Historia universal de la realidad: Una bonita cafetería

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Hay una paradoja existencial: que el escritor no pueda ser un farsante.

 

Algunas personas pasaban por el reflejo que la pantalla de la computadora proyectaba mientras yo escribía en Word sentado en un café que era la tercera vez que visitaba y la segunda vez que visitaba con la finalidad de escribir. Casi todos simplemente caminando, alguno por allí paseando a su perro, o alguien con una carriola y, desde la sombra que la carpa del lugar me proveía, un arbolito atrás, del tamaño de un palo alto, iluminado por la luz del sol. También pasaban, unos pasos más atrás, coches, como, por ejemplo, una camioneta roja y un taxi detrás de ella. O, también, apenas después, un coche-camioneta amarillo. Y yo mismo, o sólo algo de mí mismo, mis manos escribiendo, y mi torso, semivolteada la pantalla y su reflejo hacia la otra parte.

Como por tres palabras insustituibles, no dejaba de levantar la ceja con algo de suspicacia toda vez que, en el orden de esa escritura con la que quería programar un testimonio y una apología  de mi propio caso, como un periodista que  revisa en los archivos para comparecer ante el tribunal de sí mismo, no dejaba de levantar la ceja, cuando, digo, en el orden de la redacción, quería, por ejemplo, esta vez, escribir “segunda vez que lo visitaba con la finalidad de escribir en él”, pero había puesto el punto dos palabras antes, en un automatismo de mis manos que, así, despertaba mi suspicacia. Era conveniente, imaginaba, que algo, que alguien en mí mismo fuera capaz de controlar, como quien le da forma a una planta, todo lo que crece en el texto, o lo que resulta sobrar, tal vez, o que me soplara de vez en cuando la palabra precisa, justo antes de que yo no es que me traicionara pero por lo menos errara escribiendo alguna palabra colindante, algún sinónimo, definitivamente inadecuado. Y la escritura era eso, era poder revisar sus instancias en el diccionario, era poder recurrir al diccionario para cada una de sus instancias y descubrir, como quien se da cuenta que la cultura está viva, que Dios, o por lo menos la coincidencia, habitaba la habitación o el estudio por un instante.

Pero, fuera de unos cuantos instantes de cotidianidad, fuera de la vida citadina en estado puro, ¿qué observación podía recabar del ámbito “mi pluma” en esta ocasión? ¿De verdad no podía conformarme con hablar de la grúa que, de camino hacia el café, vi llevarse una camioneta de DHL? ¿No podía, meramente, hablar de hechos grado a grado más complejos, como el clima, como si la escritura estuviera diseminada en la mesita de café, en el cenicero, en la computadora misma y yo no tuviera sino que salir a su encuentro?

No: tenía que entrar en materia, tenía que politizar, tenía que humorizar, tenía que declarar, tenía que buscar, y encontrar, al culpable que habitaba en mí.

En frente de mi hay un pequeño letrero, que reza: “En éste establecimiento no se discrimina por motivos de raza, religión, orientación sexual, condición física o socioeconómica, ni por ningún otro motivo”, pero, ¿sabía su propietario, o propietaria, que yo había sido muchos años una especie de fanático equivocado, una especie de víctima de la noción de religión, entendida como elucidación intelectiva del concepto aproximativo de Dios, que, muchas veces, mediante el juego de su escritura, había puesto en peligro el mundo de esos tres o cuatro objetos glosados por el círculo de ese compás que lo englobaba a él también y con el que él glosaba un ejemplo por especie de las cosas del mundo? ¿Y lo era, verdaderamente? ¿No semejaba más bien un entristecido, inofensivo y desafortunado hombre, muchacho, joven, joven escritor o escritor para cuya vida se había dispuesto el plan de un hecho por conocerse, ciertamente deplorable, y que restaba mi energía orillándome al cansancio de transigir con las cosas de diario, mediante categorías intelectuales que sólo servían para alejar a los demás hombres de su aburrido y monologante discurso? Con un ánimo peligrosamente alejado de la euritmia, que a los más felices hace saber que “la belleza es el esplendor del orden” (Agustín), después de todos estos años, me preguntaba por la razón de no haber logrado, casi nunca, figurar entre los demás escritores de mi generación más que como “fanático de una idea si bien no equivocada por lo menos peligrosa”. ¡Cuán neciamente me engañaba y cuánta razón tenían ellos!

