He escuchado que hubo en el inicio de los tiempos y de las edades, ¡Oh, Alto Profeta!, un largo derviche de barba mogrebina, de tez tan negra como el carbón, y que tenía un medio-hermano tan largo como él, y de tez tan blanca como el pescado, cuya barba llegaba casi al suelo, en forma de pico o de escoba. Conocedores de la magia, ¡Pero el Profeta es más sabio!, vagaban de una ciudad a otra sin tener otra actividad que la del engaño y la de la treta, ¡Alabado sea el Libro!, y que poseían un ingenio sutil del que se servían para efectuar con maña y una inusitada malicia hasta las cosas buenas. Supe, ¡Oh, Rey de los Tiempos!, que encontrándose de visita en el lejano Medio Oriente, en la ciudad de Jerusalem, supieron de una catástrofe acaecida no lejos de ahí, montaña abajo, cerca de la costa, en el Monte de la Primavera. Había sucedido que, oculto en un cesto, una adolescente judía escondía a su único hijo, para evitar que, según dictaba la profecía, lo mordiera una serpiente al octavo día de su nacimiento. Habiendo entonces llegádoles a ellos esta preciosa información, ya que de ese pequeño varón se decía que al derramarse su sangre sobre la arena hirviente del desierto podrían cultivar la mismísima planta de la ciencia que nuestro Creador dispuso para nuestros padres comunes, esos derviches quisieron sacar algún provecho de esa planta, si se daba la ocasión de que cuidándola suficientemente llegara a crecer hasta producir fruto. Hubo entonces sucedido que, apenas enterarse de este acontecimiento, el derviche de barba mogrebina viajó a paso de mulo hacia la ciudad de la playa. Ahora bien, en cuanto a la madre del niño, y que lo había dormido con una vieja canción judía, pasaba sus días alerta de su protección (había llegado ya el tercer día desde su nacimiento), pero lo cierto es que, confiada a la ventura que dispusiera, por medio de señales y de signos, El Alto Bendito Él, ya había adquirido la confianza suficiente como para pasar una hora en lo de la vecina, que tenía una habilidad sumamente perspicaz para conjeturar en torno a las leyendas, y ella, la madre del niño, cada vez más fascinada por el hilo de lo que en verdad estaba escrito en el destino, no podía sustraerse de esta actividad durante ese periodo de tiempo, en la mañana. Cuando el derviche de barba mogrebina avistó las primeras casas y las primeras granjas, se felicitó a sí mismo por lo presto que había descendido y felicitó a su burro, dándole una hierba embarruntada con pasta de láudano, para que el animal repusiera sus fuerzas pero se entregara al mismo tiempo a las delicias de las sensaciones naturales. Así, ambos comenzaron a caminar pausadísimo, hasta que el derviche avistó a unos niños que jugaban en una especie de zoco, en donde no necesariamente exclusivamente se vendían telas, comida y joyería. Entonces, llamando la atención sobre sí, hizo gran alboroto, exclamando:
—¡Oh, pérfido, traidor de mis días! ¿Haberme ido a dejar aquí, en esta ciudad sin amparo, en donde hasta a mi burro le causa una insufrible fatiga el peso y el aspecto del sol? ¿Y ya qué haré, desprovisto de mis bienes y de mis libros y de ese viejo anillo que garantiza la felicidad de los niños?
Dijo, mientras lloraba y hacía el ademán de arrancarse los pelos de su barba mogrebina y de tirarse los cabellos. Y en cuanto los niños escucharon que el derviche hubo sido poseedor de un anillo conjuratorio, dejaron de jugar e inmediatamente lo acecharon con preguntas y con todo tipo de sutiles argumentos. Entonces el derviche de barba mogrebina les dijo:
—¡Pero hay un medio de recuperar ese anillo, que ha llegado a las manos de una vecina de esta ciudad!
Y les dio instrucciones para que investigaran el paradero de la casa con el cesto. Así, los niños, con diligencia y sin perder el tiempo, comenzaron su pesquisa, pero inmediatamente el derviche los detuvo, reconociendo súbitamente de entre ellos la sangre del niño, y estando seguro de que él sólo podía proveerle toda la información necesaria. Así, despachó a los demás niños, y le preguntó al que había seleccionado si tenía tíos y tías y cuántos eran estos y cómo se llamaban sus padres. Así, en cuanto el niño, enumerando los nombres de sus familiares, enunció el de la madre, el derviche lo detuvo, y le dio instrucciones para que lo llevara hasta allí. El niño lo condujo con facilidad por entre las calles de la ciudad, atajando varias veces el camino, aparentemente con más prisa que el mismo derviche, que disimulaba bastante bien su impaciencia y su creciente nerviosismo. Llegaron, casi de un soplo, a un tranquilo vergel en donde, de inmediato, el derviche de barba mogrebina avistó, oculto al interior de la casa sombreada, el cesto. Coincidió perfectamente que la madre estuviera escuchando sus historias, y el derviche el de la barba mogrebina, felicitó al niño, y lo dotó, en efecto, de un anillo útil para producir por medio de su frote objetos de todo tipo, y el niño, sin detenerse a pensar por qué el derviche traía con él el anillo que estaba buscando en la casa judía, apresó en su puño el anillo y se fue corriendo, a lo de sus amigos. Sin perder el tiempo, el derviche hizo un signo con los dedos en el hocico de su burro, para asegurar su silencio, y lo fustigó para que despertara. En cuanto el animal estuvo, entonces, preparado, él entró, tan rápido como un viento, a la casa, extrajo el cesto, y se montó en su burro, quien corrió tan ágilmente como un buen caballo enano. En cuanto al derviche de tez como los peces, permanecía en Jerusalem, a la espera de su hermano. Inmediatamente, por adivinación de humo e incienso, supo que la empresa había sido efectuada con todo éxito y sin contratiempo alguno. El derviche el de la barba mogrebina llegó ese mismo atardecer, e hicieron ambos sus salaams, felicitándose mutuamente por tan feliz resultado, y procedieron a honrar a Alá, en el que creían. Dejaron al niño seguir durmiendo, hasta que llegara el octavo día de su nacimiento. Pero veamos ahora lo que sucedió con la madre.
Tras hacer las oblaciones de paz y tras beber el agua del jarro de su vecina, y agradeciéndole al Eterno por dictarle a ella y a los suyos el mandato de lavarse las manos para beber y dejar de beber agua y el de haberles dictado pintar sus casas de blanco para poder recordarlo, la madre del niño se dirigió, feliz y con algo de impaciencia, a lo de su hijo, para seguirlo acurrucando con su canto, que debía cumplimentar cada vez que pudiera, para evitar al máximo que llegara a despertar. Pero, en cuanto vio que el cesto no estaba, echó para atrás su cuerpo y sus brazos, emitió un grito, y, deduciendo con rapidez algo que no había entendido del todo de lo que le había dicho la vecina ese día, reconoció que el niño estaba perdido, y que probablemente no se había perdido para una causa noble, sino que los mismos ladrones de niños se lo habían llevado para truncar ese destino del que ella estaba cada vez más segura le tocaba en suerte al niño el de los tan sólo tres días de nacido. Pero inmediatamente se asomó una serpiente negra y dorada, y, mordiéndola en el tobillo, la mató. Los niños del barrio tenían el anillo en sus manos, eran siete, ¡El Alto Nombre Sobre Él!, cuatro niños y tres niñas. Entonces, llamando la atención sobre ellos, se le ocurrió a Shirá Mi´ha´Sipurim[1] una idea, y los contuvo:
—¡Escuchen! He sabido, ¡Pero el Nombre es Más Alto!, que los anillos mágicos suelen funcionar frotándolos con una seda.
Y así los niños se dirigieron al zoco, para robar una seda. Un mercader que atendía a gritos a una anciana judía que también le gritaba a él, había dejado, por casualidad, desatendido buena parte de su puesto en cuanto los niños llegaron, y Or Ha´orer[2], que era el primo del niño, cuya desaparición ignoraba y que desconocía, por lo mismo, el asesinato de su tía, llamó sobre ellos la atención, señalando con la cabeza el puesto de telas. Los niños entonces se acercaron, y tajaron un jirón suficientemente grande para sus propósitos, escapando sin detenerse a pensarlo dos veces. Vueltos a la plaza, Shirá Mi´ha´Sipurim tomó el anillo, y lo frotó. Una nube de polvo golpeó la explanada, llevada de hojas secas que rasguñaban el piso, y compareció ante ellos un geni de túnica negra.
—¿Qué objeto quieren en esta ocasión los poseedores del anillo? —fueron sus palabras.
—¡Un frasco púrpura para encerrar corrientes de viento!, dijo Baal Ha´Metumtamim[3].
Y, disponiendo el objeto envuelto en una fina seda, el geni pidió permiso para retirarse.
—Un grano de café azul —pidió Ctiva Ha´Meulá[4]
Y, envuelto en un fino paño de seda, el geni hizo aparecer el grano, y pidió permiso para retirarse.
—¡Una rana hecha piedra! —solicitó Or Ha´orer.
Disponiéndola, el geni pidió permiso para retirarse.
—¡Algo del más remoto futuro!, pidió Avár Ha´Malajim[5]
Ahora bien. Lo que el geni le dio, envuelto en la más fina y ornamentada de las sedas, fue precisamente, uno de esos extraños pèngbēi, tan del tamaño natural de las cosas útiles, que los niños se preguntaron para qué podría servir y cómo podría serles a ellos útil un objeto tan extraño y tan blanco como ese. Así, el geni pidió permiso para retirarse.
Faltaban aún Shirá Mi´ha´Sipurim, Kofá Ha Kalbá Einó Jatulá y Kof Ha Jatul Einó Kéleb[6], y hablaron, iluminados por la misma idea, al mismo tiempo:
—¡Las instrucciones del objeto del futuro!
Y he aquí que el geni hizo aparecer un objeto tan extraño como el primero, de un color rarísimo, parecido al diamante. Y, pidiendo permiso para retirarse, y concediéndoselo los niños, se fue como había llegado. En cuanto a los objetos que del más remoto futuro que había traído el mago, eran una cajetilla de cigarros Noblesse, y un encendedor transparente color púrpura, como el frasco de Baal Ha´Metumtamim, ¡Pero Adonai es más Fuerte! Al concluir del día, tras varios intentos en falso, los niños descubrieron el modo adecuado de fumar. Pero dejemos a los niños ya, y veamos lo que ocurrió con el derviche de barba mogrebina y con el derviche el de la tez la del color del pescado. Habiéndose hecho los salaams uno a otro, y habiéndoselos hecho a Alá, se dispusieron, y ya que no lo habían hecho en todo el día, a comer alimento. Dispusieron un caldero pequeño, y sacaron todo lo necesario para coser una sopa con abundantes y jugosos y suaves trozos de carne de cordero, y procedieron a comer cuando estuvo lista, y he aquí que el niño despertó y comenzó a llorar. Los derviches, que conocían el modo de su país de dormir niños, entonaron canciones y tocaron la flauta, pero todo fue inútil, y, temiendo que el niño pereciera por efecto de un llanto ininterrumpido, pusieron en su mano una piedra, y que no era sino la réplica exacta y el espejo a escala de la luna, y el niño, apretándola, dejó de llorar, pero hizo un notable mohín de disgusto, que ya nunca quitó, aunque, por efecto de sus instintos, hiciera un bulto con las ropas judías al interior del cesto, y guardara allí la pequeña pero terrible luna. Y sucedió que esta luna, que poseía el poder de apaciguar pero que también, y por lo mismo, mostraba una imagen nítida y precisa de la carga de realidad efectiva en que se encontrara un destino en particular, iluminó al niño, desde el cuarto día de su nacimiento, pues había nacido a las 7:00 de la noche en punto, hora en que cambia el día judío, quien de este modo se supo secuestrado y supo que sería él mismo quien tuviera que circuncidarse al octavo día de su nacimiento, y así tenía planeado hacer, por lo que hizo graciosos sonidos y emitió dulces reverberos gorgojeantes para tener el favor de los derviches y engañarlos al mismo tiempo, quienes, en efecto, se encariñaron con él, y, ¡Hay historias más largas!, al octavo día de su nacimiento, dudaron al momento de derramar su sangre, momento que el niño aprovechó para arrebatarles el cuchillo, y circuncidarse, lo que espantó a esos hombres impíos, que, no siendo la al-jitan[7] uno de los pilares del Islam, ellos no habían sido pasados por ese proceso, y corrieron espantados. Y fue así que el niño, sacando provecho de la piedra, conoció el día en que su madre lo había parido por sí misma, como él hizo con la punta de su pellejo, y conoció así mismo el asesinato de la adolescente judía. Pero veamos lo que sucedió con ella y su vecina.
