Anaïs

Se alzó una pancarta desde un asiento en la última fila de la galería Christie’s en Tokio. Se trataba de la más grande oferta para un cuadro de autor desconocido donde figuraba una mujer desnuda sobre un diván cubierto de flores de loto, en una mano sostenía un extraño abanico mientras se miraba al espejo. Anaïs era el nombre del cuadro y de la misteriosa mujer que figuraba allí. Sus cabellos adornados con joyas caían sobre su regazo y cubrían el triángulo de venus. El diván se ubicaba sobre una terraza elevada hecha de madera en una casa en Hanói. Al fondo se observaba un estanque con nenúfares de varios colores y el sol se desangraba en el crepúsculo, cuyos colores reflejados en el agua daban un contrapunto con los largos rizos color bermejo de la joven. A través del espejo se observaba un delicado perfil de lo que podría ser una geisha de rasgos europeos.

La desdeñosa oferta tuvo éxito y se lo adjudicó sin emulaciones. Pronto tendría en su poder el objeto que había buscado durante muchos años. El incólume cuadro había sobrevivido a las guerras y saqueos de la vieja Tonkin. Nunca se supo cómo fue a parar a la colección artística de Christie’s. Abandonó la sala, agobiada del aire contrito, ya en la calle tomó un fuerte respiro y se dirigió al hotel. Con una sonrisa de satisfacción, caminó cadenciosamente por las calles repletas de luces titilantes; estaba por concluir la mejor empresa en la que se había aventurado desde su juventud. Se trataba del cuadro de su abuela, el cual encerraba un secreto familiar guardado por generaciones. No faltó el hecho de que muchos lo tomaran como una leyenda.

La pequeña Anaïs con doce años había llegado a Quinam o Cochinchilla con su padre en un barco que fondeó primero en Camboya. El clima monzónico con sus tifones retrasó el arribo a su nuevo hogar. Luego de dos semanas se encontraron con un hombre bajito, de cabeza rapada portando una coleta trenzada y con sombrero cónico de paja que les esperaba en el muelle. El calor del sol tenía sudando a Ho Lin y la niña evitó tomarle la mano húmeda para bajar de las escaleras del barco. Se atusó las mangas del vestido y descendió lentamente frente al ceño fruncido del asiático anamita. Su padre le seguía detrás y con un ademán señaló a Ho Lin que bajara todo el equipaje. El señor Dupuis se quitaba el sudor de la frente con un pañuelo y, con la otra mano, bajaba aferrándose al pasamanos de las escaleras del barco hasta tocar tierra.

Ho Lin los condujo hacia una carreta de las que esperaban en la costa para llevar gente a la ciudad de Saigón. Era el año 1869 cuando Jean Dupuis, una vez que quedó viudo, decidió viajar acompañado de su hija hasta el último rincón de las colonias francesas, deseoso de comerciar con sal y armamento para lo que todavía quedaba de la Compañía Francesa de las Indias Orientales.

La primera noche la pasaron en un hostal para franceses y, al día siguiente, consiguió en venta una casa abandonada por miembros de la dinastía anamita en las afueras de la ciudadela que enseguida comenzó a remodelar. En poco tiempo, el sitio de una sola planta hacia alarde de modernidad y frescura elevándose sobre la tierra y la agreste selva que albergaba serpientes y toda clase de animales salvajes. Anaïs no conseguía integrarse en aquel paraje aislado del ajetreo de la ciudad. Ante la inquietud de la niña, su padre comenzó a llevarla consigo en sus múltiples visitas al centro de Saigón. La dejaba en una escuela para europeos instalada en la zona cercana al Palacio Norodom o Palacio de Gobierno, en la época en la que Quinam pasó a ser colonia francesa. Otras veces era Ho Lin, que trabajaba para Dupuis y vivía en sus dominios, quien la llevaba a sus clases. Mientras Anaïs descubría la cultura asiática con algunos compañeros de la escuela, Dupuis iba al mercado a orillas del río Saigón, mejor conocido como el Gran Canal, a visitar a los campesinos recolectores de sal. La escuela era un sitio modesto de piedra con techo de teja semi acanalada donde tomaban sus lecciones sentados en el suelo sobre finos tapetes de paja. El profesor se acomodaba en un cojín sobre el tapete detrás de una mesa baja donde les enseñaba historia, literatura y gramática francesa. La niña se sentía más atraída por las letras, la artesanía y la pintura de la localidad que por las enseñanzas del profesor. Para ella, todo el entorno encerraba un halo de misterio y exotismo que la embriagaba por lo que intentaba mezclarse en él.

Durante su estancia en la escuela conoció a una niña de padre francés con madre anamita nacida en Saigón. Ambas compartían su tiempo juntas al término de las clases. Anaïs disfrutaba contándole historias sobre la vida en el Paris que había dejado meses atrás. Giselle escuchaba fascinada la forma de vida en Europa sin poder concebirla más allá de los libros que conseguía leer, todos ellos prestados por el profesor.

