En una página de Interpretación y sobreinterpretación, Umberto Eco cuenta que estuvo por más de 20 años, y aun ignorándolo él, escondido en su librero, cierto libro envenenado. El tiempo transcurrido entre que él hojeó ese libro, tras adquirirlo, y el momento en que lo redescubrió —como un ejemplar que se asomara, que simplemente cayera al suelo, mientras revisamos nuestro librero para otros menesteres— fue suficiente para contener el tiempo o la duración de esa faena llamada “redacción de El nombre de la rosa”. La imagen es imprecisa: puede ser que, simplemente, a Eco le pareciera que el libro, de 15ytantos, verdadero original cuyo rastreo apunta su presencia en el orden de los no álgidamente codiciados, que poseía en su librero, estuviera envenenado, imagen retenida por su inconsciente desde el momento de adquirirlo, hasta el momento de volverlo a ver, tras haber escrito El nombre de la rosa.
No es raro que un ejemplar salte del librero al suelo, mientras buscábamos otra índole de textualidad, pero que se apunta y sugiere como una máquina de precisiones (o precisiaciones). Así, mientras buscaba cierto ensayo sobre el rastrillo, tras considerarme, en una visita cualquiera al baño, la presa repentina de un fatal destino, asistente ridículo a un festín en el que los corros de gente se reúnen a contrastar sus barbas, a contrastar-se por sus barbas, cuando, tras considerar de pasada el caso, consignándolo en mis papeles, y estando a punto de sellar mis cavilaciones, pude reconocer, manifestada en su esencia más cruda y, si se quiere, burda, la materia de esa literatura que se había vuelto, para mí y para otros pocos, una leyenda, en el orden de ciertos círculos celebraticios en que se asistió a la liturgia de una constante “iniciación”, con la portavocía de su autor para llevar a cabo la resurrección del mundo que “no entra en el canon”, es decir, de la cotidianidad más rasante a nuestro campo de visión: es decir, que me propuse escribir un largo ensayo sobre la cuchilla y la barba malograda, y, a punto de consultar cierto ensayo sobre el rastrillo que hay en mi librero, he aquí que mi libro de Hipócrates cayó al suelo.
Cosa oportuna, ya que, mientras revisaba con minucia la malformación de mi barba en frente del espejo, no dejé de darme cuenta de que mi gato orinaba (1), y defecaba (2) y, más importante aún, estudié con detenimiento el modo en que se comporta respecto de sus propios desechos, un comportamiento natural no semejante, digamos, al de los perros. Hipócrates —hubo consignado, despertando nuestro interés, cierto escritor adepto a los retruécanos metodológicos como vía de escritura— centró su estudiosa mirada en los desechos del hombre. Inspeccionaba los desechos con minucia y les dedicaba la atención suficiente como para extraer una lección de sus cualidades. Citemos, por ejemplo, los aforismos CLXXIII, CLXXIV, CLXXV, y CLXXVI:
CLXXIII. La orina es un licor diáfano, amarillo rojizo, con olor, salino, acuoso, amargo, en el cual se hallan disueltos, fósforo sódico; amoníaco; fosfórico volátil; potasa muriática y sódica; fósforo cálcico, y los principios de los cálculos, o sea, gluten, fósforo cálcico y ácido lítico.
CLXXIV. Heces alvinas: masa pulposa, rubia, fétida, que se forma en porciones más o menos cilíndricas, como residuo de los alimentos y de los humores del canal alimenticio, y que contiene bilis excrementicia, la parte térrea de la sangre, moco intestinal hidrógeno carbónico y frecuentemente sulfurado y fosforado.
CLXXV. Lágrima: licor acuoso, tenuísimo, algo salado, muy diáfano.
CLXXVI. Del moco, son de desearse análisis exactos. Parece que este humor es el principal, entre los que componen todas las partes del cuerpo humano. Es un humor primigenio, diáfano, víscido, blanco, insípido, inodoro, que por el aire y el calor se coagula; un poco soluble en el agua caliente, pero sólo con dificultad en la fría, si se agita fuertemente. No se concibe por qué no contrae la putrefacción cuando se le expone al aire caliente y húmedo y a las exhalaciones de la putrefacción. Es coagulable por la primera acción de los ácidos, que en realidad, después lo disuelven. Los químicos han sido llevados a conjeturar, por analogía, que está compuesto de albúmina y gelatina, y de sales alcalinas y térreas.
El libro del médico de Cos, pues, saltó del librero, y yo me puse a hojearlo, y, más importante aún, encontré, de mi propio pulso, la siguiente nota en uno de los márgenes:
El lenguaje empleado por Hipócrates parece ya muy lejano de su origen: esos gruñidos animales de los que surgió la risa, el destello de comprensión al tener entre las manos un poco de fuego.
