Me mandaron a hacer algo que me gusta, pero fuera de contexto. “Chupame la pija”. Lo dijo la persona incorrecta. Ni viene al caso decir quién. Sí que fue en un almuerzo familiar. Un domingo. Adelante de mi hija. Que el día estaba radiante y acabábamos de comer al sol. Los perros corrían al fondo, en el pasto. La parrilla todavía humeaba y habíamos tomado vino. Lo que se puede decir: una bella postal de familia.
Es verdad que cualquiera se ofende y pierde los estribos, claro. Cualquiera sube el tono en una conversación, dice algo de más, se mete en un tema que no debía haber comenzado, o seguido, quiere tapar la voz del otro, exagera. Entonces se habla de política o de religión, por ejemplo. También podría ser de fútbol. Más o menos así fue que me llegó esa respuesta desubicada en medio de una discusión agitada, pero adulta. “Chupame la pija”.
A mí me encanta chupar pijas. Sobre todo una. Empecemos por ahí. Eso quiero dejarlo bien aclarado antes de seguir con el relato. Me parece algo agradable dar besos y lamidas, o caricias con los labios, la lengua y las manos; por qué no con la nariz y la cara. Quizá esto es así porque pienso que recibir el contacto de la lengua húmeda sobre la piel delgada del pene, o sobre el escroto, debe sentirse bien. A veces, incluso, juego a imaginar qué sentiría si tuviera pija y me hicieran las cosas que estoy haciendo. Felar no es algo esmerado, o una ofrenda que se da, sino una “atractividad” agradable. En mi caso surge del deseo. Me excita chupar, y siempre me dan ganas de hacerlo.
Tampoco creo que mandar a una mujer a chupar pijas sea un insulto tan grave a esta altura de la historia. De hecho ni siquiera suena a castigo, o penitencia. Me resulta mucho peor que me manden a lavar los platos, por ejemplo. Porque esa sí es una tarea servil, y que te ablanda las uñas y las vuelve quebradizas.
La cosa es que este ser humano irritado, en la efervescencia del alcohol y la conversación política, me mandó a chupar la pija. Y yo, en lugar de cualquier otra cosa, molesta y ofuscada, observé la cara de mi hija adolescente —que me miró sin mover los labios pero me descargó una biblia feminista que me hizo sentir avergonzada— y terminé levantándome cual siervo de la gleba, llevé los platos a la cocina y me puse a lavarlos murmurando frases inconexas por lo bajo.
Podría haber aceptado el ofrecimiento, por ejemplo. Y no hubiera pasado de ahí. Del gesto de oponer resistencia. “Dale, machito bravo. Bajate el pantalón y te la chupo. Dale. Acá, adelante de todos”. O simplemente haber dicho: “respondeme en los términos en los que yo venía hablándote”. Porque tampoco es que yo iría a responderle que me chupe la concha en una actitud de franco machismo al revés; o hembrismo —como me corregiría mi hijo adolescente.
Pero yo elegí ir a la cocina, murmurar por lo bajo que ese era mi límite, lavar los platos y callar.
Quizá por eso ahora escribo estas palabras.
Chupar una pija, o cualquier otra parte de un cuerpo, no es otra cosa que un acto de erotismo y libertad. Algo que cualquiera puede elegir hacer. No es un hecho que nos degrada, como parecerían querer hacernos creer quienes usan esa expresión como insulto. Tampoco es una forma de imponer autoridad, como pareció el suceso de aquel domingo sobre el que escribo. “Como no tengo qué decir, o no tengo cómo rebatir un argumento, entonces delimito un territorio a fuerza de violencia verbal”. ¿Habrá sido una expresión de extrema necesidad?
Molesta sobre todo con mi actitud sumisa y mi impulso de ama de casa reprimida, quise irme antes del café. Pero finalmente, entre devaneos y no querer exagerar las cosas, me quedé. Dejé que baje la espuma y me quedé ahí, intentando escuchar. Y ese esfuerzo de hacer quedarse al cuerpo en una situación de hastío y disconformidad quizá haya sido la razón por la que también mi pensamiento se haya quedado reflexionando en ese punto. ¿Qué tan importante es el concepto de familia? ¿Por encima de qué otros valores hay que ponerlo? ¿Hasta dónde hay que quedarse en un lugar donde el lazo se ha resquebrajado? ¿Por qué dejamos que nos alcen la voz hasta ese punto? ¿Cuántas mujeres lavaron platos porque ese fue el rol que les fue asignado y cuántas para evadir otro tipo de conversaciones?
A veces pienso que no importa que estas cosas pasen y justifico actitudes en otros que no toleraría en mí. Lo hago sin saber muy bien por qué. Otras veces creo que es mejor no responder agravios. Pero ¿hasta dónde es posible dejar que el otro diga sin filtros lo que piensa? El espacio común, esa arena desdibujada que es “lo público” merece ciertos límites aun cuando se trate del espacio público intrafamiliar. Y una forma de educar a mis hijos en libertad, con conciencia social, y en el respeto de la diversidad, es decidir que no se pueden dejar pasar ciertos comentarios.
(De Hombrecitos improvisados de apuro, Editorial Muerde Muertos)
Por Leticia Martín