Por las tardes recorría con Giselle y Ho Lin la avenida Norodom bordeada de árboles de tamarindo donde se detenían a cortar los frutos, les quitaban las cascaras y se los comían camino a casa. Otras veces se sentaban al pie del río llamado arroyo chino o río Saigón, a observar el claroscuro anaranjado del atardecer y la llegada de las embarcaciones de junco con los pescadores y las aves que se posaban en las copas de los árboles a orillas del delta. Ho Lin le enseñaba el idioma local a Anaïs y a elaborar los tradicionales abanicos con bambú, paja o la más exquisita seda que encontraban en el mercado principal. Los domingos su padre la llevaba a escuchar misa a la iglesia de Santa María la Inmaculada construida por los primeros misioneros cristianos antes de ser colonia francesa. Después de la misa y una abundante comida, Dupuis se reunía con los extranjeros de la ciudadela a tomar vino de arroz y discutir sobre la política en las colonias. A pesar de que ya llevaba más de siete años perteneciendo al Segundo Imperio de Francia, la resistencia de los nativos seguía en pie vilipendiando cualquier costumbre o actividad gala, con excepción de la lengua. Debido al afluente comercio en la región, y el despacho de los productos anamitas que salían de la Cochinchilla hacia el oeste y lo dominios españoles de la zona, así como la llegada de los bienes y las armas, importados desde Europa, se veían en la imperiosa necesidad de aprender el francés para mejorar sus negociaciones.  El comercio con los españoles asentados en Filipinas, Borneo y Guam se vio acrecentado desde la instalación del Ben Than, el mercado central y en consecuencia de la ayuda militar que tuvieron durante la conquista del reino de Annam, tras la derrota del monarca Tu Duc.

Anaïs se sentaba en la terraza de la casa a escuchar las historias de Ho Lin mientras aprendía la técnica de elaboración de los abanicos, mismos que el hombre vendía después a los inmigrantes que llegaban al principal puerto de la Cochinchilla.

Mas tarde, Ho Lin se casó y llevó a su mujer a vivir a la finca de Dupuis. La mujer, de largos cabellos negros y suaves rasgos, cocinaba para la familia y, en su tiempo libre, hizo que Anaïs aprendiera el arte de la joyería y el baile, razón por la cual la niña dejó la escuela, contrariando así la voluntad de su padre.

Al cabo de tres años, el señor Dupuis, vuelto un acaudalado y poderoso comerciante, decidió marcharse de Saigón, dejando su casa encargada a los empleados, para viajar al norte, guiado por la ambición de explorar el lugar y hacerse de nuevas tierras. Navegó el río Rojo cuesta arriba con Anaïs, quien se había vuelto una hermosa joven, y acompañado de un grupo de anamitas cargados con parte del armamento que comerciaba. En cuanto llegó al lugar más poblado, creó disturbios y se apoderó de la ciudadela de Hanói.

La noticia no tardó en llegar al gobierno de Francia, el cual dispuso que el capitán Francis Garnier fuera enviado inmediatamente para controlar las ambiciones de Dupuis. Pero, cuando este llegó y vio las riquezas del potentado comerciante y regente, se alió a él en su conquista del norte.

Jean Dupuis y Francis Garnier recibían tributo de los pueblos circundantes y con ello comenzaron importantes obras de infraestructura para mejorar las vías marítimas que los conectaban con los puertos del sur y el Mekong. Al año de su regencia de Hanói, Dupuis cayó enfermo de Malaria. Después de quince días de cuidados de parte de Anaïs, no pudo seguir luchando y la enfermedad lo llevó a la tumba.

A la muerte de su padre, la joven, ya cercana a los dieciséis años, quedó al cuidado de Garnier. Este no tardó en convertirla en su prostituta y obsequiar sus favores a todos los franceses y asiáticos con quienes hacía negocios.

La joven sufría los abusos de hombres y de la vida de lujuria a la cual la tenía sometida Garnier. Así veía pasar los días, durmiendo al calor de las frías lágrimas. Ya fuera cuestión de suerte o no, en una ocasión, llegó un chino a visitar a Francis. Había viajado desde Pingxiang hasta Hanói para negociar con oro a cambio de armas que importaba el viejo comerciante desde Francia.

Durante su segunda visita, Anaïs fue ofrecida a Li Meihn en medio de una fiesta organizada por Garnier en su residencia. Li Meihn era un hombre de cuarenta y dos años, respetable comerciante con una fortuna heredada de su padre, quien poseía una mina en China, en la frontera norte de Tonkín. El chino de vientre abultado había quedado tan impresionado con Anaïs que siguió visitando a Garnier tan solo por encontrarse con la joven de delicada tez blanca y ojos miel, quien le bailaba durante sus estadías en Hanói.