En la siguiente hoja, se lee:
¿Dónde buscar las evidencias de que en las primeras comunidades humanas había cementerios de excremento, de donde los hombres conocieron la agricultura, por tragar semillas y después ver que de sus heces surgía la hierba?
Fue en el siglo XVIII que surgió la Historia Conjetural. Como ejemplos, podemos pensar en Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, de Jean Jacques Rousseau, Ensayo sobre el origen del lenguaje, de Johann Gottfried Herder, o Los principios que presiden y dirigen las investigaciones filosóficas, ilustrados por la historia de la astronomía, de Smith. Se supondría que el escritor —el ensayista— por mera conjetura, sería capaz de hilvanar el hilo que conduce al origen de algún ítem al que estemos tan acostumbrados, que no sepamos cómo se originó —el lenguaje sería el quid, lo más atractivo, pero el ensayo de Herder, por cierto, es nauseabundo y con una carga de pedantería e ignorancia tales, que cualquiera saldría corriendo de la biblioteca gritando el antónimo de “eureka”—. Además del ensayo de Herder, digno de un estudiante mamón de quinto de primaria cuya máxima aspiración fuera disecar una mariposa (¿por qué no un buitre o un coyote?) entre los escritos de la época, jamás he podido encontrar, en todas sus letras, 1, que el lenguaje se originó de gruñidos animales de los que se originó la risa, ni, 2, que la agricultura surgió de la ingesta de semillas de tamaño considerable, y de cuya defecación surgió la hierba.
Como sea, veía a mi gato enterrar sus excrementos en la arena (aún no he cumplido la promesa que le hice de traerle arena del Sahara), y me preguntaba por qué Hipócrates no es más bien el padre de la veterinaria, siendo que en el estudio del gato (xióngmāo, en chino) el ser humano encontrará por fin su entelequia (cosa ignorada, por lo que veo, también por Aristóteles, si es que mi memoria no me falla y, en efecto, en Reproducción de los animales, no hay ningún apartado dedicado al doméstico felino (domos es una acepción que se ha reducido bastante, y ya no somos capaces de convivir con changos o leones).
Revisando el libro de Aristóteles, me doy cuenta de que estoy en lo correcto, entre la ge, efectivamente, figuran solamente gallina, gallo, golondrina, gorrión, grajilla y grulla. ¡Cómo! ¡¿Aristóteles, el estagirita, el santo varón, la vanguardia eterna del quehacer filosófico, la anatema de los ensayos filosofantes demasiado escolares, la estatuilla por excelencia en la casa del sabio, de quien se dice que llegó a conocer a “la Doctora” (Véase Pável Granados), carece de un estudio formal sobre la sombra egipcia, sobre, por usar la definición de Perec, quien come carne, camina sobre la extremidad de sus dedos, sobre quien, volviendo a Perec, cambia de sitio sus pies uno tras otro sobre el extremo de las partes móviles en que acaban las manos y los pies?!
¿Debía, pues, prestar tanta atención al caso, como para tomar en consideración que mis cálculos me apuntaban, ante mi inexperiencia con las tijeras, a algún tipo de barbería, en vez de consignar mis horas de estudio al gato? ¿Pues, ello qué aportaría? Ese sólo dato, enterrar el excremento, era para mí suficiente.
No me detendré aquí a estudiar a Lipovetsky, sus enmarañados recovecos detallistas, sino en lo que puedo hacer con el grosor de mis vellos, el odioso (esto lo digo con muchísimo cuidado) servilismo que les dedico, así sea para transformarme en el títere definitivo de sus enredos, nudos y demás ralea. Y es que del gato el hombre aprendió no sólo a enterrar su caca, sino, también, aprendió a acicalarse.
Se supondría que el robot es un ser construido con base en un canon de belleza, y que los microtúbulos que conforman sus cabellos, no crecen desmesuradamente, como serpientes de Medusa, sino que están eternamente peinados. Ha querido la coincidencia, que me encontrara hace algunos días leyendo un libro de Agustín Fernández Mallo, y que al concluir la lectura me enterara de una película sobre los tres libros de la serie. Mientras la veía, el inverso de la proposición “un anhelo respecto del saber emocional”, y que podría traducirse como “la contrariedad de la experiencia sometida a su representación más fidedigna”, fue visible en una, dos series de fotogramas. Era, me enteré en los créditos, Ghost in the Shell, de Mamoru Oshii, y dejé la cosa allí, pues quizá, estaba casi seguro, sí, ya había buscado Ghost in the Shell alguna vez en You Tube, sin éxito alguno. Pero quiso la coincidencia, digo, que se estrenara cierta película con el mismo nombre en 2017. De hecho no sabía exactamente de qué se trataba —si es que acaso ahora lo sé— pero ya llevaba un buen tiempo muy intrigado por esa película, quizá porque las mismas dos imágenes que vi en la película de Fernández Mallo, me habían sido ofrecidas como la promesa de una historia.