En cuanto la vecina quiso pedir un poco de harina, se encontró con el cuerpo muerto de la madre, en que había aparecido un tatuaje de serpiente en el hombro descubierto, por efecto de que el veneno funcionó en ella si bien de forma letal, sólo temporalmente, por lo que, ¡Hay historias más largas!, la vecina cuidó su cuerpo y lo dotó nuevamente de respiración, si bien la madre estuvo inmóvil varios días y en lo sucesivo hasta que despertó de su pesado sueño. Y sucedió que en cuanto el niño estuvo sanado, sirviéndose de los ungüentos y de todas las cosas que los derviches habían dejado allí, en torno suyo, decidió él mismo (pues sanó el mismo día), escarificarse a sí mismo, derramando su sangre sobre la arena hirviente del desierto, y he aquí que la planta del Árbol de la Ciencia, creció, ¡Pero Yahvé comporta mayor rebeldía! Y, como sucede con toda rebeldía, Yahvé (y habitarás el libro) consciente de que su poder, conquistado por rebeldía, podía ponerse en duda, dudó, pero al final respetó al niño y le dejó hacer. Y así fue como sucedió:
Con una lluvia con que decidió el Elohim[8] servir de ayuda en los planes del niño, hizo crecer esa misma noche la planta, ya que el agua era en verdad la de las aguas las de las que manó la primera agua, y la planta creció a una altura de no más de un palo de madera, y soltó una especie de limón. Y sucedió que el niño hizo derramar sobre su boca todo el jugo del limón, y acercóse una serpiente no sólo negra y dorada, sino también con una franja verde en la panza y una franja roja en la espalda, y lo inyectó de veneno, pero el niño, que había comido el limón, sintió sólo el ardor del tatuaje que crecía sobre su hombro, y que inmediatamente se volvió transparente, pues iría dotándose de colores conforme él creciera y se fortificara.
La leyenda dice que a la edad de 7 años conoció a su madre,. A la edad de 19 años tenía el cuerpo de Aristóteles, y llevó a cabo la fiesta de la jatimá[9]. A la edad de 21 los derviches lo secuestraron, llevándoselo a un lejano país, del que no había modo de salir. Algunos varios días después, logró escapar de la tapia acarcelada donde estaba, y a la edad de 24 fue acogido por una agrupación rebelde, que lo dotó de los medios para salir del país. A la edad de 26 escribió el libro de su muerte, para celebrarla a los 27. A la edad de 27 escribió el libro de su sueño, para habitar su libro al morir. A la edad de los 28 podía comparársele con Takeda Harunobu (Shinguen) quien hizo que su clan, bajo el lema de fu, rin, ka, san[10], lograra, con ayuda de Kansuke, controlar todo Japón. Ahora bien, esto es lo que yo he sabido:
Cuando viajaba por la ciudad de Las siete piedras, fui hospedado en un hotel donde se me informó, una noche en que concurríamos ante una mesa servida profusamente con distintos tipos de alcoholes y manjares, del modo insólito en que todos los allí reunidos habían conseguido esos fantásticos tatuajes de los que he hablado y que fueron motivo para mí de una enajenación obsesiva. Eran, me dijeron todos, por efecto de sus tatuajes, miembros del clan (entre los judíos, “la secta”), de los Jajamin Ha Jasakim[11]. Estaban compuestos por un grupo tanto de hombres como de mujeres, y eran en total ocho, pero a ellos había allegados que sumaban el grupo a una escala tal vez mucho mayor. Entre ellos, así lo supe, estaba Yohav Benkakua[12], cuyo nombre budista había abandonado, y que le había sido impuesto en otro idioma, obligándolo a una vida monástica de la que él mismo en cierto momento abjuró, si bien preservando los ritos esenciales de las prácticas que configuraban su cotidianidad, y que se mostraban efectivas en la efectuación de magias naturales alquímicas. Su tatuaje era el más llamativo y el más impactante, y su cuerpo era quizá el más fuerte y ágil de los miembros de la secta. Comía en cantidades profusas, aunque sólo desayunaba, en las mismas proporciones, café y agua, líquidos que acompañaba de un cigarro, y también bebía agua en cantidades ingentes. Lo mismo se podía pasar meses enteros leyendo y escribiendo, que semanas completas fumando hachís, acompañado de suculentas cajetillas con estampas del panteón egipcio. Su habla comportaba una lucidez a veces desconcertante, pero indefectiblemente fascinadora, por efecto de una elocuencia capaz de caracterizar de las maneras más originales no sólo tópicos originales, como los que desarrollaba, sino también comunes, como el tema de Dios, habiéndolo caracterizado, al menos mientras yo estuve en ese hotel, en una ocasión, por ejemplo, como una luna que ladra tras haber sido el cráneo al que le aullaban los lobos, azuzándolos. Su pasatiempo favorito era el de caracterizar a Dios, y había escrito varios libros de sutil poesía en que conseguía notablemente su propósito, tanto seria como humorísticamente. Una noche, en que todos estábamos borrachos (yo me emborrachaba con mucha mayor rapidez que ellos, o, dicho de otra forma, el efecto del alcohol en mi sangre subía a mi cerebro de un modo tal que yo no podía con la misma efectividad que ellos usar de su fuerza de impacto para beber no sólo toda la noche, sino varias horas del día siguiente, y muchas veces me quedaba dormido al despuntar el alba), pero en que yo, disimuladamente, bebía en cantidades más disminuidas y con una mayor lentitud que ellos, aproveché cierto momento entre las 4:00 y las 6:00 de la mañana para preguntarles por sus tatuajes.
—La tinta es veneno de serpiente —dijo Yohav Benkakua.
—¡¿Pero, cómo hubisteis extraído su veneno?! —pregunté, impresionado.
—Nos hemos dejado morder uno por vez, y llegado el día, dijo Benkakua.
—¿El método es simple, tenéis a vuestro alcance serpientes no mortales? —pregunté, intrigado.
—Nos dejamos todos un día morder por serpientes. Todas eran mortales.
Una palidez acompañada de un escalofrío recorrió mi cuerpo. Entendí, de golpe, que, quizá… sí, el día en que llegué al hotel… todo había sido tan extraño, los sucesos se habían encadenado unos a otros y seguido de ese encadenamiento que… sí: ahora lo sé, yo, que la mayor parte de mi vida no fui sino un humilde escribano, y que consideraba como proezas los recorridos que hice por mi país natal, del que nunca salí, salvo en ese viaje a Shanghai, ¡había visitado un hotel de muertos! ¡Eran fantasmas mis compañeros de mesa!, y de pronto, en el orden de esa borrachera, entendí de dónde provenía toda esa magnífica comida, todas esas carnes jugosas, ¡delfín, ballena, serpiente!, y esas harinas deleitantes, esos cereales que bastaban para cualquier ayuno, todas esas enervadoras sustancias con esos aspectos estimulantes, todos esos líquidos aromáticos y espumosos cuyo alcohol parecía o imperceptible o fortísimo, y que ellos disponían en la mesa con tan sólo un chasquido de dedos, un aplauso o serie de aplausos, o una simple flamita salida de su uña (con que encendían algunos de sus cigarros, en tanto estos aparecían por entre los dedos “desocupados”)! Un temblor se apoderó de mi cuerpo, la fiebre comenzó a subirme en sucesivos escalofríos, y entonces, haciendo un enorme esfuerzo por gobernarme, les pregunté:
—¿Cu… cualquiera puede hacerlo, dejarse inyectar por una serpiente?
Todos, mirándome, comprendieron que yo había adivinado. Pero, ¿qué era yo, comparándome con ellos? Si bien en mi juventud practiqué la capoeira y llegué a escalar dos horas seguidas por varios días, y en una ocasión di 49 vueltas a una alberca olímpica, mi condición de «vivo» se me antojaba bastante poca cosa, sin la posibilidad de escribir esos poemas, de comportar esas caligrafías, de trazar esos dibujos.
Yohav me tomó del hombro, y sacó unas cartas. Yo me mostraba un poco nervioso y sobre-excitado cuando comenzó a repartirlas, pero una de las mujeres, que se llamaba Ctiva, me llamó la atención:
—¡El juego ya empezó!
Dejé de temblar. Un nuevo ánimo, capaz de vencer cualquier barrera, lógica o real, se prensó en mi musculatura y en mi cerebro, y, una a una, fui viendo cómo aparecieron, sobre las mesas, mis cartas.
DESTINY
DEATH
REDEMPTION
ART
THE DEABLE
DEATH
FORTUNE
ETERNITY
Esos escritores, novelistas la mayoría, vietnamitas (así me lo pareció en ese momento) jugaban con cartas escritas en inglés, pero no era el concepto, la palabra, de que iban acompañadas, aunque fueran su quid, lo más llamativo en ellas, sino el dibujo, del que en verdad no puedo decir sino que es inenarrable, aunque tenga sus figuras tatuadas en el cerebro, como si alguien hubiera hecho pasar una aguja por mi ojo para mostrarme una imagen perpetua: la imagen perpetua de lo que soy y de aquél en que me convertí esa noche.
