Giovanni Pascoli fue uno de los poetas más grandes del fin de siècle que, por consenso crítico, forma parte de la corriente artística del decadentismo. Este juicio es de fácil constatación al apreciar su Myricae y, a la vez, un libro de prosa que sería correlato del conspicuo poemario: Il fanciullino. En éste último es donde el artista traza su poética e, inspirado en la idea de una potencia interior que dicta su impulso estético, construye la noción de un artífice capaz de ver siempre todo con ojos renovados, justo como un niño, y de extraer la belleza de la vida cotidiana. Tal camino de renovación de la poesía en el fluctuante entorno finisecular que preludia las vanguardias, rememora los intentos de Baudelaire por hallar inéditas vías de construcción del discurso poético. Este proceso es visible en poemas como “Le vin des chiffonniers”, en donde el excluido social, en este caso el trapero, es quien puede, como el poeta, filtrar una experiencia en principio poco atractiva para el sublime acto poético y producir el milagro del arte con una obra de nuevo cuño, acaso moderno.
En sentido inverso a la impresión del decadentismo como mera nostalgia de motivos y formas, irrecuperables, de la antigüedad, Pascoli, como el otro gran escritor de la corriente decadentista y esteticista, Gabriele D’Annunzio, se vuelve moderno mediante su capacidad para enfrentar el canon clásico. Ambos tienen un enfoque muy diferente de los posteriores arrebatos futuristas que pretenden y promulgan simplemente la defunción del arte clásico.
Críticos como Gianni Oliva y Pietro Gibellini han remarcado la importancia de una trayectoria paralela de Pascoli y D’Annunzio. Ambos, entre otras coincidencias, abrevan del legado poético de Giosuè Carducci. A esta común influencia se añade una sensibilidad que preconiza la belleza como fin del arte y que llevaría a ambos artífices a convertirse, justamente, en adalides de la postura esteticista –además de decadentista– encarnada por la revista Il Marzocco, cuyo cenáculo congrega a los nobili spiriti a los que Oliva dedica su homónimo y agudo estudio.
A pesar de ser una obra maestra, Myricae en un inicio no tuvo gran repercusión, como ocurre con injusta frecuencia. Solamente unos pocos reconocieron su inmenso valor, tal es el caso del mencionado D’Annunzio en artículos como “El arte literario en 1892. La poesía” –traducido al español por La Mascarada–. Empero, de modo progresivo, Myricae se convirtió en un mito literario y es una de las obras más refinadas de la poesía italiana que, en la versión de especialistas de diversas latitudes, presentamos aquí de modo parcial, aunque representativo, a través de cinco poemas en traducción de Francisco Ferrer Lerín, Rodrigo Jardón Herrera, Marisol Bohórquez Godoy, Stefano Strazzabosco y del autor de estas líneas.
ÚLTIMO SUEÑO
Tras el fragor inmóvil de carruajes
férreos moviéndose hacia el infinito,
entre chasquidos agudos y suspiros salvajes…
un silencio repentino. Estoy curado.
Nubarrones de enfermedad, desvanecidos
en un suspiro. Un pestañeo,
y veo a mi madre junto al lecho:
sin asombrarme, la contemplo.
¡Libre!… inerte, quizá incapaz de desunir
mis manos, apoyadas en el pecho.
Se oye un ligero y continuado rumor
que recuerda las ramas de un ciprés,
como un río que busca el mar,
que no existe, en una llanura interminable:
apenas percibo su hueco susurro,
siempre el mismo, siempre más distante.
Traducción de Francisco Ferrer Lerín
LA APACIBLE BAHÍA
Lanza el ancla, amor mío
no hay olas en la bahía.
¡Un asiduo rumor se escucha
entre la arena pedregosa!
Llega desde el soleado lido,
llega desde el juncal,
llega de lejos, cual despedida,
un canto de marinera.
Entre los sauces y los alisos
ves un río resplandecer.
Una parvada de gaviotas
en la turquesa luminosidad.
y sobre la colina, aún más alejados,
los negros cipreses están.
¡Mar! ¡Mar!
Qué dulce es, desde esta azul colina,
tu estruendo y tu susurro.
Traducción de Rodrigo Jardón Herrera
EL BUEY
A la sutil corriente, entre vagas brumas,
mira el buey, con grandes ojos: en la llanura
que huye a un mar siempre más lejano
migran las aguas de un azulado río;
se agiganta en sus ojos, en la luz
polvorienta, el sauce y el aliso;
despunta entre las hierbas a paso lento un rebaño,
parece la manada del antiguo dios Pan:
amplias alas abren imágenes de grifos
en el aire; van taciturnas quimeras,
semejantes a nubes, por el cielo profundo;
el sol inmenso, detrás de las montañas
cala, altísimas: crecen ya, negras,
las sombras más grandes de un más grande mundo.
Traducción de Marisol Bohorquez Godoy
PAÍS NOCTURNO
¿Chozas, palos, árboles a la luna
son, o un templo del antiguo Anubis,
hosca ruina? Estampan una oscura
huella las nubes
en la campiña, y más profunda y plena
la noche oprime los escombros raros,
fuera de vista, donde a la cadena
aúlla un perro.
Sale la hoz de oro al horizonte:
dos negros picos mano a mano tiñe,
después no sé qué cándido. ¿Una frente
blanca de esfinge?
Traducción de Stefano Strazzabosco
LEJANA
¿Al cantar, diurna, te oí, alegre?
Cantabas, era tu voz lejana:
lejana como de romancera
en el frondoso y extenso campo.
Muy lejana, pero sentía en el corazón
que ese canto lejano era de amor:
pero tan lejana que aquel dulce canto,
dentro, en el corazón, se me moría entre lágrimas.
Traducción de Diego Estévez