Pendientes

—Fue un 13 de diciembre cuando supe que mi padre había muerto —dijo el hombre mientras sorbía el rapé del dorso de su mano.
No había tristeza en su voz pero tampoco había paz, era una declaración hueca y sin ninguna emoción aparente.

—Yo tenía 11 años, y sucedió que chocaba mucho con mi viejo, ¿sabes? A él le gustaba, a veces, hacerme enfurecer, pero nunca lo hizo por perjudicarme, era como un juego para él, me trataba de amigo, ahora lo entiendo.

—¿Y tú, le temes a la muerte?

—Eso es imposible, —respondí. —El miedo a morir no existe, se puede temer a vivir. ¿Pero a cesar? ¿Cómo estar seguro de que es el fin? ¿O de que sea desagradable? Soy un hombre que necesita pruebas, yo no conozco la fe.

Como si hubiera sido una premonición, al terminar de hablar, el hombre sacó una pistola debajo del poncho café que le cubría el pecho y resaltaba un tatuaje en el cuello. La colocó sobre la mesa y me observó, tal vez para saber si lo que acababa de decir era verdad o eran sólo habladurías.

—Te propongo algo, tú sabes, y yo lo sé también, que aquella noche de viernes de hace veinte años tú pudiste intervenir, pudiste haber hecho algo que hubiera prevenido una muerte.

—O dos. Me refiero a la tuya también.

Él sonrió y puso una bala en aquel revólver arcaico.

—Esto es una ruleta rusa, ambos tenemos cuestiones pendientes, sí, algo sé de ti también. Sé que tu padre y el padre de tu padre murieron en circunstancias análogas, y que al parecer tu destino, tu aquí y ahora, seguirá ese cauce, como el río que vuelve al mismo río.

Tenía razón, en todo tenía razón, era como tratar de engañarme a mí mismo. En el fondo todas estas cosas ya habían sido pensadas y dichas muchas veces.

El tambor giró y giró hasta que de súbito y con un movimiento del antebrazo la bala entró a la recámara, con el dedo pulgar retractó el martillo, me dio el arma y dijo:

—Puede que nadie nunca muera, pues los hijos heredan el material genético de sus padres. Hay quien piensa que ciertas costumbres y moralidades también son recuperadas en las generaciones.

—“Se heredan muchas cosas, pero no el valor” —repetí como si leyera en un libro doctrinal.

—Volviendo siempre a Borges, ¿verdad? Qué sutil forma de aceptar todo esto. ¡Venga! El cañón duerme su sueño de sangre.

Lo tomé, era de un peso grave en relación a su forma y tamaño. No pude evitar pensar en lo cómoda que era la empuñadura. Nunca había disparado un arma antes, pero el otro hombre, con su aspecto feral y bucólico, seguro lo había hecho. Él había ya pisado la cárcel, incluso, varias veces.

Jalé el gatillo y nada ocurrió. Regresé a la mesa el revólver y, antes de que pudiera decir algo, él lo tomó y apuntó a su frente. Dos manos tomaron el artefacto y un estruendo me hizo saltar. El espejo estaba hecho añicos, y los reflejos en el piso, como un monstruo de muchos ojos parpadeantes, me observaban entre el humo de la explosión.

 

Por Jesús Martínez

 

Written by Jesús Martínez

“Sutiles cuestiones trato, resoluciones graves comprehendo, perfectos libros amo”.

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