Cuando Benkakua puso sobre la mesa la primera carta, DESTINY, tuve un mareo que me hizo mover la cabeza en círculos, y entonces la misma mujer que antes había intervenido, habló, enseñándome su propia carta, que era la misma:
—Que una mañana de 1754, de visita al viejo barrio judío de los siete velos, entró en una librería y conduciéndose al fondo sin detenerse a pensar si era o no bienvenido, encontró, tras una cortina, a un hombre tomando café en frente de una lámpara de aceite y sentado a una mesa que había sido tallada con la figura del dragón dormido. Y que, preguntándole, en una lengua antes desconocida para él, si podía sentarse, el hombre le dijo, “¿sentarse?, la noche ha comenzado”, y que levantándose ese hombre de la silla lo tomó del brazo, lo agitó, y le dijo: “¡El maestro Benkakua está aquí!”, y que él, volteando, para ver a qué se refería, reconoció al maestro Benkakua —e hizo un gesto con la mano para enseñarme a Yohav Benkakua, que me mostró su carta, DEATH, y habló así:
—Que separándose del tumultuoso grupo del que se había visto rodeado repentinamente mientras caminaba en el museo, reconoció una salida que sin lugar a dudas era idéntica a la salida de un museo con el que había soñado, y que dirigiéndose hacia allí encontró un pequeño jardín donde había, sobre un taburete de piedra, un libro, que él se acercó a leer, para reconocer que había olvidado su nombre, y que la lista de nombres en el libro nada le decía a él, y que temiendo no poder recordar su nombre, extrajo una vara de entre un brote de maleza de un rincón, golpeó el taburete, que, en vez de romper a la rama, se rompió, y conoció su nombre original, su nombre escrito no en el libro de la vida sino en el libro de la muerte —, dijo, y señaló, con ostensible índice, a Shirá (otra de las mujeres), quien me enseñó su carta, REDEMPTION, y habló así:
—Junto al convento de las tres cruces, del que se desprendía un sendero hacia la sinagoga, pasando por la mezquita, y que, en afirmando que no tenía inconveniente de ir, comunicóle a Fray Damasco su resolución, quien, a su vez, le dijo: Partas el pan o comas con cuchillo, guárdate de llevar contigo siempre la manta sobre la cabeza, y bajo ningún concepto mires cara a cara al sol, y que él, tomando y llevándose con él una jícara de agua, un mendrugo de pan, y tres papas, partió, esa tarde de 1456, rumbo a la sinagoga. Y que una vez allí levantó, a la entrada, un fuego, y se dispuso a comer una de las papas. Y que al día siguiente comió la segunda. Y que más tarde, al día tercero, comió la tercera, y el tercio restante del pan, y el tercio restante del agua. Y que en ese instante vio dibujada en toda su definición, una sombra de pie a sus espaldas, que lo había estado observando —dijo, y señaló a Or Ha´orer, quien me enseñó su carta, ART, y habló así:
—Que una nevada mañana neblinosa y tan gélida como el sepulcro con flores ya marchitas, escribiendo, ante su computadora, reconoció el reflejo del filo de la espada en las palabras que acababa de escribir, y que en ese momento escuchó un golpe en la ventana, y sabiéndose capaz de arañar el vidrio, sonrió, pero que, inmediatamente, su texto se descompuso, y el, sin inmutarse, se levantó de la silla y se dirigió al vidrio. Y que vio un pájaro mansamente acostado en el borde de la ventana. Y que, con muchísimo cuidado, abrió la ventana, y que el pájaro no se movió. Y que él, acercando la mano con impresionante lentitud, dio un rápido paso para atrás al asustarse cuando, a punto de tomar en su fría mano al pájaro, este alzó, desenvainó o abrió el ala, y le mostró su cuerpo desplumado y sangrante, al mismo tiempo que en su ojo fue visible, antes de emprender el vuelo, la serpiente —dijo, señalando a Baal, quien me mostró su carta, THE DEABLE, y habló así:
—Una mañana como cualquier otra, pero en la que reconoció cierto rasgo antes oculto frente al espejo. Y que sin darle mayor importancia se dirigió al lugar, pasando por la explanada, en donde la misma carga de grisura revuelta con el viento incipiente, movió una, dos veces, una bolsa de plástico colocada en el decúbito inopinado de una orilla natural, de una esquina del viento, de un punto de reunión para los solos, y que, habiendo estado leyendo a Bradbury, se sonrió y decidió comenzar esa misma noche la redacción del cuento, pero que le llegó un perfume y él frunció el ceño, y volteó para aquí y volteó para allá, y que siguió su camino y llegó ante los elefantes tamaño natural de mármol de los que emergía un enorme Buda del que se seguían unas escaleras hasta la pagoda, donde lo esperaba el sensei —dijo, y señaló a Avár Ha’Malajim, quien me enseñó su carta, DEATH, y me habló así:
—Una noche de sexo. Pero que volvió a recordar ese letrero de 2X1 de la tienda que había afuera de la casa del personaje de su novela o primera persona que empleó la metáfora “y cuando le terminé de decir el poema que le escribí casi inmediatamente me puse a hablar de otra cosa como quien hace pasar el trapo del olvido sobre la materia sensible del silencio”, pero que no olvidó nada cuando alguien hizo pasar ese mismo trapo metafórico bajo la forma de saludo, sino que cuando la prueba se presentó su memoria lo socorrió y auxilió y le brindó todo tipo de profusa ayuda, y que consideró que la memoria era del color del cielo. Y que recordó ese letrero de 2X1 al reflexionar en el acto de culminarse el acto del sexo, y que entró en un mar agitado, y que una corriente le dobló las piernas por la espalda, a la manera del aguijón de un alacrán o a la manera del mejor gol de la historia, y que cuando fue sometido a ese contramasaje por parte del mar, inmediatamente vio con los ojos cerrados la clara imagen de su calavera en el acto de cerrar la mandíbula, y que salió del agua y se sintió como se siente alguien cuando acaba de tener sexo con alguien a quien ama, pero sumamente asustado —dijo, y señaló a Kofá Ha Kalbá Einó Jatulá, que en verdad era la más hermosa de todas las presentes y cuyo tatuaje era en verdad el más llamativo y el más impactante, junto con el de Yohav Benkakua, y ella me mostró su carta, FORTUNE, y habló así:
—Que cotejando dos diccionarios en ambas lenguas, descubrió que en una ¡tu carta!, —dijo, mientras se levantaba de la silla y me penetraba con la mirada— significa: Encadenamiento de los sucesos. Encadenamiento causal de los sucesos. Encadenamiento casual de los sucesos. Circunstancia casual de personas y cosas. Suerte favorable. Y en otro ¡tu carta! —hizo lo mismo— significa Whatever happens by chance or luck, y que supuso que la buena fortuna era la empresa de la buena fortuna y que decidió probar suerte, arriesgándose de manera indefectible para cada uno de los chances que se le presentaran, y que subió y subió su apuesta al mismo tiempo que corroboraba que el número de suertes le era indefectiblemente favorable. Y que tuvo ocasión de revisar en los archivos del siglo XVIII, en que la caracterización, y por ende la creencia, de y en Dios, era asaz original y oportuna y lo que suele llamarse “feliz”, palabra que no relegó, ya que, suele decirse “¿También la filosofía se encarga de la felicidad, ¿no?”, y que consideró que a esa tal felicidad la Grecia antigua la llamaba eudaimonia, y que en verdad necesitaría de la tan mentada eudaimonia, para poder soportar los colmillos de la serpiente —dijo, y señaló al último de los concurrentes, Kof Ha Jatul Einó Kéleb, quien me mostró su carta, ETERNITY, y habló así:
—Que un día, reconociendo en el dibujo de la sombra de una planta en la que incidía la luz del sol, estampada sobre una pared, la demarcación cartográfica, la figura del mapa, de la isla donde sería llevada a cabo la eternidad, corrió por su cámara fotográfica, mientras calculaba que la sombra es lo más rápido, como la nube, que cambia, pero que habiendo trabajado en su proyecto meses enteros tenía por lo menos un minuto para acometer su empresa, ya que la sombra era como una gota negra que se secaría sólo hasta pasado ese tiempo, tomó su cámara, y, con la misma celeridad, corrió, y dispuso el aparato para que todo se resolviera con una sola pulsación en el botón conectado al obturador, y que así en efecto hizo. Y que cotejó el original con la copia y vio que de acuerdo con los principios aristotélicos en que se funda el arte todo había sido llevado a buen término. Y que hizo una copia de la copia, pasando a pluma el contorno de esa sombra, y que cuando estuvo dispuesto el dibujo en su versión final, cotejó el original con la copia y corroboró que, de acuerdo con los principios aristotélicos en que se funda el arte, nada había fallado. Y que entonces se dispuso a señalar, para cada una de las regiones de la sombra: Playa, Montañas, Bosque, Isla al interior de la Isla, Jardines, Desierto (con acceso de 3 kilómetros cuadrados, corroboró en su correlato milimétrico), junto con una zona cerrada, Terra Incógnita, a la que sería preferible no aventurarse, extensísima, y demás ralea, poniendo en diferentes documentos, ora la índole de cosas que hay en las bodegas, ora diseñando el interior de las bases, una por locación, y que prosiguiendo en su ejercicio, dispuso todo lo necesario para la efectuación de la experiencia, pues, como suele decirse «la experiencia está por comenzar».
Y me tendieron un espumoso vino. Y yo me lo tomé sin dejar gota ni hacer pausas. Y las tres mujeres sacaron la canasta, tocaron el pandero, y salió la serpiente, no sin que Yohav dejara en ese momento de contarle a los demás un chiste sobre el chango que tenían en el hotel, y que cuando uno de los hombres que estaba por comenzar a carcajearse iba a dar un aplauso para celebrar el chiste, otro tiró un par de dados en un plato, y todos hicieron una pausa, y la serpiente me mordió.
Desperté exhausto, con sed, sin poder moverme, y sudando profusamente pero con un terrible frío. Un ardor imposible me atenazaba desde el omoplato hasta el pectoral, pasando por el hombro, cuando apareció una hermosa mujer que, para mis adentros, se parecía al diablo. Se acercó a mí, y preguntó:
—¿Yohav? ¿Estás bien?
La reconocí. Era una versión mejorada de Kofá Ha Kalbá Einó Jatulá, y decía llamarse… bah, su nombre no importa por ahora. Como pude, y escupiendo sangre, le dije que junto a ella había una pomada, con un frasco en que estaba grabado el mismo dragón-serpiente de mi tatuaje. Pedí que me lo untara. Así hizo, y yo pude por fin respirar sin dificultad. No me reconocía, al sentirme no me reconocía. Sentía fuerza producto de años de entrenamiento, ya perpetuada en mi cuerpo, como una lenta inmanencia, como una magma circundante y vaporosa. Sí: yo había sentido eso alguna vez, pero ahora el ritmo descelerante del cuerpo se había detenido, y yo estaba en la plenitud de mi edad, que habitaría por siempre.
—Hay comida a montones—dijo ella. —Te estaba esperando. Leí en un papiro que vendrías en cualquier momento.
Me levanté, pero no me dirigí hacia las mesas servidas profusamente con platillos. ¿De verdad yo era Yohav, mi maestro, el mismo que me abrió las puertas de la muerte? Salí al puente de tubos de madera enclavados en la prístina e inmóvil agua. La definición del reflejo era idéntica a la del espejo, y, al regresar junto a… ¡Qué más da! ¡Diré su nombre! ¡Lo diré todo! ¡Yo vengo a contaros todo! ¡Todo!…junto a Kai (קאי), al regresar junto a ella… hice el experimento primero en una pared: sí, yo podía, solo por efecto de la voluntad, hacer que cualquier superficie fuera refleja, y contemplarme, sin que nadie se percatara de nada. Entonces vi el modo exacto en que Kai me veía, pues, como dice el poema
En solo aquel cabello
que en mi cuello volar consideraste
mirástele en mi cuello
y en él preso quedaste:
Cuando tu me veías
su gracia en mi tus ojos imprimían
por eso me adamabas
y en eso merecían
los míos adorar lo que en ti vían.
¡Aunque ya estaban lejos los días de ese poema! ¡Allí estaba ella, y antes de que adivinara que para mis adentros se semejaba al diablo, la revestí por efecto de la voluntad de los atributos de la fermosura la divina! Sí, allí estaba, de pie frente a mí, pero la definición no me satisfizo. Volví la moneda, ¡y era ella! Entonces el ciclo natural de las cosas y las edades y los tiempos, el de las ciudades y los pueblos y las lenguas, el de las músicas y las caravanas y los juegos, se cerró de pie frente a mis ojos.
Esa percepción fue impactante. Me regocijó muchísimo. Ahora tú estabas ahí de pie también con esa percepción, ¡Oh, Kai! Ninguno de los dos nos hacíamos el tonto: ¡éramos felices! La besé, me besó, nos besamos y sonreíamos y estábamos plenos; nos dirigimos por un pasillito de madera que conducía de la zona con manjares y bebidas a una habitación o receptáculo en donde, cubierta por una seda, había una cama. Estábamos después de algún periodo de tiempo acostados allí, cuando, no lo puedo explicar, me levanté mientras Kai dormía, sin saber a dónde me dirigía pero con una especie de resolución extraña, si bien pausada y expectante. En el mismo receptáculo, me detuve ante una mesa enclavada a la pared y de su largor. Había tres anillos ahí, justo a donde yo me dirigí. Kai de verdad dormía, descansaba ausente. Dicen que Dios no castigó a Adán y dicen que Dios no castigó a Eva, que el castigo vino por sí solo, resultado de la ingesta del fruto. Conocer demasiado puede ser un impedimento, no porque nos avergüence, sino por la ausencia de placer, y aunque conocer demasiado pueda ser un impedimento, me coloqué los tres anillos. Kai dormía, y yo fui a acostarme a su lado. Ya con los anillos en mi mano, comencé a jugar con ellos, a inspeccionarlos. Vi que uno, el que me puse en el dedo anular, estaba rodeado por una tira móvil con forma de dragón volador que perseguía, con su cabeza, su cola. Comencé a moverlo. Cada movimiento era recibido por una muesca interior, en la que se atrancaba provisionalmente el espacio entre la cabeza y la cola, revelando un color distinto, como supe más tarde. En ese momento, simplemente contemplé el color naranja intenso, y mientras observé, del otro lado de la puerta lateral, que la palmera exterior, de tamaño bastante disminuido, una de esas palmas que salen de la palmera principal, con tronco, y que dibujan tan sólo dos o tres hojas de palma, era movida por el viento de manera extrañamente lenta, como si un vapor atravesara el viento. Kai dijo, en sueños, “No lo hagas”, y volteó. Recordé el recurrente chiste de mi país natal, en donde se decía comúnmente “Mejor no lo haga compa”, con acento norteño cuando alguien se disponía a hacer algo arriesgado u osado. Y entonces contemplé a través de la misma puerta abierta, mi reflejo, que se acercó, lentamente, y que se parecía a Kai, y se metió en mí, atravesándome. Mientras mis pelos se erizaban y una corriente de viento se sublevaba en torno mío, sin despertar a Kai y sólo por un instante. Entonces sentí su cuerpo en el mío. Moví el brazo y ella volteó de nuevo. Parpadee y ella dijo, en sueños ¡Qué lindo! Y volví a cerrar el anillo, devolviéndolo a su punto original. Inmediatamente, con una ampliación de mis pulmones, respiré hondo, y me levanté sobre mi espalda, emocionado y feliz. Los otros dos anillos se mostraban en ese momento crípticos y cerrados, pero hermosos y muy impactantísimos. Tomé a Kai en mis brazos, y me quedé dormido.
