Entrevistas con José Lezama Lima (cuarta parte)

SU RETRATO DE MARTÍ

 

Martí es un vecino arropado de los senderos, un solitario que mira de frente y se abanica con palmas, una levita olorosa a camino, a monte, a ciervo que busca amparo, a banderón de la entrada. Su mentón huidizo carece de importancia, porque vive bajo un follaje bigotudo. Es una persona intensa, olvidada de los espejos. Crece duplicándose desde la barbilla a la frente, donde redoblan faldas y palmares. El mar es un apócope de su persona y él es un aféresis bien pensado del mártir. La suma amplitud de su patriotismo se ensancha con la magnitud del hueso frontal y algunas occipitaciones de fondo. Ojo de mirar profundo, aunque no oscuro, penetrante, aunque sin filo, perfila una sinuosa búsqueda sin sombrero sobre la tierra. Se entrega, con cariño manifiesto, manosea, acaricia de cerca, exhibe dedos irrefragables, se acoda, escucha, percibe, riposta. Y entre ambos, platicador y platicado, abulta una enredadera de tilos y cundiamores, saúcos y buganvilias, hasta que amanece y las crepitaciones se rinden incondicionales al verbo. ¡Qué mansa inmensidad, qué furiosa dulzura! Adereza palabras inefables para alabar virtudes y anatemas espantosos para azotar pecados. Aunque nunca se detuvo en ninguna mejilla con el látigo en la mano. La sátira o la ironía, raramente mordaz, se tendían como puente imperceptible o como rosa de enero. En el rostro le jugaba una sonrisa, leve, no de alegría ni por chistes o bromas (aunque sí parece que se podía constatar su eventual sentido del humor), sino por una dulcedumbre tristeza de amor que se alelaba en el aire, entraba a los pulmones, planeaba como hoja de otoño, se dejaba atrapar, silbaba otro poco y luego iba a buscar nido al anochecer. Nunca nadie fue igual, tanto en días de vendimia como de vivaqueo. Fue un peregrino en movimiento, abandonado a ratos y a ratos oculto de su propio parapeto cervical. Su ternura se alimentaba de un encantado manto freático, en territorios ubicados al sur y al norte. Al viajar, alternando miradas de águila y de paloma, le crecieron nuevas ramas y raíces, como al ser destinado por los aleros para meditar en las más agudas y suaves aristas materiales. Era un coloso colosal. Aunque al estilo griego, no por la estatura sino por la figura. Su esqueleto fibroso dimensionaba dentro del traje y desbordaba la elocuencia de las diversas locaciones. Rimaba estrella con locura, mientras advertía el remanso de las expansiones y la demencia de las lejanías. No fue ciertamente hombre para vivir atribulándose hasta los 70, ni para fallecer durmiendo en un catre o hamaca, sino, paradójicamente, para atacar con un arma que no dispara y cabalgar hacia un enemigo que ama más que aborrece, que desea más redimir que derribar.

 

¿Cómo pudo Martí caer sobre las palabras sin despertarles sus sombras?

 

Imagine, estimado, por esa imagen, qué sigilosa urdimbre de persona.  Procedía de su noble aturdimiento para cabalgar en sordina sobre el lenguaje, como quien intercede por el viento sin necesidad de percibir lamentos. La hojarasca no crepitaba bajo su apasionado pie. Acercarse como una sombra a otra sombra, es de utilidad sustantiva y sustancial al poeta.

Quien maltrata el verbo y arrastra el adjetivo a su lugar de oración, es un ente ríspido y volátil o un simple chapucero de callejón. Rózame sin rozarme, saluda sin guiñar un ojo.

Ni afasias ni afonías: un callado estruendo. Retumbaba en el ínterin, pero las diademas de sus brillos le llegaban secretamente y sin chistar. No se atragantaba con palabras verticales, antes las hacía bracear por los molinos y desechaba solo las inoportunas y atroces. Mano de maestro es eso precisamente, un ala inaudible, porque además de su magisterio cubano, el lenguaje le debe una cátedra y una multitud de misterios. Con palabras amodorradas y profundas, Martí articuló un idioma renovado que nos va perteneciendo en sus transformaciones. Ejércitos de palabras adiestró con este, su oculto método, no con la intención lívida de crear umbráculos: su propósito confeso y cotidiano fue la claridad y vivir y morir de cara al sol.

 

¿Alguna influencia martiana en su poética, Lezama?

