Alguna vez tuve una suerte de intuición que me llevó a prefigurar un proyecto en poesía en el que la ambición cobró el aspecto de un mero pasatiempo: esa intuición, me llevó a considerar que si hablaba de la tapita de la pasta de dientes, por ejemplo, o de un rastrillo inservible, tal vez, o, quizá, de una bolsa de plástico, un pedazo de Diurex en derredor de un clavo, o una tapa de termo llena de agua o café (o una madeja de hilo o un marcador amarillo o una grapa), habría atinado en sustantivar la poesía, en hacer de tales sustantivos el tema de mi(s) poema(s) ofreciendo un retrato, más que inquietante, suficientemente elocuente de lo que es la realidad de todos los días. Las cosas, los objetos, serían descritos de un modo fidedigno, y al leer o escuchar el poema, se harían visibles, como pedazos, ya lo sugerí, de realidad que, lejos de afianzar su condición de cosas perdidizas, sustituibles, terminarían por ocupar un espacio en la biblioteca universal, así mis ejercicios estén apilados desde que los concebí en la pila de papeles viejos de mi librero, y no haya algo así como un “sistema de escritores” dispuesto a hurgar en mi biblioteca en busca del hallazgo, de lo imprevisto (se trataría, en todo caso, de la biblioteca universal de los libros de este día y esta hora, para todos los días y todas las horas, la biblioteca común por excelencia). Llevaba cosa de unos trece o catorce poemas (el primero era sobre una lata de sardinas en la que incidía la luz del sol, que iluminaba las gotas de limón que entraban en ella, convertidas en esferas verdes espesura del aceite adentro, y que descendían a un ritmo sosegadamente lento) cuando se me ocurrió juntar, ignorando los itinerarios de Gabriel Orozco, y presuponiéndome no digamos original, sino, al contrario, anónimo, objetos encontrados en la calle (o en lo que podemos llamar “la calle”: el lugar afuera del lugar donde se vive) para disponerlos juntos y evocar con ellos a algún dios previamente escondido que fuera convocado por la coincidencia de tales objetos reunidos por el azar. Recuerdo un pedazo de tela, que perteneció quizá a una camisa, y que de lejos parecía un pedazo de fina jerga, una liga miniatura color rojo intenso, y un papelito con letra de secundaria en que decía: Oh, Tony, today is the day o algo así (era una canción completa, junto al dibujo de un oso de peluche). Al ponerlos todos juntos (serían unos siete o nueve objetos), el curso indeterminado de mis intenciones cambió de golpe: de pronto se me ocurrió que eran la imagen de un “mexiquito”, y, como era yo quien los estaba viendo, que superaba varias veces su tamaño, me plantee la idea de Dios, de ese mismo Dios del que todos hemos oído hablar, pero que fuera Dios caracterizado por un hecho peculiar: que hubiera sido pasado por el velo de la mexicanidad.
En el ya lejano año de 2007, además de comenzar mis estudios universitarios, me impuse —más como un edicto de pretendida sabiduría, que como un mandato doctrinario― la disciplina de leer todas las noches, en voz alta, por espacio de un año, dos famosos poemas escritos ambos originalmente en español, uno de 1939, y uno concebido sin pluma ni papel, en su versión original, a la que más tarde se le añadirían algunos versos, entre el 3 de diciembre de 1577 y el 17 de agosto de 1578, en una celda en la que su autor fue aislado y encarcelado. Me refiero a Muerte sin fin, de José Gorostiza, una larga versificación descriptiva de Dios, y “Canciones entre el alma y el Esposo”, “Cántico espiritual” o, más lacónicamente, “Cántico”, escrito (pensado, más bien, y memorizado), por Juan de Yepes Álvarez, mejor conocido como San Juan de la Cruz. Si extraigo de mi librero y me demoro en pasar las hojas de ambos poemas, descubro que uno, el de Gorostiza, cuenta con 40 páginas y, el de San Juan, en la versión extendida, con 10 páginas, 50 páginas que al cabo de un año fue natural que conociera de memoria.
Aún recuerdo con nitidez, por ejemplo, que en un edificio ubicado a unas cuadras de la universidad, un amigo, que cursaba la licenciatura en Lingüística, tenía un ejemplar del poema, con traducción al francés. Inútilmente, por algunas horas, intenté aprender de golpe la lengua de Montaigne, para más tarde resignarme a leer la versión en inglés, que jamás encontré (una tarde de 2006 la había ocupado en buscar en el “magno” diccionario, cuando desconocía las ventajas del Internet, una por una, las palabras de difícil acceso escritas por ese intelectual de los años 30 que fue Gorostiza, como “holandas” —que alce en este momento la mano quien sepa qué carajos es una “holanda”― e, igual a un tacaño deseoso de patentar para sí el lenguaje en su totalidad, deseaba ir a canjear mi conocimiento del poema y, específicamente, de las palabras que consideraba demasiado eruditas, por sus registros en inglés, aunque ahora ignoro para qué me hubiera sido útil, en el sentido de Helvétius, aquello, más que para abrumar a mi ya de por sí espantado auditorio. Como sea, inicié por aquellos años un periplo en busca del México profundo o, por lo menos, del mexican style, pues, lo he dicho ya en otras ocasiones, aunque no guste de recibir el amanecer con una de rancheras, a máximo volumen, no me desagrada escuchar, justo cuando los perros de todo un pueblo (re)comienzan a ladrar y ya los gallos anuncian el fin de la madrugada, que alguno por ahí encienda su radio, como una onda de largo alcance.