Era de noche. Kai y yo estábamos en frente de un jugo espumoso y con hielos, y muy delicioso, del que subían burbujitas y compuesto de yogurt y esencia de rosas, junto con otros aditamentos, entre ellos una fresca hierba, además de menta y agua mineral. Bebíamos y fumaba (Kai rechazó el cigarro que le ofrecí, extraído de una cajetilla con estampas del panteón egipcio, esta correspondiente a Asir; del mismo modo, había extraído con los dedos la planta fresca de su vaso), cuando nos pareció oír clarinete, risas y voces. Nos extrañamos, y apuramos la bebida de golpe. Nos levantamos y nos dirigimos al lugar de donde venía el alboroto, aunque era de noche, noche sin luna (pero un montón de estrellas, o, como escuché alguna vez en mi país natal, “chingomadral”, pero no le hice caso a ese pensamiento: cada oportunidad de recordar ese tipo de cosas era otra para olvidarlo, como un conjuro del olvido sobre mi cabeza). Kai se echó a correr, y dijo: ¡Sígueme! Y yo me eché a correr. Terminamos en la playa, y observamos que, en realidad, la ausencia de luna se debía a una nube. La inmensa luna llena refulgía sobre nosotros, e iluminaba cada pequeño objeto sobre el suelo. Nos pareció, ¡Y el Sueño Encarnará!, que las voces y música y risas en pos de las que estábamos y que claramente nos habían conducido hasta allí, se encontraban a la misma distancia y hacia la misma dirección en la que estaban cuando emprendimos la caminata y más tarde la carrera. Caminábamos sin prisa. Habíamos bajado por la montaña en que estaba enclavada la vivienda de madera, principalmente, y otros materiales, y que se comunicaba con un puente y un camino más o menos amplio, una especie de sendero natural que bajaba todo derecho hasta la playa, y no teníamos ningún temor de no reconocer el regreso, pues cada cosa parecía hecha con la medida del espejo y la memoria. Bajo estas cavilaciones, recordé mi habilidad de proyectarme en cualquier superficie, pero no probé a hacerlo en el mar, pues en ese momento una ola más grande que las demás chocó en la arena y llegó hasta nuestros pies, que habíamos descalzado. Seguimos caminando derecho por la playa, cuando reconocimos una semi-luna de arena, una luna sonriente que se dibujaba en la orilla del mar, de extensión más o menos grande, pero que podía ser abarcada con la mirada. Nos detuvimos allí. El agua carecía de corriente. Habíamos, para llegar allí, pasado por unas rocas que terminaban en una estatua que delimitaba con una espada el mar, haciendo el gesto de tocarlo. Las rocas cortaban el mar, cuya agua continuaba y tenía comunicación con la de la zona de la semi-luna, pero en una había corriente, y en la otra no. Observé que en el otro extremo de la sonrisa de arena había otra estatua idéntica, si bien su espada se extendía hacia el otro costado del cuerpo. Llamé a Kai la atención sobre una cueva a la mitad del agua, que, podríamos, más tarde, observar mientras avanzábamos, se secaba más adelante, para dibujar otra sonrisa de arena en su extremo, cosa que, descubriríamos, no era sino un espejismo, el espejismo que del día tienen las noches en Landxit. Antes de entrar al agua, un viento tiró, llevándola hasta nosotros, una extraña madera, con un peinado de un material que yo nunca había visto. Probé a acercarle mi encendedor, y conflagró un fuego devorante pero controlado, que se reflejó en el agua inmóvil. Comenzamos nuestro camino hacia la cueva. Cuando estuvimos cerca de la entrada, Kai se sentó en el agua, y dijo:
—La cueva tiene forma de piedra. Parece la piedra original, pero su entrada tiene forma de… ¡Qué hermosura!
—¿Forma de qué? —le pregunté a Kai.
—Si recorres la vista —me dijo—, por su circunferencia, podrás observar que el pico de su superficie se parece al gorro de la muerte. Más abajo del gorro, se ve claramente que el pico de su guadaña se asoma por su espalda.
—¡Es verdad! —reconocí.
Yo también me senté. Habíamos dejado nuestras ropas en la orilla, y la arena era deliciosa, pero no al grado de las “delicias” extraíbles de Tinieblas de un verano. Kai lo sabía todo. Nada podía engañarla, y entonces le pregunté:
—¿Y qué crees que haya adentro?
Pero reconoció que no lo sabía. Era ignorante, como la Muerte misma, se dice, desconoce a Dios, y por ende no podía sobrevolar a vista de pájaro el mundo entero, para saber qué había al interior de la cueva. Clavé la madera en la arena, y encendí el cigarro de mariguana que llevaba, seco, en mi mano, junto al encendedor. No era peligroso. El fuego sólo servía para iluminar, como descubrimos Kai y yo en la orilla cuando el perro de viento me golpeó con las patas delanteras el vientre una vez que hube encendido la antorcha y esta se cayó, golpeándome la cabeza, y haciendo caer mi encendedor en el mismo fuego, que pude sin problemas, sorprendido, recuperar del suelo. Encendí el cigarro, y la conflagración de la antorcha comenzó a sonar, y probé a acercar el dedo. Estaba caliente, y figuras pétreas conformaban su rostro. Nos levantamos y nos dirigimos cueva adentro, y, volviendo a sonar, se apagó sobre sí mismo sin dejar de emitir sus lenguas no dañinas de luz. Entonces, descubrimos al interior de la cueva una vivienda, otra vez, con cosas parecidas a las que había en la primera, y un sibil. Contenía objetos, relojes de arena, frascos, esferas del mundo, varias, distintas, pero del mismo mundo que habíamos abandonado, repetidas, peceras con serpientes, ranas, una encerrada con una mosca adentro, en donde brillaba un pequeño sol en todas las esquinas, peces, arenas, plantas; también había piedras de diferente tipo y figura, y Kai pareció no entusiasmarse mucho, pero yo supe que secretamente estaba impaciente de que yo comenzara a trabajar con todo ello. Resolvimos pasarnos a la luz del día a la cueva, y emprendimos el camino derecho hasta la casa.
La casa no era nada desagradable, estaba provista de todo lo necesario, y, como descubrimos Kai y yo al día siguiente, truncándonos el plan, que ya se antojaba postergable, de ir a la cueva, que en la pared de nuestra cama había unas escaleras, que, de subirse, conectaban con un barandal desde el que era visible un hotel, así nos lo pareció, provisto de una alberca, un tigre manso, puestos levantados con comerciantes en ellos, que hablaban hebreo, y que ofrecían todo tipo de cosas extrañas, entre ellas changos, que iban y venían de un puesto a otro, y, como vimos Kai y yo, en el que se hospedaban ciertos escritores que, por lo demás, yo podía observar desde allí. Era parecido al hotel de Shanghai en que comenzó todo esto. Observé una escalera descendiente, con una puerta en la entrada en la que estaba metida una llave con figurita de dragón en el mango, y cuya punta parecía la lengua o la cola de ese dragón. Me guardé la llave en la bolsa, y Kai y yo nos pusimos a observar a los escritores, que hablaban en español. Observé que uno de ellos, de abundantes abdómenes y con barba, hacía medidas con instrumentos de geometría junto a la alberca, y observé también que una mujer estaba al pendiente de él. Así mismo, descubrí a otra escritora que ensayaba enfrente de un espejo pantomimas teatrales mientras hablaba. Había otros escritores. Kai y yo ya tendríamos tiempo de ponerles alguna duda, o de conseguir que los mercaderes nos trajeran alguno de sus libros, para saber si eran buenos o si sabían escribir. Por lo pronto, nos dirigimos desde la ventana, en hebreo, a uno de los mercaderes:
—אחי: מה אתה רוצה לקוף הקטן הזה?[13]
Cuando se lo pregunté, Kai me dijo:
—¡Qué emoción, un chango!
Y el mercader nos ofreció regalarnos el chango, pues, argumentó, sólo hacía trueques con los escritores del hotel. Aceptamos la oferta, y llamamos al chango a que se nos uniera. Los escritores no entendían qué estaba pasando, pero bien pronto volvieron a sus actividades. Kai y yo nos felicitamos mutuamente, y llevamos al chango con nosotros. Estábamos más o menos en el tipo de actividades que constituyen la constelación cotidiana del coloquio amoroso, cuando quisimos espiar a los escritores y, para sorpresa nuestra, el hotel estaba ya vacío. No entendíamos qué pasaba, y decidimos hacer una exploración. Cuando abrí la puerta, Kai me dijo que ella tenía el don de recordarlo todo, y me dijo que le diera la llave a ella. Así hice. Bajábamos por la escalera, que estaba retocada con pequeñas góndolas de todo tipo, y salimos a la zona de la alberca. Los puestos estaban vacíos. Vimos que el edificio contemplaba unas escaleras a cuartos, que estaban abiertos y vacíos, y, cuando nos aburrimos de contemplar la alberca e íbamos a subir las escaleras, observé que el puesto del extremo de una de las dos filas frontales la una a la otra de puestos, estaba siendo atendido. Nos dirigimos allí, y observé un montón de cosas apetentes, pero, sobre todo, una flauta, un gorro de dormir egipcio y alguna cosa más. Le dije que éramos Kai y yo, le enseñé mi tatuaje, y se apresuró, con toda deferencia y regocijo, a envolver para mí la flauta y el gorro de dormir. Le regalé el gorro al chango, que se mostró complacido, e hizo un salaam del que se siguió un beso al suelo que pisaba. Kai estaba encantada con el comportamiento del chango, y lo volvió su aliado y su amigo. El chango usaba siempre el gorro, cuando dormía, y su seda egipcia parecía extraordinaria y en verdad era un placer para el tacto frisionar con la mano su contacto.
Los días pasaron. El día primero parecía haber ocurrido ayer, pero habían pasado años enteros, y Kai y yo seguíamos siendo idénticamente iguales (cada día nos diferenciábamos de nosotros mismos de una forma que reafirmaba nuestra identidad indisoluble, perpetuada, como cuerpos configurados como el gesto de su satisfacción). Un día, Kai estaba observando la alberca del hotel vacío. Acostada en un triclinio, observaba detenidamente su hermoso libro, recorría las páginas de un modo delicioso, y yo, que estaba fumando en una de las galerías de la vivienda, fui a ver el humo de mis pensamientos al balcón. Cuando llegué ahí, observe que Kai leía. Entonces, me regresé sin hacer ruido a la galería, y, una vez allí, acostándome en una hamaca, giré el anillo.
