Y nacieron los pájaros o de cómo olvidé escucharlos

La vida está hecha de rutinas, siempre las mismas. Cinco de la mañana, el despertador suena mientras me niego a salir de la cama, aplico los cinco minutitos más, pero se convierten en quince. De un salto me levanto aún con los ojos cerrados, adivino cada paso para no chocar con alguno de los muebles que sin piedad se atraviesan en mi camino. El nuevo día comienza en el reloj, pero la oscuridad engaña mis sentidos. Me doy un regaderazo. Ya totalmente despierta, mi mente se prepara para la serie de tareas que deberé realizar a lo largo del día. Las hijas, marido, trabajo, escuelas, ¡uff… es agotador!

Y en medio de esa excitante y abrumadora rutina, en un instante cualquiera, se abre un paréntesis en el espacio y el tiempo.

El reloj se detiene. El pasado se confunde con el presente.

De nuevo amanece, afilados rayos del sol se filtran por mi ventana, ganan terreno a la noche, intento levantarme por mero reflejo, hasta que recuerdo que no es necesario. La habitación que siempre dejo en tinieblas hoy luce brillante, en las paredes se forman sombras que no reconozco, figuras caprichosas que me seducen. Aquellos rayos rozan cálidamente mi piel y me cobijan del frío de la mañana. Esta vez, mis ojos no se resisten, despiertan al nuevo día.

No tengo prisa. De nuevo cierro mis ojos y me dedico a escuchar el concierto de la naturaleza que hasta ahora permanecía en sosiego. Detecto cada sonido, el viento mece las hojas de los árboles que juguetean golpeándose unas a otras. El nocturno grillar sustituido por el canto de los pájaros que gorjean sin tregua, ¿acaso nacieron ayer? Hace tanto que no los escuchaba.

Un vacío en el estómago me obliga a levantarme, pongo la cafetera y me siento a observar cómo va cayendo cada gota en el recipiente, su aroma me deleita, tomo un poco, una cucharada de azúcar y crema. Disfruto cada sorbo mientras rodeo con mis manos la taza. Como un plato de fruta, no apetezco algo más.

El reloj de cuerda que me regaló mi padre antes de morir para su marcha como si se tratase de una metáfora del tiempo que se detiene, ni siquiera necesito contar las horas. Mi familia aún duerme, tomo un libro que había dejado pendiente, me recuesto en el sofá, me tapo con una cobija y me dispongo a leer.

Me levanto solo para darme un baño, siento el agua en mi cuerpo, respiro el aroma perfumado del jabón que me acaricia con suaves burbujas, permanezco bajo el chorro más que de costumbre, la sensación es la misma, pero es diferente. El sonido de la regadera me recuerda la lluvia que cae por las tardes, aquella que me gusta mirar desde la ventana, observo cada gota resbalar por el vidrio y juntarse con las demás al formar un hilo de agua, un caminito como solía llamarle cuando era niña. Me visto con ropa cómoda, hoy no necesito maquillarme, mi piel respira aliviada.

Salgo del baño y el aroma a huevos recién cocinados me da cuenta de que mis hijas prepararon su desayuno, no necesito preocuparme, invitan a su papá que por el confinamiento trabaja en casa. Despreocupada me recuesto nuevamente y continúo leyendo, escribo, leo, vuelvo a escribir sobre cualquier cosa.

Preparo algo sencillo de comer, una lata de atún, mayonesa y verduras, lo acompaño con galletas saladas y agua fresca. Comemos en familia, por primera vez en mucho tiempo coincidimos. Conversamos de varios temas, mis hijas sienten miedo, Covid 19, noticias, información obsesiva de las redes sociales, rumores y mentiras. Su padre y yo tratamos de tranquilizarlas, estamos en casa, estamos a salvo. Es como vivir en un oasis.

Planeamos actividades en familia, hacer ejercicio, conocer museos y tomar algunos cursos en línea, jugar juegos de mesa, bailar, preparar diferentes platillos, hasta pondremos una mesa de ping pong y la alberca portátil en la azotea, pero ya habrá de tiempo de eso. Hoy no. Este instante es para mí.

Afuera las aves siguen su fiesta, me había olvidado de escucharlas. Adentro, aprovecho aquello que durante años no he podido, mi casa, mi familia, mi espacio. El tiempo se detiene en cuarentena y me permite disfrutar un momento que jamás imaginé. Y como paradoja de vida, la tristeza de una pandemia se transforma en la satisfacción de una pausa.

 

 Por Amira Scherezada Pastrana Tanus

 

 

Written by La Mascarada

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