En una de sus visitas comenzó a agasajarla con joyas de oro puro que pedía usara mientras bailaba. Al cabo del tiempo, debido a todas las mujeres que entraban y salían de su casa, Garnier perdió el interés en Anaïs y le permitió llevar una vida sin tanta vigilancia y restricción. Sabía que no podía tocarla ni ofrecerla a nadie más porque su relación política y comercial con Li Meihn dependía en buena medida de ella. De manera que puso una sirvienta a su cuidado.

Con el paso del tiempo, Anaïs recibía a Li Meihn con otros ojos. Ya iba atesorando los regalos y aprovechándose de esto, lo sedujo hasta lograr que el chino se enamorara de ella. La joven vivía esclava de los deseos de Garnier y de su amante, en la encrucijada de escapar o sobrevivir a la esclavitud en la que había caído. Cuando el rico comerciante no pudo vivir más sin la presencia de la joven, se apareció ante Garnier y le ofreció comprarla.

Antes de que el francés la enviara a China, Anaïs mandó a forjar una fina daga en oro obrizo, acendrado con buena parte de las joyas que había recibido a lo largo de todas las visitas. Mientras esperaba la daga, elaboró el más bello abanico de seda con incrustaciones de las piedras preciosas que le había quitado a las joyas enviadas a fundir. Le hizo un mango de madera y en cuanto tuvo la daga la escondió dentro de él.

Anaïs partió con su sirvienta, una mañana de lluvia monzónica, hacia Pingxiang para encontrarse con quien fuera su exclusivo amante y convertirse en su concubina favorita. Al llegar a la residencia de Li Meihn, le asignaron una habitación separada del resto de las mujeres. No obstante, participaba de las reuniones y festines del chino en conjunto con las mujeres que tenía. Asolada por su destino y sin poder escapar, seguía bailando en privado para el hombre que adoraba cada parte de su cuerpo y su aún dulce mirada. La maquillaban como geisha y bailaba una mezcla de danza china con el Nihon Buyou moviendo sensualmente su exquisito abanico.

Pasado el tiempo, Li Meihn, aunque seguía disfrutando de la armónica y delicada danza de Anaïs, reposando en cama solía quedarse dormido. Fue entonces, en una de esas noches, cuando la joven francesa aprovechó para acercarse a él sin ser advertida. Luego de un leve jadeo que dio el chino, se sumergió en un sueño profundo y ella, al compás del baile, se fue aproximando cada vez más a él. Observó su rostro y su apacible respiración. Tomó el abanico entre sus manos y sacó la daga. Seguía tan filosa como el día en que la recibió. Respiró del mismo aire que el hombre y, con un rápido y firme movimiento, se la clavó en el cuello, ahogando todo intento de grito que pudiera emitir para pedir auxilio.

Una vez que comprobó la muerte de Li Meihn retiró la daga, y se hizo una herida en el brazo. Después la limpió con la sábana y la colocó de nuevo dentro del abanico. Sabía que podía ser declarada culpable del asesinato, así que tomó un cuadro que colgaba en la habitación de Li Meihn. En la composición aparecía ella en la terraza de su casa en Hanói, mandado a pintar por orden del chino antes de la llegada de Anaïs a Pingxiang. Le dio la vuelta y en la parte de atrás removió una parte del lienzo de piel que cubría el cuadro, fijado con clavos al marco de madera, e introdujo el abanico. Se desgarró la ropa y se alborotó los cabellos. Salió gritando de la habitación aludiendo a un ataque recibido a ambos. Los guardias llegaron enseguida a revisar el cuarto y los alrededores sin conseguir ningún rastro. A los tres días, mientras todos estaban ocupados con el funeral y bajo la conmoción del homicidio, Anaïs escapó y nunca se supo más de ella ni en Vietnam ni en China. Regresó a Francia y se casó con un antiguo comerciante de la Compañía Francesa de las Indias Orientales.

A la semana de haber realizado la compra, Giselle recibió en su domicilio la obra de arte por la cual había hecho una impresionante oferta en Christie’s. Quitó la cubierta con la que venía empacado el cuadro y lo miró fijamente. Suspiró con el estómago encogido. Le dio la vuelta y enseguida retiró una parte del lienzo clavado al marco de madera. Allí, se encontraba el abanico intacto. Lo sacó y lo examino cuidadosamente. Abrió el mango y encontró la daga, la cual aún conservaba una gota de sangre. Colocó nuevamente el lienzo en su lugar, y algo le llamó la atención. Observó que, en la parte central e inferior, había una inscripción:

«…hay tantas maneras de mover un abanico que puede distinguirse a primera vista una princesa de una condesa, y una marquesa de una plebeya. Es más, una dama sin abanico es como un caballero sin espada.» —Madame de Staël.

 

Por Gabriela Quintana Ayala

Written by La Mascarada

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