Kai repasaba las páginas de un periódico bastante original, un periódico de escritores, en el que se leía lo siguiente:
La muerte llegó, lejos de su perfomance abrahamico
Los días habían pasado a una velocidad impresionante
Soporté mis últimos días aquí porque conocí en las calles gente que hablaba el idioma
Cuando me largué, nunca volví
La muerte llegó ese día
El ventilador sacaba su aire
El mar estaba cerca
Un día recibí un correo de Karizada
Ni siquiera sé cómo consiguió mi correo
Me conmovió, pero ya todo estaba
Adiós, tierra del tequila, nunca te volveré a ver
Una visión más
Nuevamente no fue mi cerebro
El que produjo su sustancia alucinatoria
Fue la sombra que llevó la corriente de su trampa
El tigre en los espacios de la casa
La casa está cerrada
No admite poetas falsos
Lenguas manchadas
Ojos encerrados en lentes negros
La casa es la casa de los gatos sucios
Ellos rían nunca dejen de reír
Ellos abran su periódico y díganse los buenos días
Sin decir realmente sino un poco de moscas aplastadas
Y acérquense como el asesino japonés
De un paso a otro con su filosa espada
Sin ser notado pero todo el tiempo visto
La exageración samurái de la técnica perfecta
Acérquense y den de un sablazo el corte preciso
Para que mi cuerpo cargue mi cabeza y la lleve a la casa
La casa quiere mi cabeza
Que mi cuerpo cargue mi cabeza y la lleve a la casa
Una cuenta tan sólo una cuenta
Despertar al día real
El sueño se disipa
Despertar al día en el curso de su historia.
Sí: sin duda Kai era maliciosa. Vestida en un conjunto negro, estaba regocijadísima leyendo eso, perfectamente sonriente en su felicidad interna, y yo supuse que planeando pequeños desquites, pues en el fondo ella también odiaba a esos poetas, quienes daban clases en Santa Gisela. En el hotel, lo supimos más tarde, sólo habían pasado unos días, y el que nosotros los vimos, fue el último de su estancia en Landxit, en donde, ahora, en el hotel, por las noches, se celebraba siempre una fiesta de personas que hablaban todas en hebreo (Kai me decía que para ella era una lengua tan natural que podía finalmente ser ella misma), y que eran quienes habían hecho sonar ese clarinete y esa música y esas risas y esas voces; solía traficarse un montón de droga de todo tipo en esas fiestas, y había comida, juego, alcohol, y muchas medusas. La mayor parte de las veces Kai, enfurecida, se iba a dormir, y, si hubiera habido una puerta, la habría azotado. Pero yo trataba de convencerla de que fuéramos más seguido a esas fiestas con esos manjares y esas cervezas con ese maravilloso tamaño. El tráfico de drogas era impresionantemente ágil una noche, y yo, que ya había observado mucho tiempo uno de esos planetas tierra de la cueva, conectando su esfera a la computadora, me preguntaba constantemente en qué momento se produciría algo así como la invención del dinero al interior de Landxit. Kai no lo sabía, pero eso me tenía bastante preocupado. En cuanto a mí, no me importaba gran cosa, ya que, además del aplauso, el chasquido, el fuego de la uña, y hasta un talismán del deseo, como hacían los Jajamim ha Jasakim, contaba conmigo con dos dados. Así, si salía ::: :::, por ejemplo, se me ofrecía una relación específica de la magia, la misma a la que ya estaba tan acostumbrado.
Lo que parecía haber ocurrido hace milenios, recordé tres hechos, un día que entendí el libro. Eso es la escritura puesta en práctica el día de su resultado, todos los días, el magnético día de la escritura cuyo tema está tratado con base en los dos o tal vez cuatro elementos que constituyen la reconstrucción del texto y su postulación, pero que en esta ocasión en específico, en estas líneas, quiero decir, temo que cada vez más evidentemente parecen no poder ofrecer una respuesta, los cuatro mismos elementos dispuestos en orden por las cuatro salidas que conducen a un silencio coronado como el de los ecos que actúan en concordancia en el cielo, o los dos elementos de cada una de esas cuatro interpretaciones hermanadas en pares, que se alinean sobre la historia, y a la historia corresponde la memoria, su coronación, cosa que yo estoy buscando.
Caminar, en dirección opuesta a la inercia, sino en el orden de la búsqueda concreta del objeto despertado, en el cambio de escena de los sueños. Kai estaba de pie; bebía en una taza con un café espeso como el aceite, y me miraba. Yo balbucí algo y seguí con mi libro. Ella habló también. Ahora era depositaria del mecanismo neto de la memoria compuesta de tal modo que constituía el dispositivo empírico de su vida, puesta finalmente en complicidad del orden de su organización, cuando es la razón dueña de su recurso, tan concreto como el objeto al que nos dirigimos en oposición a la inercia, y entonces ella me dijo Me acabo de ver en el espejo y yo recordé inmediatamente lo que había ocurrido dos horas antes, cerca del amanecer, cuando yo entré al cuarto y la computadora estaba encendida, y yo tenía entre las manos los dos pequeños animales del producto escrito, mismos que llevaba conmigo con el fin de meterlos ahí adentro, en el texto. Sentí un escalofrío.
Algunos años después de nuestra estancia en Landxit, Kai y yo nos casamos. La fiesta de la noche no se diferenció en nada de ninguna de las fiestas diarias. Estábamos radiantes, y ahora pienso que todo empezó en el hotel de Shanghai. Esa misma noche se desprendió una yad[14] para leer la Tanaj, o algo parecido a una de esas yadim metálicas que señalan con su dedo índice el enunciado por leer del texto, de un par de muñecos realizados del modo más artesanal[15]. Yo la usé sólo una vez; más tarde la puse en la mano restante de la muñeca, con el apoyo del muñeco que la ayudaba a sostenerla. Esa noche soñé que Kai me decía:
—¿Me ayudas a encontrar mis manos? —mientras me las referenciaba con un gesto ostensible—, se cayeron debajo del sillón.
Pero yo no le creí. Le sostuve las manos, referenciándole que las tenía puestas, y reconoció que la había descubierto, diciéndome ¡Por eso! Me agachaba sillón abajo, y ahí estaban ambas manos. Consideré que Dios había decidido finalmente tomarme en cuenta.
El yad que tenía en mi poder, y que le delegué a mis dos muñecos rusos, era bastante bello y muy útil. Me entretenía mucho con él. Al tenerlo esa noche entre las manos, fui capaz, por un instante, de dirigir voluntades, leer el pensamiento, encaminar senderos y todas esas cosas que hace Dios. El yad de Dios era de su propiedad, pues, y me fue regalado ese día. El dedo del yad tenía algo de demónico, pero cuando la mano se abrió, quiero decir, cuando otro de sus dedos se desenroscó, yo conocí la verdad.
Estaba en frente del mueble de la habitación, haciendo unas lecturas simultáneas, consultando varios libros para efectuar ciertas magias, cuando, inopinadamente, el dedo se abrió. Lo dejé sobre la mesa y me fui a leer mi libro de tapas blancas. Las palmas de una palma ondeaban a mi espalda, y de pronto me recorrió un escalofrío: creí que el tigre blanco me observaba, y voltee. Pero no había nada, salvo un calor vaporoso que pasó como aire. Seguí leyendo, y entonces tragué saliva. Todo este tiempo Kai había estado observando, con ayuda de un compás, la circunferencia de mis sueños, y podía, por adivinación, saber no sólo en qué palco me estaba yo jugando la vida, sino, además, era capaz de soplar, por ejemplo, para que mi sentido del equilibrio flaqueara. Y así había estado haciendo. Me levanté de la silla bajo estas cavilaciones, y encontré a Kai a mis espaldas, una vez que voltee, observándome intensivamente.
—¿Kai? ¿Qué traes entre las manos? —le pregunté.
—Es una taza de café —indicó.
—Pero, ¿no hierve?
—Sí, está hirviendo en este momento.
Me acerqué lentamente a ella, me asomé a la taza y observé que, en efecto, estaba hirviendo en ese momento, y que, es más, ella lo acercaba a sus labios y, con una gran fruición, se lo bebía completo.
—Estaba delicioso —reconoció.
—Pero, ¿no hervía? —insistí.
—Hervía —dijo, lacónicamente.
Ese tipo de hechos se repitieron a lo largo de toda la semana. Siempre que yo estaba leyendo, comiendo, o haciendo cualquier otra cosa, o muchas de esas veces, volteaba para descubrir a Kai a mis espaldas, observándome intensivamente, con algo entre las manos. En una ocasión llevaba con ella una enorme serpiente, y me ofreció su cuerpo aparentemente inerte o disecado para «conectar», así lo dijo, su cabeza, con las fauces abiertas, al grifo. Y así hice yo, por medio de un imbricado proceso de cableado anatómico. Pero hasta la fecha jamás he probado la bebida, esa bebida que se obtiene presionando uno de los colmillos. Pero ella era ya lo único que desayuna, echando una gota a su té, en tanto me insistía que “más de tres gotas producen…” y se quedaba callada, soñando su sueño de eterna sobriedad.
Su presencia en Landxit comienza a ser perturbadora, inquietante, emparentada con el augurio y la catástrofe. Es así como me decidí a emprender mi camino rumbo a las montañas, hasta lo que parece ser un punto blanco restallante, en donde, supuse, se encontraba Dios mismo. No le dije a Kai nada sobre mis propósitos. Sucedió que me encontraba en uno de los triclinios de la alberca, no haciendo nada, cuando presentí su presencia. Voltee, y ella llevaba ya quién sabe cuánto tiempo observándome con minucia e inquietud. Me desperecé, fingí naturalidad, la celebré por su nombre, y me desentendí rápidamente:
—Tenía pensado hacer un pequeño recorrido por las montañas, ¿sabes?
Sólo se mantuvo en silencio. Y, acto seguido, se fue para otra parte.
Emprendí el camino. Las montañas eran enormes y describirlas podría llevar páginas enteras, dedicadas únicamente a las bellezas portentosas, a la sensación de calma, de quietud, a la constante vitalidad rumorosa de la paz que anida en ellas, en las galerías de roca, en los ríos petrificados con agua milenaria en ellos, en los escampados de hierbas que crecen en derredor de una planta principal, muchas veces una especie de cactus, que florecen un día, y se mueren, para ofrecer a la tierra otra especie distinta que nace casi inmediatamente, pues por lo común estas plantas reciben las ondas de agua que las riega proveniente de pequeños estanques que se desbordan con la lluvia, llevando los nutrientes de los desechos terrificados de los peces que viven allí hasta sus raíces, o esos charcos que se extendían indefinidamente entre los que crecían bellas formas de planta y entre los que corrían simpáticas serpientes nadadoras color rosa. Como sea, lo cierto es que un día llegué a esa zona blanca de la que he hablado. Había estatuas de canones harto conocidos a la entrada y, entonces, indiscutiblemente, reconocí, desde el primer momento, la estatua que le correspondía al aspecto de Dios, ¿o debo decir Yehu? Su belleza era impresionante, y el mismo anhelo sensible al que me acostumbré cuando padecí esa franja de su posibilidad enunciada por Agustín de Hipona como «si estás buscando a Dios es porque ya lo encontraste», despertó en mí e inmediatamente me tiré ante la estatua, llorando. Pero una voz me despertó de mi despropósito:
— מה יש? רק אבן יש לו יופי?[16]
Era idéntica a la estatua, pero con una profundidad desconcertante en la mirada. No empleaba ninguna de esas groseras maneras de falsificarla que se emplean por lo regular entre los hombres. Su habla era nítida y su voz, de alguna forma, extemporánea. Me dijo: Kai se ha convertido en el diablo.
—¿Kai? —pregunté.
—Kai —indicó.
Lo recordé todo. ¡Claro que era ella misma!, la del nombre original de Kofá Einó Jatulá, y sentí tanto miedo, que le solicité amparo a Yehu. «¡Oh! ¡No te muestres tan solemne!», dijo, «Ha llegado el momento de tu verdadera estancia en Landxit».
—¿De mi verdadero romance? —pregunté, provocativamente.
Yehu se río. Era un milagro. Hice reír a Dios con un chiste si se quiere tonto, pero que a ella había conmovido y, efectivamente, nos volvimos novios. El beso fue silencioso, cargado de perfumes premonitorios, que yo desconocía. Esa noche no tuvimos sexo. Me limité a escuchar mil historias extrañas, que confirmaban su carácter, y más tarde, en la madrugada, casi rayando el alba, en efecto, tuvimos sexo.
