, a los que consideraba unos bobos. —«Tú no, papá», le había aclarado—. Por eso no se extrañó cuando los maestros se fueron de la escuela y las maestras se quedaron. Su mejor amiga y ella habían discutido sobre el tema y como Clara estaba convencida de tener razón, ¡se apostó una bolsa llena de boliches de colores! Su amiga Benita pensaba que las chicas no eran más listas, porque de ser así, los curas serían mujeres. La respuesta que él acababa de darle confirmaba su peor temor y la niña caminaba muy pegada a su pierna, lamentándose en voz alta de haber perdido sus boliches favoritos.

Ángel contuvo la risa e intentó consolar a Clara, que iba tan concentrada pensando en cómo convencer a Benita para que la dejara quedarse el bolón grande y la canica verde, que ni siquiera se dio cuenta de que su vecina, siempre alerta, no estaba esa tarde golisneando7 desde la ventana.

La noche cayó sobre Agaete y mientras daba paso a la madrugada, fueron muchos los que huyeron a las cuevas de Visvique o que subieron a Tamadaba, pero otros, ignorantes de que su nombre había sido incluido en una negra lista, fueron apresados y llevados a rastras y maniatados hasta la plaza de San Pedro, para unirse al resto de infelices que habían corrido la misma suerte. Desde allí los trasladaban a una guagua que esperaba en el Lomo del Manco y que los conduciría a un final incierto.

En casa de los Muñiz, el intento de fuga de Encarnita se había visto truncado por un nutrido grupo de hombres que no paraban de entrar y salir. La joven, que se había resignado a posponer su huida, pensó que debía enterarse de lo que estaba sucediendo, porque su intuición le decía que se trataba de algo importante.

Para cuando las voces de un ebrio Mando la hicieron tomar conciencia de la situación, era más de medianoche y, aunque pensó que no llegaría a tiempo de avisar a Ángel, supo que si no lo intentaba, no podría perdonarse jamás. Cogió un pañuelo amplio para disimular su amoratado rostro, abrió la ventana de una pequeña sala que daba a la calle y tras persignarse con gesto automático, se arremangó el vestido y saltó.

 
Por Carlota Suárez García

 

De La tumba del rey (Huso, 2019)

Written by La Mascarada

Loading Facebook Comments ...