Tal vez por ello visitaba el café. Necesitaba que, al menos provisionalmente, las personas que pasaban por las inmediaciones creyeran: “un escritor”, y continuaran su camino. Necesitaba ser “ese escritor entre la gente y las cosas del mundo” aunque fuera por un breve lapso, que me costaría no menos de 62 pesos mexicanos a razón de dos vasos de té (chai) tamaño grande, más todos los cigarros que consumiría entre tanto. Unos cuatro años antes, hubiera pedido sin duda café americano, pero un buen día mi inteligencia y mi lucidez habían explotado, derramándose en descargas eléctricas que en mi cerebro apagaron un día definitivamente mi brío, convertidas en una carga negra que sólo me reportaba cansancio y algo de depresión. Ya no podía tomar cosas demasiado fuertes, pues cuando el insomnio llegaba a invadirme (en un promedio de 5 veces al año) no podía, aunque el día anterior se hubiera mostrado magnífico en su paisaje y en la incidencia de la luz de su paisaje, sino ver el fondo del pasillo de mi vida, preguntándome si valía la pena. Claro que por las mañanas bebía café, pero sólo cuando tenía que salir temprano a trabajar en lo mío, o cuando me despertaba a las 7:00 para escribir hasta las 11:00 y después trabajar en lo mío, que a ratos era el aprendizaje de otro idioma, cuyo crecimiento en mi consciencia me posibilitaba fantasear, algunas veces, con una vida lejana en otro país, donde pudiera por fin olvidar la atrocidad de la contravención para conmigo.

Pasa una bici atrás de mí. Fuera de eso, a menos de 20 centímetros de mi mesa, otra mesa, con tres personas en ella, comienza a exasperarme por la naturaleza de su conversación. No es que se trate de la naturaleza política de su conversación, y ni siquiera de la ordenabilidad de sus palabras a la hora de expresar sus ideas, sino, simplemente, es una desgastante exhibición de problemáticas gratuitas o vanas, con tono  demasiado subido para su verdadera razón de ser, como discusión. Voces que en el lapso de unos cuantos minutos he llegado a detestar; todas esas risas, todos esos “y compré unos desechables”, todos esos “el brochecito se ha de haber abierto”, todos esos “le voy a decir cuando llegue allí, señorita, ¿sabe qué?”, todos esos “¡claro! entonces lo tiro a la basura”, me enfermaban, me limitaban, me ganaban una partida sin reglas en el juego del mundo.

portrait-of-dr-gachetRespirar tratando de tranquilizarme. Se irían antes que yo y yo pediría otro té. Mientras tanto podría recargarme en la silla y acercar un poco más la computadora a mí, en vez de figurar esa joroba cuya sombra dibujaba la silueta de la fatiga en la pared de la habitación de mi consciencia. Así, continuaba escribiendo.

Pero el tiempo de la escritura es tan lento y la extensión del texto es tan amplia que, apenas unas cuantas frases después, que he ya borrado, mis vecinos de mesa se retiran, por fin. Me dicen un “hasta luego” (habían pedido “prestada” una silla de mi mesa) y yo, con un tono culpable en la voz, respondo con la misma amabilidad que ellos, “hasta luego”. Nuevamente la escritura me ha traicionado. Nuevamente los niños de la escritura salen de su escondite y se burlan de mí con un índice sarcástico, mientras me señalan, dibujada una sonrisa en sus rostros. Pero no me importa (¿cómo algo así podría en verdad importarme?).

