Angela

Sobre el iluminado empedrado de la calle, Angela danzaba una música imaginaria en el precioso mediodía de verano. Roy, tendido sobre la vereda, emitía risas que casi eran murmullos mientras la niña continuaba doblando su erguido talle, echando el largo pelo negro hacia atrás, tocando con los pies desnudos ―a ratos― los blancos muslos rollizos del niño que aún no usaba lentes. Angela lucía un sobrio traje de gamuza granate, un atuendo especial para Roy, a quien durante la celebración del último cumpleaños de la niña, le había parecido verla bellísima con ese profundo color que no se despegaba de su memoria.

Entonces todavía no iban al colegio. Pasaban los días dedicados a inventar juegos, a mirarse extrañamente como en la oportunidad del baile fantasioso; tal vez a buscar herramientas o piezas viejísimas de automóviles en el amplio garage del señor Durán, padre de Angela. La señora Modesta, madre de la niña, cuidaba de ambos ya fuera en la mañana o en la tarde mientras atendía su pequeña tienda de frutas y dulces, yendo hacia la cocina a probar el caldo, interrumpía la somnolencia de su tejido llevando a los niños a ver los chapoteos de los patitos en su laguna, al fondo del enorme garage, a un buen trecho de la carrocería oxidada donde gallos y gallinas, para asombro de Roy, dormían parados, aguardando tensos la revolución siempre deslumbrante del sol al amanecer. La señora Lola, madre de Roy, se acercaba al mediodía y hacia el atardecer al garage, vecino a su casa, para recoger al niño y entablar una breve y cordial conversación con Modesta. El mayor entusiasmo de Roy consistía en ser conducido por su madre ―a las cinco de la tarde― a tomar un fresco baño espumoso en la impecable tina blanca de bordes azules, donde con delectación sentiría el placer de ser lavado, talqueado y vestido por su madre, antes de recibir de sus manos un pan recién salido del horno de Manolo ―panadero de la cuadra― y un sabroso plátano especialmente maduro, escogido de una cabeza de Chulucanas, donada por Ruidías, mediano agricultor amigo de su padre, a quien invitaba una vez al año a disfrutar de los campos veraniegos cubiertos de jugosos mangos y limones regados a la vera de la terraza en que los Ruidías descubrieron para Roy el plácido vaivén de las hamacas.

Algunas veces llegaba temprano al garage, después de trabajar el taxi el señor Durán, un hombre casi viejo siempre envuelto en un pantalón de drill y una camisa blanca de manga larga. Su pelo de canas incipientes contrastaba con el verde encendido de sus infaltables lentes ahumados. Eran pocas las oportunidades en que Roy permanecía en el garage después del arribo del señor Durán; intuía quizá en su laconismo, en su imperturbable severidad, el afán de gozar de la intimidad hogareña y rápidamente lo saludaba despidiéndose, lanzando a Angela una mirada cómplice, asegurándole que la historia seguiría más tarde.

Un lugar vedado del garage, para Roy, era el cuarto de Angela y sus padres, empotrado en el lado derecho, hundido más allá de las graditas, con sus blancas paredes de yeso adornadas por efigies de santos, cuadros de Jesucristo en todas las poses; en el sermón de la montaña, en la última cena, pastando unas ovejas con aureolas sobre sus cuernos, de niño frente a desmesurados doctores de la ley y en la inevitable fosforescencia roja conocida con el nombre de corazón de Jesús. La habitación estaba atravesada por gruesos cordeles de donde pendían prendas de diversa índole. De día o de noche siempre sometido a la oscuridad, el cuarto de Angela, pocas veces visitado por Roy, impregnaba en sus papilas olfativas una mezcla oscilante de hule húmedo de orines nocturnos y ropa adherida al olor sexual, más una capa intensa de timolina, ese frasco ámbar y delgado que Roy jamás había visto en su casa.

De allí brotaba siempre Angela con una sonrisa dispuesta armónicamente bajo sus ojos casi rasgados. Roy contemplaba gozoso el largo cabello negro de la niña, peinado y acariciado por Modesta, quien pasaba con suavidad sus maternales manos regordetas sobre la cabeza de Angela, tocada por la brillantina rosada, viscosa y esplendente que al parecer nunca se acababa.

La humeante estela de luz que ascendía hacia el cielo dejaba una sensación de escalera interminable en la mente de Roy. Su madre esparcía el dedeté hacia el atardecer. Aparecía el piano de la sala donde, algunas noches calurosas del verano, la señora Lola tocaba y cantaba antiguos tangos que resonaban en la sensibilidad del niño, hasta conducirlo a la ensoñación que proporcionaba la música a esa hora: noches con la puerta de la sala abierta y la proposición de un juego nuevo con Angela, al día siguiente.

Esa tarde que aún olía a insecticida, la señora Lola cosía tranquilamente en su cuarto, habitación situada inmediatamente después del escritorio donde estaba la puerta de la calle. Roy hizo entrar a la niña, silenciosamente. Habían escapado de las miradas de Modesta y su marido. Decidieron quedarse en el escritorio. Un par de estantes, un pupitre y unos muebles naranja eran el lugar deseado. Desde un tiempo atrás habían descubierto que jugando al enfermo y la enfermera, los tocamientos eran sumamente placenteros. Buscaban los lugares más solos, las horas menos frecuentadas por la gente, la mirada cómplice para dedicarse al goce que por algún extraño motivo sentían censurado, imposible de realizar en público.

―Echate en el sofá ―dijo ella―, y ahora te voy a curar.

La pequeña mano derecha de Angela subió una pizca la camisa sobre el vientre, acarició lentamente la barriga de Roy, la palma de su mano erizaba una voluptuosidad innombrada. Sonriente la niña con la mano izquierda comenzó la faena de bajar muy despacio el corto pantalón del niño. Roy sentía el elástico de la pretina arrastrándose sobre su espalda al esmero de Angela. El amarillo intenso del pantalón cada vez resbalaba con más facilidad. Una explosión latió en ambos corazones cuando el pene del niño quedó al aire, erguido entre los pequeños dedos de la niña.

Sonó el timbre. Aún no repuestos de la sensualísima turbación, inmovilizados, fueron encontrados por la señora Lola cuando, desesperadamente, Roy alcanzaba a decir:

―¡Angela, súbeme el pantalón!

Después de llevar a su casa a la niña, la señora Lola castigó severamente a Roy, quien poseído por la vergüenza la escuchaba decir que el cuerpo era de Dios y que por eso nunca se tocaba.

Mucho tiempo después Roy recordaría aquel episodio como el último de su vida sexual en la infancia cuando, tras casi diez años de destierro erótico, aguardaba en la puerta de un cuarto de burdel a la que habría de acabar de una vez con su inocencia.

 

Orillas del río Cooper, sur de New Jersey, abril de 2020

 

Por Roger Santiváñez

Written by La Mascarada

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