Mi proyecto había terminado. No había nada más que hacer, salvo vivir en las montañas, cuando se apareció un día Kai, reclamándole a Yehu que quería reanimar a una de las estatuas para su uso personal, un hombre.
—¡Pero es idéntico a…! —dijo, y pronunció mi nombre.
A mí no me había pasado desapercibido, en efecto, que una estatua idéntica a mí, en actitud heroica, había aparecido un día. Reconocí ante Kai que era idéntica a mí, y que eso no podía ser.
—Te despojaremos de tus poderes demónicos —señaló Yehu.
Kai no riñó. Dejó hacer. De pronto, era tan inocente como una chica de 16 años que escuchara rock en español, soñadoramente, habitación adentro. Tenía la mirada límpida, como nunca la había tenido, sin un enredo de nudos de pensamiento efecto de la malicia de sus planes de los que había resultado otrora un equívoco respecto de eso que A. J. Ayer denominó «la actitud que adoptamos ante la vida». Kai había despertado. Nos volvimos amigos, los tres, y nos olvidamos de relaciones sentimentales. Fue así, como una tarde, nos subimos en un convertible rojo, y Yehu arrancó.
En todo ese tiempo yo no había visto que en Landxit hubiera, fuera de las computadoras o de todo lo necesario para vivir cómodamente, como electricidad y estufillas perpetuamente encendidas, o incluso vidrios del siglo XVI dispuestos en aparatosos instrumentos, realmente, nada que no fuera «natural». Pero de pronto íbamos a máxima velocidad por una plataforma que atravesaba todos los mares. Hicimos 13 días, y llegamos a una extraña base con edificios abandonados. El coche descansaba y en él brillaba el sol. Yehu destapó una cerveza, y, a lentos tragos, comenzó a pensar. Encendió un cigarro. Yehu, ya lo dije, y yo ya no manteníamos ninguna relación sentimental, lo mismo que Kai y yo o Yehu y Kai. Me le quedé viendo a Kai. No nos importaba. A veces actuábamos para los otros dos. Es importante un público, es lo que dicen. En ese momento Kai comenzó a observarse sus tatuajes, y un gesto indeterminable atravesó su rostro, acaso emparentado con cierto tipo de «maldad pura». Su mirada era límpida. No éramos los típicos seres humanos con la lengua y la mirada manchadas, como decían los filósofos del fin del mundo, sino que nos sentíamos y sabíamos distintos. Yehu, en su moreno dorado, dejó sus cigarros junto a Kai y se mantenía ocupada resolviendo ciertas cosas en la cajuela. Kai dejó de atender sus tatuajes y clavó en ella su mirada. Me acerqué a Kai, y le pedí un cigarro. Sin dejar de ver a Yehu, extrajo un cigarro y me lo tendió. «¿Tienes fuego?», pregunté. Volteó, por fin, a verme, se puso los lentes oscuros que llevaba recargados, señaló su antebrazo, donde el tatuaje de un cerillo se encendía con la fricción de la espuma mar, o quizá un cerillo que dejaba a su paso al encenderse espuma de mar, y me lo señaló. No entendí muy bien lo que quería decirme, pero le dije:
—¿Cerillos? ¿Tienes cerillos?
Y ella metió la mano en su chamarra y me extendió una pequeña extraña caja negra de cerillos, que brillaba como un diamante. Encendí mi cigarro blanco, light, como los que fumaba Yehu al medio día, y le devolví la caja.
—Quédatela —dijo.
En la noche, mientras Yehu se emborrachaba con la comida y con sake, y mientras hablaba y contaba chistes en hebreo, y mientras Kai dormía desde el fondo de nuestra habitación improvisada en uno de los edificios abandonados, junto al que estacionamos el coche, yo encendí un cigarro y descubrí al interior de la caja de cerillos un papelito echo rollo. ¿Qué quería decirme Kai? ¿Mensajes cifrados ante los ojos inconmovibles de Dios? Podía ser peligroso. Seguí conversando con Yehu, ocultando inmediatamente los cerillos, y yo también comencé a emborracharme y a reírme con sus chistes, hasta que ella se mostró satisfecha y dijo que descansaría, yéndose a dormir cerca de Kai, quien en ese momento ya estaba profundamente dormida, con una sonrisa indeterminable en el rostro. Me había quedado solo y aproveché la luz del fuego para leer el papel y, cuando lo hice, no supe qué pensar, pero volví a guardarme la caja de cerillos en el bolsillo. Estuve despierto un rato, viendo a Kai dormir, de pie frente a ella, y, cuando pareció presentirme y se volteó, observé unos segundos a Yehu. Su sueño tenía esa carga de profundidad de quien no sólo recupera respecto de sus funciones cerebrales todo el tipo de energía necesaria para el siguiente día, sino que además utiliza esa energía en provecho propio sueño adentro, dejándose llevar por su personaje interno de un modo atento, lúcido, como se dice. Entonces yo también me dormí, junto a Kai, estando Yehu en el otro extremo y Kai en medio de nosotros. Cuando me desperté, las dos conversaban mientras preparaban comida o bebían un té, realmente no puedo recordarlo bien. Me recuerdo levantándome de la cama improvisada, y dirigiéndome por un poco de té, y bebiéndolo mientras las observaba. Me recuerdo encendiendo un cigarro, y leyendo nuevamente el mensaje de Kai. Me recuerdo acercándome a ellas, y preguntándoles qué haríamos ese día, y en ese momento mis recuerdos se nitifican:
—Hoy subiremos. Subiremos a lo más alto de este edificio —dijo Yehu.
—Iremos a la azotea —replicó Kai.
Las observé. Ambas sabían algo que yo desconocía, del mismo modo en que Kai y yo sabíamos algo que Yehu desconocía. Sin duda Kai estaba tramando algo.
Estuvimos toda la mañana abajo, dirigiéndonos al coche, bebiendo té, fumando, lavándonos los dientes, bebiendo té, fumando, lavándonos los dientes, dirigiéndonos al coche, tomando fotografías y haciendo notas, organizando en hasta 43 categorías nuestros distintos archivos en las computadoras personales, e, incluso, filmando videos. En una de las paredes, se desprendía la pintura, y cachos enteros de pared estaban desnudos, había numerosas grietas de pintura, y, donde la pared no estaba pintada, se mostraba una enorme escena al desnudo, con cánones renacentistas, pero al menos a mí no me llamaba la atención, aunque, de pronto, descubrí entre los motivos, algo que despertó mi suspicacia. Se trataba de un hombre cortando la cabeza de otro hombre cuya sangre caía en la paja en cuya esquina una serpiente enrollada sobre un huevo dormía su sueño, pero, también, detrás de la serpiente, había un biombo en el que se dibujaba, como en el papel de fondo de los retratos fotográficos, un lienzo verde, en donde una mujer con camisa blanca de hombre abierta en dos y un conjunto negro de lencería, miraba de perfil mientras con una mano sostenía en actitud de pitanza un cigarro, sostenida sobre sí o sobre su codo, y en tanto la otra mano, cuya definición estaba difuminada, le llegaba a la cadera, y en su hombro la camisa blanca tenía una mancha de sangre. Opté por no tomar fotografía alguna. Pero volví a leer el papel de Kai. Había algo de alarmante en todo ello.
Dieron las 12:00. Kai dijo:
—Son las doce.
Yehu dijo:
—Me di cuenta.
Yo, que entendí que tenía que participar, dije:
—¿Vamos? —y comencé a subir las escaleras, harto con anticipación de lo que Kai pudiera estar planeando junto con Yehu contra mí, o contra lo que fuera.
Algo me hizo voltear la cabeza. Yehu me seguía feliz, pero, al fondo, Kai nos observaba y afirmaba con la cabeza.
Las escaleras subían a un piso y a otro. Una silla tirada sobre su respaldo, con las patas al aire, otrora giratoria, de madera, en medio de un montón de papeles en el suelo, gráficas, encuestas, documentos enteros de algún proyecto que era ya sólo polvo. Una explanada de cemento vacía en la que emergían columnas que sostenían el techo, y arcos a la manera de enormes ventanas, por donde sería memorable ver y observar el ocaso. Tinas de gas con grafitis y sobre mosaicos rotos. Cada piso era distinto, y nosotros subíamos y subíamos las escaleras. Llegamos a una puerta negra, cerrada con un candado y una cadena metálica. No bastó con golpear el candado con una piedra, pero en la parte superior de la puerta, esta no existía: era una ventana de la puerta perpetuamente abierta. Subimos uno por uno. Kai. Yo. Yehu. Cuando salí a la superficie, Kai, satisfecha de sí misma, observaba el esplendor gris del cielo. Yo observaba a Kai satisfecha de sí misma observando el esplendor gris. Yehu se entusiasmó, y dijo:
—¡Todo sigue aquí! Pero trabajaremos hasta mañana.
Nos recargamos en el cuarto de elevador, ventiladores y acaso computadoras que había en la azotea, y Yehu sacó un cilíndrico y compacto y casi canónico cigarro color naranja, con hierbecillas color verdéreo al interior. Fumó bastante, dando hondas caladas, y sólo entonces se lo pasó a Kai, quien lo rechazó, y me lo extendió, dándole yo una fumada reflexiva y dejándolo descansar, mientras observaba el humo dibujar sus sinuosidades por entre mis dedos. Sólo hasta que sentí el efecto de la hierba asiática, le di otra fumada, y se lo pasé a Yehu, quien se lo pasó a Kai, quien lo rechazó, y Yehu, tras fumar, dijo:
—Tu frialdad no es regular, Kai.
—¿Estás… —quise decir. Continué: —Estás muy feliz hoy, ¿no?
Le había querido preguntar si estaba tramando algo. Pero de inmediato su mirada me detuvo. Había sin duda algo escalofriante en Kai. «No estoy feliz», dijo. «Calculo una vieja posibilidad en la que he estado pensando desde que llegamos a este lugar y aun desde antes de haber llegado a este lugar.» Después Yehu no dijo nada, y yo tampoco dije nada, pero de alguna manera sus palabras no me tranquilizaban del todo. Seguía habiendo un hálito de sospecha no tanto en lo que decía, como en el sonido de su paladar chocando con su lengua, y en el modo en las palabras explotaban pequeñas burbujitas de saliva, o en el modo en que sus dientes siseaban conforme hablaba. Yo no le creía del todo, pero el candor de Yehu me tranquilizaba. Era una especia de irradiación que, ignoraba por qué, no afectaba a Kai casi nunca. Permanecimos sentados contra la pared. Yehu me pasó el cigarro, que estaba por acabarse, pero, cuando lo hizo, sus ojos brillaron más de lo habitual, y, con el dedo índice, dibujo una rapidísima grafía de fuego y humo mientras me lo pasaba. Lo succioné completo, como quien creyera en un relicario colgante de San Judas Tadeo, e, inexplicablemente, Kai dijo:
—Yo también quiero, mejor sí.
Paré en seco mi succión, y le pasé el cigarro a Kai, quien se lo acabó. Se le veía más tranquila después de eso, pero antes de dormir quise encender un cigarro, y volví a leer su papel.
El día se anunciaba espléndido. Al amanecer neblinoso de una esfera de luz cubierta por las nubes grisáceas, cuatro aves volaban en esa dirección. Fui el primero en despertarme, pero me di cuenta de que Yehu hacía un esfuerzo por incorporarse y, en efecto, segundos después de que me levantara, se levantó ella, y preguntó, celérica:
—¿Ya te despertaste?
Kai dormía. Mientras tanto Yehu me explicaba al interior del cuarto de ventiladores ciertos pormenores relacionados con sus intenciones, Kai se daba un largo baño en una regadera también improvisada. Se daba un largo baño, y se secaba con una larga toalla, y se secaba el pelo con una larga máquina. Se mantuvo todo el día casi indiferente a nuestro trabajo, desde un triclinio que había en la azotea. Se acercaba de vez en cuando y, cuando Yehu puso en funcionamiento la máquina, Kai se asomó.
—Pruébalo —le dijo Yehu.
Kai se acercó, observó rápidamente, una impresora muy grande, una pantalla, y el cursor intermitente sobre la pantalla blanca.