En realidad lo que estoy pagando es tiempo, tiempo para poder escribir, tiempo para poder escribir fuera del ámbito de ese viejo escritorio que encadena mi cotidianidad a una serie de tentativas si bien emocionantes en su proceso germinativo, definitivamente cebadas tras unos días. Alejo nuevamente mi computadora unos centímetros de mí, y vuelvo a inclinarme, como un hombre que le reza a su texto. Deberán pasar por lo menos dos párrafos o el equivalente de dos párrafos, antes de que me levante para pedir otro té. Si la señora que me atiende, que ya me conocía de la vez pasada, ha mostrado tan pobre moral y tanta fe en la religión del dinero como para traerme un té semitibio, le mostraré quién soy yo, le dejaré bien en claro que mi intención es la de largarme de aquí sólo hasta que comience a anochecer, habiendo consumido únicamente 62 pesos mexicanos. Creo un momento que dicha señora se encuentra detrás, en el trascuarto del  local,  pero levanto la mirada de pronto, como por instinto, y descubro una vigilante mirada semiescondida detrás de la cafetera, que registra mis movimientos y las transformaciones sucesivas de los gestos que imagino comporta mi rostro. Siguiéndome el juego a  mí mismo, enciendo un cigarro, en parte por desearlo, y en parte para que ella se dé cuenta de que no estoy dispuesto a moverme de mi lugar (sólo tengo que dar tres pasos para llegar hasta la barra), ni llamarla solicitándole otro té (han pasado ya algunos minutos y yo he dejado abandonado desde entonces mi vaso, cuyo contenido vacío ella no puede conocer, por ser un vaso de unicel o algo parecido al unicel, pintado de rosa afuera).

Queriendo investigar el nombre del material del vaso, para que no se diga que no soy “en todos los casos un erudito”, llevando a cabo mi truco de magia, he descubierto unos números, los números de registro de fabricación en él. Son: 12-16-20-22-24 OZ y yo, que a este respecto soy tan supersticioso, ansío saber cuáles serán los siguientes, los del segundo vaso que consuma. Pasan algunos minutos. Ha llegado el momento. Me levanto de mi asiento y ordeno otro té. Ya está hecho. En breve recibiré el producto. Y junto con el producto, el número de serie. Mientras tanto apago la colilla de mi cigarro en el cenicero (en lo que llevo aquí, he fumado tres cigarros, por lo que puedo suponer que fumaré 6, excepto porque he pedido “bien caliente” el segundo té, pero nunca se sabe).

La vez pasada que estuve aquí escribí un relato sobre un hombre que se encuentra en un departamento propiedad de un hombre llamado Mehir en Israel. Como tal, intenta ser un relato acerca del diablo y creo haber logrado mi propósito. Pero éste no es el lugar para “volver a relatarlo”. Se acercan con mi té. Retiran el otro té, ¡y qué sorpresa!, ¡los números son los mismos!: 12-16-20-22-24 OZ. ¡Entonces se trata de todas las tapas de vaso de esa serie! No oculto que estoy un poco decepcionado. Además de que he intentado remover una impureza de la pantalla de mi computadora y sólo he conseguido improntar una mancha de grasa dérmica en la misma.

¡Pues bien!, tengo tiempo. Con éste segundo té sobre la mesa, me lo tomaré con más calma, permitiéndome escribir dos o más párrafos entre trago y trago. Alcanzo a ver desde el reflejo de la pantalla de mi computadora (al momento que pasa una combi amarilla que confundo con un camión de DHL, antes de voltear y comprobar que es una combi amarilla) un coche estacionado cuyo número de placa alcanza a leerse desde aquí, pero me cuesta un poco de trabajo leer al revés, es… M…N…Y-40-15. Volteo a corroborar y lo veo nítidamente: MNY-40-15.

¡El peso del té resulta incluso más voluminado estando como está más caliente! Fue mi primer trago, y ya llevaba, en efecto, dos o tres párrafos.

