La horda

—¿No usás barbijo, Ignacio?

—No, señora. Eso es para la gente que se contagió. No se puede usar barbijo indiscriminadamente.

La vecina lo miró extrañada. De repente, Ignacio le parecía un subversivo. Él leyó el mensaje entre líneas y no dijo nada más. Llegaron a la planta baja. Abrió la puerta, la dejó pasar y la saludó.

—¿Tenés que ir a trabajar todos los días?

—Sí, Beatríz. El supermercado no cierra. Que tenga buen día.

Caminaron en direcciones opuestas. Ignacio, a la izquierda hacia César Díaz y después a la derecha para salir a Nazca. De ahí, tres cuadras hasta el Carrefour Express. Su vecina, al contenedor de basura. En el grupo de WhatsApp del edificio lo habían dejado bien claro: debido a la falta de portero cada uno se tenía que encargar de sacar su bolsa.

Ignacio cumplió su horario sin quejarse. En realidad, prefería salir que quedarse en cuarentena. En su casa se sentía frágil. Todo le recordaba a su soledad. Pero mucho más, la foto del día que se casó con Juana. Llevaban cuatro años de divorcio. Ella se había quedado con la tenencia de las nenas. Ahora, el régimen de visitas estaba suspendido y no sabía cuándo las iba a volver a abrazar. Mejor estar en el trabajo, pensó, así no me quemo la croqueta.

A las 20 volvió a su casa. Subió por la escalera. Desde que se había declarado la cuarentena hacía lo posible para no sucumbir ante la psicosis. Pero, tampoco era inmune. El ascensor seguramente estaba lleno de gérmenes. Y de virus, claro.

Para abrir la puerta sostuvo la llave con la remera. Entró sin tocarla y la cerró con el pie. Se lavó bien las manos, mientras tarareaba el estribillo de la Marcha Peronista. Sacó de su mochila la cena: un paquete de milanesas de arroz y otro de puré Chef. Calentó el aceite y el agua. Metió una milanesa en la sartén y vació la mitad del paquete de puré en la olla. Estaba todo encaminado cuando empezó a escuchar gritos y golpes. Primero, se asustó. Después se acordó de lo que habían mandado por el grupo. A las 21 convocaban a cantar para que la gente acatara el aislamiento social y se quedara en su casa. A Ignacio esas consignas le parecían estúpidas. No lo veía como una forma de unión en la crisis. Más bien le recordaba a Vigilar y castigar. Salió al balcón para escuchar mejor.

El vecino de abajo estaba sacado. “¡quedate en casa la puta que te parió!”, gritaba, mientras golpeaba la baranda y hacía un ruido infernal. Todo el barrio cantaba.

—¡Ey! Che, ¿podés dejar de golpear la baranda, por favor?

No hubo respuesta. El vecino paró durante dos segundos y después siguió dándole al metal. A lo lejos, una mujer gritaba desaforada.

—¡Hay que denunciar al que salga! ¡Hagan la denuncia al que salga!

—Esto es el colmo —dijo Ignacio en voz alta— pasamos de la paranoia a la exaltación de la justicia por mano propia. ¡Qué país, che!

Volvió a la cocina. El puré se le había pegado a la olla. Puteó. Lo sacó del fuego e intentó rescatar algo. En ese momento sonó el timbre. Se acercó hasta la puerta y estiró la cabeza para espiar por la mirilla sin llegar a tocarla.

En el pasillo, una horda de vecinos comandados por Beatriz lo increpaban. Estaban armados con palos de amasar y tenedores. Uno llevaba en alto la escobilla del inodoro.

—¿Cómo es eso de que saliste gil? ¡Te vamos a sacar a la calle por irresponsable!

—Pero, ¿qué dicen? Trabajo en el Carrefour, ¿qué quieren que haga?

—¡No se puede salir! —Gritó una vieja que tenía un perro horrible en brazos.

—¡Abrí la puerta si sos guapo, dale! —Dijo el vecino de abajo.

Ignacio abrió la puerta. Estaba enojado, quería mandarlos a cagar. Pero pensó que si les mostraba la credencial del supermercado con su nombre, iban a entender. Estaba decepcionado porque Beatriz estuviera ahí, aunque no le sorprendía.

En cuanto abrió la puerta se le fueron al humo. Lo agarraron entre tres y lo subieron al ascensor. Lo tenían de las muñecas. Le hacían doler. El resto de los vecinos y vecinas bajó por la escalera. Para salir del ascensor lo levantaron como hacen los amigos en los casamientos. Solo que en este caso no había una buena intención. Mientras Ignacio veía todo desde arriba, Beatriz abrió la puerta de calle. Lo bajaron y lo tiraron al piso, sobre las baldosas de la entrada. Se golpeó la nariz y le salió sangre.

Arrodillado y agitado, Ignacio no podía creer lo que veía. Lo habían echado del edificio. De su propia casa. En el palier, los vecinos y vecinas vitoreaban. Lo señalaban del otro lado de la puerta de vidrio. Parecía que echaban espuma por la boca.

De repente, Beatriz estornudó. En la emoción del momento olvidó hacerlo dentro del codo. El grupo se quedó mudo. El vecino de abajo de Ignacio la miró con odio. En seguida, estornudó él. Tenía tanta bronca contenida, que no pudo evitar hacerlo con la boca abierta y le salpicó saliva a todo el mundo. En ese instante, se cortó la luz. Empezaron los gritos. Le pedían ayuda a Ignacio, que les abriera la puerta. Que dejara que salieran.

—¿Nos vas a dejar morir acá, pelotudo? —Preguntó Beatriz.

Ignacio se tentó. Empezó a reírse compulsivamente. En el palier, le decían de todo y le apuntaban con la linterna de los celulares. Él se metió la mano en el bolsillo: tenía las llaves del Gol y un paquete abierto de maní salado. Se paró y se sacudió la ropa. Caminó media cuadra. Desactivó la alarma, entró al auto y se tiró en el asiento de atrás a ver Netflix en el celular.

 

Por Mavi Massaro

Written by La Mascarada

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