«El libro de los secretos de mañana», escribió Kai y dio Enter.
La computadora vomitó el libro, y ella se limitó a leer todo el día, mientras Yehu y yo seguíamos explorando la computadora, que, por lo demás, era magnífica y, sólo supe entonces, el cerebro de esa ciudad abandonada. Me enfrasqué varios días con la computadora. Kai llegaba de vez en cuando a “imprimir” un libro. Yehu iba y venía, prescindiendo del coche, aunque en ocasiones lo encendía, y se iba no sabíamos muy bien a dónde o a qué… o bueno, yo no lo sabía; a Kai parecía no importarle gran cosa, estaba enfrascada en la lectura, no le importaba mucho, se mantenía absorbente de sus libros, «Libro de este día y esta hora», «Libro de las cosas vanidosas», «Libro de mis tatuajes», «Libro de la riqueza en Polanco». Agotó libros enteros en pocos días. Cada día leía uno o dos, por lo menos, y al parecer estaba clasificando información, pero era impensable preguntarle sobre sus proyectos.
—He perdido la lucidez irónica —me dijo un día, con un fanatismo radical en su mirada.
—¿Kai? —le respondí, dejando temporalmente la lectura de un libro que, a imitación suya, había hecho imprimir a la computadora. — ¿A qué te refieres?
—Antes podía caracterizarlo sin problemas. Caracterizarla. A Yehu. Antes podía idear personajes originales para caracterizar a Dios. Una vez escribí un poema en que los perros le ladraban a la luna, que era un cráneo calvo, y que aullaban cada vez que la luna ladraba, y eso era Dios. En otra ocasión lo caractericé bajo la afirmación de que contaba con evidencias de que los perros creían en Dios. Pero ya no puedo. Me empieza a costar trabajo. Sospecho que Yehu sabe lo que pensamos. Que, es más, sabe de lo que estamos hablando en este momento —dijo, mientras movía los ojos de un lado para otro y se agarraba una mano con la otra, o los codos con las manos, no lo recuerdo.
—No exageres, Kai, es fácil caracterizar a Dios —dije.
—¿Por ejemplo? —invitó a que desarrollara la caracterización, irónica.
—No tengo un ejemplo concreto ahora. En la mañana me imaginé a uno de los gatos del edificio con peluca peinada como niña en el siglo XIX, color rosa.
—Eso no significa nada —dijo Kai.
—Debe ser fácil —dije, y regresé a mi lectura.
Yehu nos llamó desde abajo. Tocaba el claxon. Nos asomamos, y descubrimos a Yehu, bebiendo una cerveza, y haciendo el ademán de que nos reuniéramos con ella.
—Ve tú. Yo seguiré leyendo —propuso Kai.
Me uní a Yehu, quien me preguntó por Kai. «Ella lee», dije. «Vamos al lago. Te enseñaré algo», me dijo Yehu. Cuando arrancó el coche, me asomé por la ventana, y vi que Kai nos observaba.
Avanzábamos en silencio. En lo personal, disfrutaba del paisaje. A Yehu se la veía con un profuso pensamiento vivo, pues se reía cada tanto. Puse un casete de Pink Floyd y continué viendo el paisaje que, conforme se seguía a través del parabrisas, revelaba un día más soleado de lo común. Yehu se desvió en uno de los extremos de la ciudad abandonada y se siguió derecho por un camino de terracería, a través de un espeso bosque. Llevábamos cosa de 17 minutos (lo sé, pues cuando entramos al bosque comenzó a sonar cierta canción, habiendo la otra ya justo terminado) derecho por el camino, cuando comencé a ver, de mi lado izquierdo, un lago, en efecto. Le comuniqué a Yehu que ya habíamos llegado.
—Tenemos que bordear el camino y bajar todo derecho hasta allí. Todavía falta —me informó ella.
Me distraje haciendo ejercicios de respiración y fumando y masticando un chicle. Quitándome y poniéndome mis propios lentes negros, que, a imitación de Kai, de vez en cuando usaba. Leyendo una revista que Yehu llevaba en el portapapeles. Cuando comenzó el descenso, y avisté una especie de espantapájaros metálico hecho de cables, descubrí un lago inmensísimo, y me limité a ser conmovido por su vibrante presencia en mi ánimo. No sé si Yehu lo notó, o si a ella misma la impactaban las bellezas naturales, pero, como sea, comenzó una conversación.
—A Kai le hubiera gustado venir.
—¿Y eso qué… qué significa eso, ah?
—Tú mismo te darás cuenta. El lago es casi imbebible, pero yo creo que a ella el agua del lago le hubiera parecido pura.
—Que venga. Hay que regresar por ella.
Yehu frenó. Frunció el ceño, me volteó a ver, y continúo, mientras arrancaba:
—Estoy casi muy segura que lee en este momento. Y que, es más… bueno, no importa. Pero creo que quiere estar sola.
¡Así que Yehu, después de todo, sí podía observarnos a distancia según su voluntad! Comenzaba a reparar en aspectos insospechados de su intrigante personalidad, y comenzaba a alarmarme de que ella misma siguiera el hilo de mis pensamientos, su sinuoso curso, cuando declaró «Hemos llegado».
Nos apeamos del coche, nos sentamos en frente del lago, que estaba de suyo absolutamente inmóvil, si es que algo así es posible de ser imaginado, y entonces Yehu me dijo: «observa», y al instante vi dibujarse, en la superficie y en el fondo del lago, completa, a la ciudad de Santa Gisela, colindante a Landxit y cuyos habitantes tenían vedado el paso a esa segunda región, del mismo modo en que en Landxit no se podía pasar a Terra Incógnita, una extensa región desértica.
—Ahí viven unos escritores y poetas que Kai odia —le dije a Yehu.
—Correcto —celebró Yehu —Tú y Kai irán a Santa Gisela, bajo mi estricto comando, a robar cierto libro. Ya les contaré, por lo pronto, aprécialos, en la inercia de sus cotidianidades.
Allí estaban, uno tras otro, esos detestables escritores y ruines y sucios poetas, dando clase, rasurándose, viéndose en el espejo, tomando el desayuno, sí, leyendo el periódico, bajando las escaleras, hablando en la calle, sí, juntando polvo con una escoba, sí, activando un ventilador, sí, tomando vino, sí, pero ninguno escribía, qué bah. Eso me llamó la atención, y se lo hice ver a Yehu, quien pareció concentrada sobre sus propios cálculos. Entonces dijo: mira, el libro está allí, y hoy será, en la noche, extraviado. Vi un libro sobre un librero. Sólo estaba ese libro y una maceta pequeña, en el librero. Entonces, uno de esos escritores, uno de esos poetas pusilánimes, se acercó, y tomó el libro, y se lo llevó a la universidad de Santa Gisela. Yo lo observé. Pude ver el hecho, y pude ver cómo dictaba su clase, cuando se asomó por una ventana, llamado por otro de esos execrables, y observé cómo en ese momento tomó sus cosas apresuradamente, dejando el libro sobre la mesa, y cómo cuando se vació el salón entró un mercader extraño, tomó el libro, y salió casi corriendo.
—Kai y tú recuperarán el libro y me lo traerán a mí. Ten las llaves del coche —dijo Yehu, y se fue caminando, sin ver atrás, por el bosque, que en ese momento iluminaba el sendero.
Kai no estaba en la azotea cuando llegué. Me puse a preparar café (Yehu nos había dejado estufilla, triclinios, bodega, la computadora misma, ropa, todo lo necesario, pues, y yo hacía tanto que no usaba el talismán del deseo que se me había olvidado ya mi facultad de aprehender aires, aburrido como me presenté un día ante la facilidad del mundo) y un poco de alimento con sal, caliente, jugoso y muy deliciosísimo, pimiento, orégano, algo de queso parmesano, con trozos de carne y salsa de jitomates redondos y cultivados por Yehu misma que sacaban un jugo indisputable. Tenía el tenedor en la mano con un montón de alimento dispuesto para la humana pitanza, enrollado sobre sus aspas, una carga bastante considerable de ese alimento que, digámoslo así, no podría percibir en sus sutilezas algún animal, qué se yo, un perro, o un oso hormiguero (para quienes el término ´hormiga´ no existe, sino sólo el conjunto alimenticio del término ´hormigas´), o cualquiera otro animal, y me disponía a metérmelo a la boca, cuando Kai dijo del lado derecho de mi espalda:
—Huele bien. No he comido en todo el día. ¿Dónde está Yehu?
Le serví a ella ese alimento. Le gustó mucho, y, mostrándose complacida, se sirvió ingentes cantidades de vino, algo completamente inusual hasta entonces.
—¿Y Yehu? —volvió a preguntar.
—Yehu se ha…, me dejó las llaves de su coche —le dije.
—Mañana leeré todo el día. Por favor no me molestes —dijo, enfadada.
Se levantó, llevándose con ella su plato, ese mismo plato color negro con un estampado blanco con forma de dragón, y se dirigió a su habitación improvisada.
—¡Kai! —llamé.
Kai dio un portazo. Terminé de comer mi comida, y me bebí el resto de la botella. «Un libro prohibido» pensé, expectante, y fui rumbo a mi habitación, donde, inmediatamente, me dormí.
Llegado el día siguiente Kai dijo:
—¿Y entonces Yehu ya no vendrá?
Lo decía a gritos mientras usaba su enorme máquina para secar el pelo. Por mi parte, esperé, mientras leía uno de esos libros particulares cuyo concepto había inventado Kai, a que saliera del baño, para poder, mientras desayunáramos, explicarle la situación.
Bebíamos un café, un café azul, un café del color de la piel de los perros negros. Y entonces Kai insistió:
—¿Me vas a explicar qué está pasando, finalmente?
«Verás Kai», le dije, y me dispuse a hacerle la relatoría de cuanto había pasado, pero no vale la pena repetirlo. Kai se mostró satisfecha con algo de acción, llevábamos no sabíamos cuántos años sustraídos a la delicia y el ocio, y un poco de trabajo sin duda nos reanimaría. Me presumió uno de sus tatuajes y puntualizó que Yehu no se había equivocado, que ella era la perfecta indicada para hacerlo.
Nos subimos al coche después de desayunar. Los 13 días pasaron de un modo fractalizado: fueron 26 días en total, y cuando Kai y yo sospechábamos que Yehu nos había tendido alguna especie de trampa, y yo comenzaba a considerar que se trataba de un experimento observacional para vernos reducidos, nuevamente, a las pantomimas afectadas de nuestro matrimonio, ambos reconocimos el motivo del retraso: la isla de petróleo se alejaba, como la marea, y se retraía, de acuerdo al vaivén estacionario del año. Sucedió, pues, que viajamos en uno de los meses en que se mantiene lo más alejada de las montañas de Landxit, según comprobó Kai con ayuda de unos mapas en la computadora portátil, y unas cuentas que estuvo haciendo. Desde el primer momento le pedí que no me involucrara en sus conjeturas, que, de solo pensarlo, me dolía la cabeza, y de hecho creo que cuando se lo dije tuve que tomarme dos aspirinas.
Descendimos caminando, claro, por Landxit, bordeamos la playa, y, en vez de subir a la vieja vivienda enclavada en un ámbito vegetante, nos dirigimos por uno de los caminos a otra de las bases, que daba igual a la playa, al bosque y a los jardines. Fuimos hacia el bosque y, tras dos o tres días de andar ayudados de un instrumento de localización, llegamos ante las murallas de Landxit. Sólo nos restó encontrar uno de sus extremos, el norteño, para poder entrar en él, y, una vez dentro de la muralla, buscar, en sentido inverso, una puerta. Encontramos muy temprano la puerta, y, con la llave de Kai, la abrimos. El bosque se antojaba inhóspito, lleno de latentes peligros, pero no podíamos preocuparnos: ambos éramos descendientes del clan, secta, entre los judíos, liderado por Yohav Benkakua, cuyo nombre, por lo demás, yo había recibido.