Cuando concluí mi periplo, confirmé algo que ya sabía: Muerte sin fin, que fue escrito en parte debido a la existencia del Cántico, y el Cántico mismo, o “Canciones entre el alma y el Esposo”, se remontaban siglos atrás, hasta “El cantar de los cantares”, o שיר השירים, “shir ha shirim”, escrito originalmente en hebreo: Muerte sin fin, “Canciones entre el alma y el esposo” y “El cantar de los cantares” eran tres capítulos de la poesía universal a los que yo anhelaba sumar uno cuarto. Mi trayecto por México me había llevado a subir un montecito en Chiapas donde dos israelíes, a mi lado, mantenían una acalorada discusión. De vuelta, reconstruí (1) aquello de lo que me imaginaba que trataba su conversación, y (2), comencé a aprender hebreo. Tras estudiar por encima el cantar, la misma obsesión continúa: superando ya la trayectoria hasta Aztlán, ¿de qué se trataría la Tanáj mexicana? ¿Cómo sería el Nuevo Antiguo Testamento mexicano? ¿Idéntico al periplo hasta Aztlán? Esta pregunta, que quizá me llevé toda una vida responder, me ha llevado a plantearme una muchísimo más concreta: ¿Cuál es el vínculo exacto entre la escritura, la prestidigitación, el azar y la coincidencia? Y, más importante aún: ¿Por qué los escritores celebran una liturgia en torno al tema central: libertad, e, incluso, a veces, libertinaje?
He estado calculando la cantidad aproximada de partículas de la casualidad que flotan en el texto que se necesitan para generar una coincidencia en toda regla, como en aquellas viejas anécdotas en las que el novelista se encontraba a sus personajes en la calle o en las que el dramaturgo era el protagonista de lo que Bolaño llamó “una sucesión de hechos consumados” y Bergman “una afortunada sucesión de hechos consumados” tras haber previamente redactado y glosado el sentido de los mismos. No me queda claro hasta el momento qué se necesita en realidad, y supongo que no sólo intenciones, sino acciones subsecuentes, para que algo que escribimos, ocurra. El azar, sin duda, ocurre en el tiempo y el espacio (excepto si más allá del espacio y, por ende, del lugar en donde el tiempo ocurre como algo cuantificable, una Pupila, la Pupila del azar, nos observa) y es por efecto de su cualidad espaciotemporal que esa índole de eventualidades (encontrarnos a alguien en la calle, encontrarnos un billete tirado en el piso, asistir a la misma función de teatro a la que asiste el escritor que admiramos) que Ionesco elevó a la altura de absurdas, suceden en nuestra vida cotidiana. El rinoceronte o aun La cantante calva, no son tan memorables como esa vieja obra de teatro en la que un par de pasajeros en un tren terminaban por descubrir, tras informarse un poco uno respecto del otro, por la ciudad donde vivían, por el trabajo en el que trabajaban, que vivían en la misma casa e, incluso, que eran esposos. Es casi como si la proposición de Ionesco no fuera otra que la de que aun lo que hacemos todos los días, forma parte de un azar, de una coincidencia, cuyo efecto de sorpresa está acaso apagado en nuestra capacidad de asombro (recordemos que para estos dos hombres, vivir en la misma calle o incluso en el mismo número, es tan poco —o tan— sorprendente como vivir en la misma ciudad), y, por ende, de observación, la mínima requerida para plantearse un estudio equiparable al del método científico, para trasplantarlo al solar de la escritura.
Vladimir Nabokov se lamenta en una página de Habla, memoria, de padecer una especie de sinestesia que le impide escuchar música: el resultado de interpretar un conjunto de instrumentos con relación a un pentagrama, cobra en su cerebro la dimensión de tortura, al escuchar, en vez de notas, sílabas, y en lugar de círculos de notas, palabras. Nabokov se refería a los conciertos, pero en el sonido de un traste de cocina al ser lavado y chocar con la tarja, en el ladrido de los perros, o en el cada vez más desternillante canto de los pájaros, podemos suponer que el novelista encontró en su consciencia, el terreno adecuado para declararla lunática, y poner allí la bandera de la luna blanca, Luna que el Calígula de Albert Camus quería tener para sí. La coincidencia es algo que aceptamos en nuestra vida cotidiana. El azar, la contingencia (y aun la determinación), son recurrentes en nuestro calendario, y sólo rozan aquél fragmento de luna de Nabokov, cuando fueron producto directo de la escritura y, por ende, de la prestidigitación o, más propiamente, de un truco por descubrir de la misma.
Por Jerónimo Gómez Ruiz