 

Cuando el Maestro anuncia la lluvia de la noche, el baño en el Contramaestre, la caricia del agua que corre, la seda del agua, y redacta ansioso durante el crepúsculo estrellado del 15, mayo en el almanaque, a 4 jornadas del 19, está anticipando varios devenires. Es el azar precursor que concurre. El poeta aprieta la noche a la humedad que circunvala, inunda el agua con una suerte de seda de manantiales y cariños. Y luego, como ignorando que acaba de tocar cielo y tierra con la punta del arpa, agrega: «…para la mujer de Rosalío, cebollas y ajos, y papas y aceitunas para Valentín», intuyendo y convencido que entre ambos mundos de cubanía universal no se oponía ningún castillo medieval, de cristal o naipes. Ve en la gran vitrina azogada cómo del pote de la harina se elevan arco iris previos al aguacero y cómo el rocío yacente se anticipa a las emanaciones del potaje de garbanzos. En el espejo se mira el espejo, que contiene una multitud de espejos reflejantes. Yo, por supuesto, y mi asma, mis inspiraciones atribuladas, los flujos y reflujos de tú y yo, así como los partes meteorológicos y los regresos del totí al Prado, estaban contenidos en los hilos balanceados de esos suspensos. No porque se calce una naturaleza preconcebida o retrospectiva, sino porque el tiempo va abriendo páginas concurrentes, sino porque esas hojas y todo el árbol de los Diarios, son iluminaciones y potencias del misterio. Y toda luz, más tarde o temprano, se dirige a sus destinos. Yo bebí y bebo de aquellas lluvias, bajo idénticas noches.  Y tal sigiloso azar constituye uno de los placeres de existir. ¿Por quién me dejo acariciar si no me dejo acariciar por mis aguas que corren?

 

¿Todo el mensaje martiano ha sido incorporado?

 

Doy por descontado que hay masa por amasar y pan diamantino para muchos otros amaneceres. Martí no escribía en cifrado, sino suelto y adelantándose, fácil y sin golosear en hermenéuticas o adjetivos insólitos. Fluía su verbo como agua amoratada de manantiales, porque antes pisó entre metales y legumbres. Su complejidad salía sin nudos, su sencillez era improvisada con nudos verdes de la tierra. Para que el protagonista alcance su esplendor tiene debidamente que nutrirse de miste-rios. A sus pies se tendía una insospechada vastedad y él tomaba añil de ese azul y lo desparramaba con su tinta, con el mismo deleite y sinceridad que la tarde derrama el agua del baño. No lo sospecho retorciendo clavos ni cerrando candados al final del párrafo. Si todo no está interiorizado, amigo, o si lo está poco y no pegado al hueso, con ausencia de tuétano y esmirriada sabia, es porque el ojo que falta nos falta a nosotros.

Es cierto que su permanencia indescifrada ocupa todavía inmensos memoriales y abundantes mañanas del colibrí. Pero es una generosa ventaja y no la desventaja que alguno pudiera profetizar. Tener un manantial vivo, en el patio, en la raíz, al fondo, es una delicia comparable a la de haber bebido sin saciarnos. Diversos abracadabras nos abrirán esas grutas.  Alguna vez dije en alguna parte: que sus palabras, hasta las más socorridas, tomarán nueva carne en los días de desesperación y justa pobreza. El reservorio no decrece: en mi cálculo, aumenta, agrega imantaciones, salta, chisporrotea, emana, fluye, se condensa. La vegetalidad alimenta la animalidad y entre ambos crecen y sacan chispa a lo maravilloso material. Un siglo o una semana después, el agua apresurada se evapora, reiniciando ciclos y abandonando su período áptero, retroalimenta nubes, y vuelve,  un día, una mañana, y es esa agua que cae ahora allá afuera, concurrente y casual, y se derrama gozosa sobre territorios que siendo los mismos ya cambiaron la luz del paisaje.

Su opinión sobre los versos sencillos

 

Para instruirlo con un reticente recurso de sinestesia, le diré, por arribita, que nunca se hablará bastante de esos octosílabos rimados, esplendor de la sencillez elaborada con que Martí se aventuró en el tiempo. Pienso en ellos, algunas veces, como la flor primera, absoluta y total de la cubanía. Acostumbramos a hacer frases, farragosas o lúcidas, si alguien alude o contacta la palabra crisol, que se refiere casi siempre a impensadas franjas recurrentes o inesperados vados de la historia.  No me opongo de ninguna manera a los sobrentendidos, porque me estaría negando, cuando soy de los que dibujan flamencos remontando el aire con solo avivar la llama de la hoguera. He ahí un ejemplo, visible e ilustre, de porcelana y guano, de ariques y terciopelo, glaciar y tórrido.