En Santa Gisela todo era caótico, al menos en las inmediaciones de la ciudad, lleno de mercaderes y de animales y de joyerías e inciensos. Yo quería dirigirme al zoco, pero Kai me ilustró sobre un hostal que tenía la puerta abierta. Entramos. Para nuestra sorpresa, éramos los únicos ahí. No había nadie la recepción. En cambio, en la cocina, teníamos todo lo necesario para comer profusamente todo tipo de deliciosos manjares de una suculencia inigualable, y así hicimos. Iríamos más o menos a la mitad de nuestra ingesta, una que ya se había prolongado por media hora y cinco minutos, bebiendo, comiendo, hasta que descubrimos entre los platillos una porción insospechada que acusaba su atractivo, en nada semejante al atractivo de los demás platillos. Apenas hubimos ingerido unos cuantos bocados, cuando el cuerpo, nuestro cuerpo, quiero decir, fue prensado por una sombra vaporosa en la que nítidas apariciones se manifestaron.
Recorrieron calles, entraron a edificios, celebraron fiestas, bebieron, bailaron, cantaron, fumaron cigarrillos de diverso contenido neto y siguieron bebiendo, caminando con distintas comitivas, rumbo a destinos encontrados, orientados como dos equilibristas a quienes la ciudad se les abriera de un modo delicioso, escucharon a acordeonistas y flautistas callejeros hacer el acto de fuego, cruzar el aro, se subieron a carrozas delirantes y aplaudieron y se besaron, se besaron como nunca lo habían hecho, se acostaron más tarde, tras una larguísima caminata por el muelle y sus arenas solitarias, llena de elocuencia y por lo menos tres botellas más de vino, en una cabaña playera cuyo dependiente no les dijo nada, sino que les ofreció una cena, que ellos rechazaron para acostarse, como digo, en la más sedosa de las camas, la más acolchonada y la más amplia de las camas para la difusión de su sueño encadenado a ese momento: eran felices, y una enorme ola de hechos consumados golpeó su orilla en ellos: estaban exhaustos, y durmieron. Al despertar, rayaba el alba. Ambos se vieron uno a otro, reconociéndose tras todos estos años. Hicieron una pausa en sus tatuajes, se manifestaron plenos. Un hombre tocó a la puerta: el desayuno. Un café negro tan aceitoso como el corazón negro del mar, junto a unos panecillos provechosos y de peso considerable, además de un plato salado de proporciones dignas de atención, les recordaron el motivo de su viaje a Santa Gisela. Llevaban buen tiempo: el día anterior, estaban seguros, mientras caminaban por el muelle, se les había acercado un hombre de gabardina blanca, peinado de raya, barba sin rasurar, con un surco en la mejilla, ojos desorbitados a ratos, y un periódico en el brazo, a decirles que el libro que buscaban estaba en la tienda de libros del judío.
—¡No la confundan con las otras librerías! ¡La tienda de libros del judío! —Había dicho, gritándoles, mientras se iba.
Intenté hablarle a Yehu, a su celular. Sólo contestó para decirme que no nos preocupáramos, que ella estaba en el lago, y que hiciéramos lo que quisiéramos, que no nos avergonzáramos de nada (en ese momento entró un gato, a la habitación), y yo, apagando el celular y diciéndole a Kai que todo estaba en orden, vi que me veía poniendo una atención extraña, como si estuviera pensando al mismo tiempo en otra cosa de mucho mayor sutileza. El gato se subió a la cama, y yo voltee a verlo, quien se movió de lugar, pasando por la ventana, y el resplandor del sol me golpeó, al seguir con la mirada al gato, para disminuirme ante su solidez, que, por lo demás, Kai detentaba bastante mejor, quiero decir, Kai en su dimensionalidad ausente, mientras pensaba en algo soñador; me acerqué a ella, y le dije que fuéramos a la tienda del judío, a conseguir el libro, pues al parecer Yehu
—Yehu está muerta —dijo Kai, en una especie de automatismo que me desconcertó.
Me reí y le pregunté por qué decía eso, pero ella se limitó a reírse, y preguntar, a su vez:
—¿Qué dije?
Preferí no decirle que había dicho. Le recordé que fuéramos por el libro. Kai indicó que tenía que… y suspiró. No terminó de decir qué tenía que hacer, sólo suspiró, y el gato se acostó junto a ella, quien comenzó a mover su cabeza, mientras el gato no me quitaba los ojos de encima.
—Cuídalo —le dijo al gato, refiriéndose a mí, y a mí me dijo:
—Cuídense mutuamente. Tengo que desempolvar un libro que traje —y salió.
Voltee a ver al gato, y comencé a actuar de un modo pasable ya que, sospeché en ese momento, tras girar uno de mis anillos, que Kai me observaba a través de los ojos del gato. Salí al balconcillo a fumar un cigarro, y en esta ocasión era Kai, quien me veía, desde el sol y no ya desde los ojos del gato. Kai me seguía por doquier, eso estaba patente. El cigarro se consumió a una lentitud desconcertante, pero entonces fui yo quien vi a Kai, telefoneando. Cuando el tiempo habitación adentro se hizo largo, fui a ver qué pasaba, y encontré a Kai, con lentes oscuros, sentada en una roca.
—¿Y qué encontraste en el libro? —improvisé.
—Nos traerán el coche. Viene en camino. Es el coche de Dios. Sabía que nos lo traerían, y que nada pasaría con él. Por suerte dejé las llaves al volante.
—Pero Kai —le dije—. El coche lo dejamos en las montañas.
—No este coche, ayer mientras hablabas con el que te regaló las tres botellas yo lo vi estacionado.
El coche llegó intacto, y lo abordamos. Kai iba leyendo su libro. Fue ella quien me dio instrucciones para llegar a la tienda del judío, pero, en el camino, divisamos una pequeña trattoria con mirador. Nos entretuvimos en observar la ciudad, y, de pronto, yo vi a una de las escritoras, Yael Weiss, entregándole un objeto a un sujeto que se parecía algo a mí. El tipo trataba de evadir la mordedura de los pequeños murciélagos o moscos grandes, y usó lo que le dio la escritora en parte para eso. Pero el desánimo me invadió y le dije a Kai que fuéramos por el libro. Estábamos en el coche. Sintonizábamos el radio, y llegamos a la tienda del judío, cuando Kai dijo:
—Es peligroso. Entraré yo.
Sin hacerle caso, yo también me bajé de la mejonit roja convertible. Mientras Kai hablaba con el judío, yo vi un objeto al interior de un tapete enrollado, y metí la mano. Era el libro que Yehu quería. Me regresé al coche. Lo único que pude sacar en claro, fue que 5 minutos después Kai hablaba a gritos con el judío, quien negaba poseer el libro, a lo que Kai replicaba que tenía instrucciones muy bien recomendadas de que en su tienda se encontraba el objeto. La discusión se siguió varios minutos. Kai regresó al coche.
—Habla con él. Ha de ser uno de esos típicos libreros judíos que se niegan a hablar con mujeres.
—Kai, tranquila, aquí lo tengo —le dije, mostrándole el libro, a lo que ella se incorporó con presteza, y arrancamos el coche.
Conforme dejábamos atrás Santa Gisela, le comenté a Kai que era una ciudad descorazonadora, y que Yehu había hecho bien en circunscribir a sus murallas la vida de esos escritores. Ella estuvo de acuerdo conmigo. Llegamos al bosque, y dejamos el coche en Santa Gisela, a las afueras. Voltee de repente y el coche ya no estaba. En menos de diecinueve días estábamos de vuelta en las montañas.
—¿Yehu? —llamábamos, intermitentes, ambos.
Salió Yehu. Se entusiasmó con el libro, y dijo:
—Sí: era este —y lo barajó a un ritmo impresionante, de crupier profesional. Dio con la página, y dijo: «Aquí está». Extrajo un cabello, y lo acercó a una lámpara. Al interior del cabello se veía su coche andando por una carretera, y sacando fuego y con el radio encendido a máximo volumen, mientras sintonizaba Biglietto per l´inferno.
Kai y yo entendimos: Yehu se haría, finalmente, ella también, un tatuaje, y la llevamos al hotel.
El procedimiento fue idéntico. Tambores, castañuelas, bolsa, serpiente, mordedura.
Cuando la serpiente mordió a Yehu, su piel, por un instante, refulgió en una luminiscencia translúcida que revelaba, en realidad, los dos mil y dos tatuajes que tenía Yehu.
Yehu despertó y dijo que se arrepentía de lo del tatuaje, pero la tranquilizamos:
—Ey, nunca olvides que eres Dios. Bueno, Yehu, y todo llega a un fin, un día, a cierta hora.
Yehu nos miró, y dijo:
—Por fin podré ser uno entre ustedes.
Y comenzó a verse, cada vez más fascinadamente, su tatuaje (el único visible).
Y se vino a vivir con nosotros. No perdió ninguno de sus poderes divinos, al contrario, y reescribió el Antiguo Testamento, me lo dio, y me dijo:
—Vienen días diferentes. Este es mi libro. Tú escribirás el tuyo. No deshagas tu matrimonio con Kai. Landxit se poblará a partir de poco tiempo de hombres. Váyanse lejos, pero estén atentos.
En el año 2999 de nuestra estancia en Landxit, nos llevamos todo, no dejamos nada. Nos subimos en una isla flotante, idéntica a Landxit, y la encapsulamos en una atmósfera y a la atmósfera la encapsulamos en un sistema solar. Éramos sólo Kai y yo en el universo. Fuera de eso, abajo vivía el planeta Tierra, nuevamente, en donde yo dejé a la hija que tuve con Kai, al hijo que tuve con Kai, y al hijo que tuve con Yehu, y a la hija que tuve con Yehu, y donde Kai dejó también al hijo que tuvo con el esposo de Yehu, Dionisio, y a la hija que tuvo con su esposo, Baco, y donde Yehu dejó también a sus dos hijos, hijo e hija los dejó.
En cuanto a Kai y a mí, le dispusimos a la pequeña cofradía un Landxit (o Edén Atidí) un árbol blanco con una serpiente hecha piedra, calcinada en piedra de cuya boca se asomaba un fruto, pero no les dimos mandato de no comerlo. Era sólo un fruto, del tamaño de una sandía. En cuanto lo comieron, engendraron hijos. Y nosotros, Kai y yo, les legamos un libro lleno de sabiduría y conocimientos de la magia.
Después de eso, nos llegó una carta a nuestro universo. Era una carta de Topus Uranus, la plataforma y superficie plana por encima de todas las tierras, y abandonamos nuestro Landxit a la deriva sideral, si acaso dejamos a un pequeño grupo de negros combatientes de una de las costas de México a vivir allí, en paz perpetua. Cuando llegamos a Topus, una falsificación de Yehu nos ofendió. Era idéntica a Yehu, pero se llamaba Nouserte. Un anhelo recorrió mi alma, pero el teléfono no dio línea, cuando le hablé a Yehu.
En cuanto a Kai y a mí, nos terminamos re-orientando, en Eilat. Saludábamos a los demás vecinos, y nosotros éramos dioses. Diosa del camuflaje, la escritura, la maldad y el cerebro Kai, y dios del descanso, la contemplación, el trabajo obsesivo y la escritura yo.
Por Jerónimo Gómez Ruiz
[1] Literalmente, Poesía De Las Historias
[2] Literalmente, Luz de las luces
[3] Literalmente, El Poseedor de los Tontos
[4] Literalmente, Escritura Completa
[5] Literalmente, Pasado de los Ángeles
[6] Literalmente, “Chango El Gato Que No Es Perro”
[7] Circuncisión, literalmente “purificación”
[8] Hemos decidido traducir esto como “el uno de los dioses de El”, y se refiere a Yahvé
[9] Firma
[10] Sé rápido como el viento / Sé silencioso como el bosque / Sé fiero como el fuego / Sé inamovible y sereno como la montaña
[11] Los fuertes sabios, literalmente.
[12] Yohav Hijo del Tatuaje
[13] ¡Hermano!: ¿Qué quieres por ese chango pequeño?
[14] Mano de metal adosada a una vara de metal que sirve para seguir con esa mano la lectura de la Tanaj en el judaísmo
[15] En este contexto, artesanal significa «diabólico».
[16] Literalmente, “¿Qué es? ¿Sólo hay belleza en una piedra?”