Valdivia

“Algún día iremos a Valdivia”, decías, mientras tocabas mi rostro. Fue difícil no ceder. Quizá debí hacerlo. Besarte. Dejar que las dudas se convirtieran en dolorosas certezas: no lo dejarías, no ibas a cometer el error de volver conmigo luego de años de penoso, laborioso olvido. Hay errores que, de tan graves, pueden cometerse una sola vez en la vida: simplemente, no se presenta la oportunidad de cometerlos de nuevo (no es mi caso: yo no creo en esa elemental aritmética).

Derruir lo construido durante casi dos décadas con tu esposo: los planes, el pasado, el llamado patrimonio… Hijos no, para mi fortuna, porque si hubieras decidido tenerlos con él, luego de rehusarte a tenerlos conmigo, hubieras matado la tenue, maravillosa esperanza que maldigo cada día.

No lo dejarías. No por mí. Tampoco yo lo propiciaría. Al menos no en ese momento… Pero no sé ahora…

La insatisfacción que sentíamos, que cada uno sentía —primero juntos, luego por separado, buscando en otro lado el amor que no supimos preservar entre nosotros— nos llevaba a creer que el problema estaba fuera, fuera de la resquebrajada individualidad. Bajo esa forma de engaño nos decíamos que había una posibilidad, algún lugar en el mundo, quién sabe dónde, pero lejano, distinto a éste. Un lugar en el que podríamos ser felices.

Repasábamos posibilidades: las ciudades que conocimos juntos y cada uno por su parte, tras separarnos. Alguna ciudad con río… Coincidimos en Londres, pero opinamos que sus pobladores están muy alejados de nuestra idiosincrasia, de nuestra afectividad tropical llena de los aspavientos y gesticulaciones que criticamos cuando estamos en nuestro país y añoramos cuando pasamos demasiado tiempo fuera.

Londres no: no con su gente de trato desconfiado y fría elegancia que ceden únicamente tras largos años de convivencia. Eso y el invierno. Que en realidad son lo mismo.

Hablábamos de la sensación de no pertenecer, de esa inquietud interior que parece estar ahí, observando nuestras pequeñas acciones cotidianas, nuestro pequeño drama de vida funcional; ignorada en la medida de lo posible, por largos periodos en ocasiones, pero siempre ahí, vigilando en el trasfondo, con su sonrisa desdeñosa. Y llega el momento en que te golpeas la pierna con una silla, te quemas con el café o te miras por accidente en un espejo, y se oye su risa burlona. Y recuerdas que todo el tiempo ha estado observando.

Y decíamos que debe haber un estado de ánimo, un río, un cielo distintos. Una ciudad donde pudiéramos liberarnos de esa parte de nosotros mismos —también en eso coincidimos— que estábamos hartos de sentir como identidad. Cansados como si en algún remoto pasado, sin ninguna explicación, la sombra que uno proyecta se hubiera vuelto un lastre, un motivo de angustia.

Recordaste que un profesor que admirabas, siendo niña, mencionó alguna vez una ciudad lejana, reconstruida con heroísmo tras uno de los temblores más fuertes de los que se tenga registro. O el más fuerte. Tu imaginación infantil la envolvió con el anhelo de lo inalcanzable. Luego, conforme creciste y empezaste a sentirte ajena, desterrada, el sentimiento se intensificó, aunque olvidaste cómo se llamaba la ciudad.

“¿Cómo es que algunas personas siempre tienen a dónde ir, cómo es que pueden reconocerse como parte de un lugar?”, me preguntabas. Entonces recordaste el nombre que le diste a tu anhelo, y que coincidía con el nombre de esa ciudad en el sur de Chile. Mencioné que alguna vez la visité, que tenía un río que desembocaba en una playa helada, rodeada de altos árboles de una especie que en nuestro país sólo existe en la montaña (y las montañas sólo existen lejos del mar). Un río adormilado que los leones marinos remontaban para alimentarse del desperdicio del mercado de pescado, puntualmente ofrecido por vendedores y visitantes. Entre más la describía más te interesaba, una ciudad creada por tu imaginación de niña y mis recuerdos de una época que parecía feliz.

Tú, con tu vida marital y tu horario ordenado; yo, con mi vida y horarios dictados por la soledad, compartimos esa tarde el sueño de Valdivia.

Un lugar para ser felices.

 

Abril de 2020

 

Por Héctor Luis Grada

Written by La Mascarada

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