Aunque no llevo cuentas ni estadísticas, sino sumas espirituales, he leído sobre un centenar de veces esas pompas geniales, que aletean ingrávidas sobre montes y charrascales del archipiélago sin intentar poner tonsuras a los patricios ni collar de perlas a los bajos instintos o nacionalismos. «Por donde abunda la malva y da el camino un rodeo», crece una yagruma paridora de manos. Es el mismo sitio «en que le salió un retoño a la pobre rama trunca». Y yo, José de este siglo, que vive entre dos muertes, pienso «en el pobre artillero que está en la tumba, callado». Aunque también, en la noche, cuando hago la oración, en «los angelitos medrosos que me trajeron, piadosos, sus dos ramos de claveles». Para ser Maestro, Maestro en las genes, y Apóstol en diástoles y sístoles y fibras del metal, hay previamente, con modestia radiante, con serena altivez, que proclamar que se es un hombre sincero de donde crece la palma y antes de morirme quiero, porque resulta un manifiesto de nación y origen, una tierna y escrupulosa predicación audible a los pobres de la tierra, aun cuando sean los ecos quienes lleven el mensaje hasta lo recóndito de las estancias. No habríamos llegado a este destino, sería otro el destino, sin aquellos papeles previos.

La resistencia de los muros está implícita en esas cuartillas escritas con temblores. Es la forja del arte y su utilidad histórica. Quien duda del valor y del coraje de un poeta y de la poesía, que registre en lo oculto de aquel pecho bravo.  No pueden, ni la industria ni la economía, descubrir mejor que todo y nada, como el diamante, antes que luz es carbón.

 

Está el Martí de los discursos

 

No se puede picotear en libros raros hasta conocer el Martí montañoso, que como un Midas justo y atinado convierte en oratoria todo lo que lleva dentro de ensayista y patriota. Yo me cruzo de pechos y me balanceo, asombrado. Apenas puedo imaginar la infancia de un tribuno tan grande: ¿qué decía, y cómo, a los amigos de juego, a las noviecitas de probar, con qué palabras respondía a quienes se le enfrentaron en los patios de colegios? Quisiera mirar por un huequito. Debió blasfemar, pero ¿cómo articulaba, con qué sintaxis, sus apasionadas acometidas de adolescencia? Con la miel de sus amantes derretidas se debió enlodar aquella Habana de 1800 y tantos.

¿Dónde y con quién dormía el verbo que le creció tan colosal? Se intuyen y conocen las lecturas afiebradas, las posibles influencias, las sobredosis y sus sobre-naturalezas, pero ese relumbre, las imágenes, el portento, ese granel que le hacía regalar diamantes, como observó Darío, hasta en la simple charla de café, ¿emanaba de dónde? No conozco conferenciante comparable. Resulta demoledor y convincente. La fuerza le bajaba de las raíces, destellaba como un demonio angelical. «Nada es la inteligencia», decía con fruición y resecos los labios, «que se emplea, como el hurón enamorado de su agujero, en cavar, con la cabeza hacia lo oscuro de la tierra, convocando a los hombres a desconfiar de los que aman al sol». La palabra le llegaba como agua clara, del intelecto y de sus idilios permanentes con la luz: los discursos fueron su poesía de trinchera, sus alaridos para rebasar ridículas fronteras de tiempo y raquíticos límites de espacio.

 

¿La verdad más universal de Martí?

 

Martí habló de los pensadores de lámparas, los pusilánimes pensadores canijos. A tales sietemesinos él solía llevarlos con el fuste: de ellos dijo que recalentaban razas de librería para estimular animosidades y odios. Afirmó, con palabras más que conocidas, que «no hay odios de razas porque no hay razas». Convencido vivió y murió, convencido como podía estar de convencido un hombre de esa dimensión, que «la identidad universal del hombre» no se detiene en colores de piel y supera cualquier onerosa expectativa.

 

¿Su frase más desolada?

 

Dijo: «Callo, y entiendo, y me quito la pompa del rimador». ¿Conoce a alguien más triste que el poeta cuando depone su cetro?

 

¿La más centelleante y cegadora?

 

«Yo vengo de todas partes y hacia todas partes voy». Ante ese trueno magistral y prolongado, mejor acumular un ensimismado y cauteloso silencio.

 

Por Félix Guerra Pulido

 

Written by Félix Guerra Pulido

Poeta y periodista cubano. Ha recibido la Distinción por la Cultura Nacional y el Premio Nacional de Periodismo José Martí.

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