Como sea, lo cierto es que después busqué la película, y apareció. En un audio diríase con nitidez imperfecta, se reproduce el siguiente discurso:
Es fácilmente remediable [“estás borracha”]. Gracias a los implantes químicos en nuestro cuerpo podemos asimilar el alcohol en segundos. Nada de atontamiento ni resaca: podemos brindar y brindar mientras esperamos […] Si los hombres descubren que la tecnología está a su alcance se apoderarían de ella como por maldito instinto. ¡Míranos por ejemplo! Somos lo mejor de lo mejor: metabolismo controlado, intensificación cerebral por…
Curiosamente, en la película de mejor definición sonora, dice:
Eso es imposible: [“estás borracha”] gracias a los químicos en nuestro cuerpo podemos romper el efecto del alcohol en segundos: no hay efectos, ni mareos, podemos beber y beber y nunca sentir efectos. Si el hombre se da cuenta de que la tecnología está al alcance lo podría hacer, como un verdadero instinto. Mira, lo que somos nosotros por ejemplo, somos lo último en tecnología, metabolismos controlados, cerebros muy desarrollados…
Los links, para quien desee consultarlos, son estos:
Y, en ambos casos, se puede encontrar ese contenido a partir del minuto 30:51. Quiso la coincidencia, pues, que viera yo la película, ya que, reflexioné después, la película de la película, la pátina cromática de la pantalla, en su historia de ciencia ficción envuelve al espectador incauto: allí lo veo, viendo la película del segundo link, creyendo que porque le habla un robot lo que dice cobra la dimensión de profecía. Algo que no puede ponerse en duda. Una suerte de profecía cuyo efecto es pensar sin cálculo lo que esa profecía reproduce, la voz de la robot dando un mandato, dictando un catecismo en el que el efecto estupidizante consiste en que quien lo asimila se considera verdaderamente inteligente.
Otra cosa es la inteligencia, suspicacia, lúdica lucidez del guion en el caso del primer enlace.
Sin embargo —hubiera apuntado Hipócrates— (y Mamoru Oshii, o Masamune Shirow, el autor de los dibujos sobre papel bajo la forma de manga, habría replicado), encuentro insuficiente al robot si no es capaz de llevar a cabo ese pequeño pero significativo descubrimiento que Adán llevó a cabo tras cagar la fruta con semillas del Edén.
Se supondría, en todo caso, que los robots conocerían el origen exacto de cada humor humano, la consecuencia inmediata de una cierta presión sobre un cierto estado de ánimo, la liberación o imposición de un juego, y, con todo, hasta la fecha, la ciencia ficción no nos ha ofrecido la literatura de su autor: aquélla máquina-escritor, aquél autómata-redactor, esa especie de marioneta del espíritu humano, la inesperada confesión de su conciencia. No se ha llegado al pasmo del lector a ese nivel semejante. Estamos de pie, sostenemos con pulgar e índice un cabello que se desprendió al revolverse la cabeza, que fue impelido por la electricidad de la pantalla, y se quedó prendido en la inmovilidad de la página en blanco; con pulgar e índice lo agarramos, y lo acercamos al foco, y con pulgar e índice en él observamos el polvillo de la computadora, que se le ha adherido, y, de pie, nos preguntamos cómo no ver la única ventana que tenemos al día no narrado del escritor en el ejercicio de su novela (en el mejor de los casos el escritor es un recuerdo), y nos preguntamos, también, si el robot es capaz de cualificar la muerte como sentimiento, y sensación, por lo que siempre será mejor pintarle el dedo a tu computadora antes que enamorarte de ella: excepto, claro, si ella se presta a funcionar correctamente, y más adelante se materializa (con esa idea gané un concurso en la secundaria), como la invención de Morel.
Escenario de ciencia ficción: Mi computadora es capaz de registrar (estoy conectado a Internet) en rápida velocidad, toda la información relativa a La invención de Morel, así como cualquier cosa que le incumba, como cuando yo esté hablando de ello. Más tarde me hará participar en un diálogo en el que ella conoce todas las respuestas de antemano, además de todas sus propias respuestas. Saber las cosas con antelación será la última facultad del lenguaje robótico, el que no interrumpiría apenas tener la respuesta, sino el que fría y calculadamente escucharía toda la escena para ser el personaje detrás de su perspectiva: una conciencia distinta a lo que conocemos en el que la trama se le va revelando para efectos de la organización del Libro.
En el futuro, los robots se introducirán entre los demás por medio de sutil camuflaje.
tlalizo. . 1. En las zonas pulqueras, especie de abeja que gusta de acercarse al aguamiel de los magueyes. 2. Por extensión, en esas mismas regiones, apodo de la persona borracha. Prob. giro para denotar la adicción al pulque y la caída en el suelo del borracho: de tlalli, tierra o suelo.
Por Jerónimo Gómez Ruiz