Cuando comprendemos que la escritura no está a la búsqueda de epifanía alguna, cuando comprendemos que versa sobre cosas mucho más cotidianas, no nos importa demorarnos páginas enteras en multiplicidad de temas que nos permiten, simplemente, leer, leer sin más. Y tal vez, en la página 30, o inclusive hasta la página 120, haremos nuestra primera gran elipsis. El lector no quiere encontrar las cosas desde el principio. Bebo mi segundo mínimo trago, más en un acto reflejo, tras haberme encontrado cara a cara con una transeúnte entristecida. Y me descubro inmediatamente después de escribir esto volviendo a voltear hacia el mismo punto. Doy un tercer consciente traguito. Pero comienza a agotarme la naturaleza de este ensayo de la realidad, de esta redacción de café, sin duda antes de tiempo. Llega una mujer con carriola al establecimiento, volteo para el otro lado, y veo a otra mujer con carriola que, cuando termina de pasar, descubre a otra niña (porque las de las dos carriolas son niñas), mucho más grande que la primera. La primera es apenas una nena, una bebecita. ¡Y qué cosa! ¡Pasa la tercera carriola, conducida por una sudamericana! “Mami, ¿cuándo me vas a comprar algo?” “Te acabo de comprar algo”, dice con acento la mamá. ¿Hasta qué grado será cierto que para los niños tienen un valor excepcional las cosas nuevas, las cosas “compradas para ellos”? No lo sé, pero calculo rápida y como esbozadamente que es un valor grande. Una cuarta, aunque nadie me lo crea, carriola. La mujer lleva un suéter azul sobre una camisa que apenas se alcanza a ver color verde agua y unos pantalones kaki y, nuevamente, lleva a una niña en ella.

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Estudiando el caso, me doy cuenta de que las madres no son insensibles a la hora del día, y en este momento, que el sol se muestra delicioso, eligen caminar por las calles para que la idea de felicidad ingemine en sus hijos. Son, en efecto, las 5:48 de la tarde, y ahora no pasa nada. Me he quedado súbitamente solo en la calle. Ni autos, ni personas, nada. Sólo el viento que arrastra una que otra hoja y el sonido distante de llantas de coche en otra calle. Después sólo silencio y, de pronto, un avión, que escucho desde aquí. En el café tampoco hay nadie (ahora sí la señora se ha ido al trascuarto o está completamente escondida detrás de la cafetera). Así, esta calma deliciosa se prolonga en su indefinición, hasta que un corro de tres hombres que fuman se establece en la misma esquina del punto hacia el que había volteado ya dos veces. Dos distribuidores de agua purificada salen del local de al lado. Son increpados por el corro de tres hombres, pero no entiendo lo que dicen, o no me da tiempo de entender lo que dicen. Pasa, del otro lado, un hombre hablando por celular y, detrás de él, una pareja, constituida por dos jóvenes, posiblemente de mi misma edad, una chica que no vi, y un tipo con barba de meses. El corro sigue allí, pero, digamos que me vuelvo a quedar solo en la calle, hasta que suena un claxon, a lo lejos. Alcanzo a ver de rostro completo desde el reflejo de mi pantalla a una mujer atractiva que pasa volteando hacia el local, y detrás de ella una mujer con aire reflexivo y creo recordar que gafas oscuras, semiinclinada su cabeza hacia el mismo punto que la otra mujer. Avanzo en mi escritura sin detenerme, y hago un cierto avance global en el texto, y por más de cuatro párrafos no he tenido que hacer nada. Sólo limitarme a, como exige la Nueva filosofía de la escritura que escribí alguna vez en la universidad, dejar registro y dejar constancia. Pasan dos hombres hablando en alemán. Y uno de los que resta del corro de tres hombres, quedando dos, me mira, o al menos eso creo yo, con sardonia, o, si no sardonia, por lo menos con “acusada indiferencia”, algo a lo que no le doy mucha más importancia que la reacción de una mínima risa silenciosa y algo contrariada. Desde que dejé de hacer la cuenta, he dado unos cuantos tragos más de té, y me dispongo a encender el cuarto cigarro, primero del segundo té. Lo enciendo. El aire dispone la flama de mi encendedor en dirección de mi cigarro, mágicamente. Fumo concentrándome por completo en ello, o relajándome, sin escribir nada. Cuando salí de casa me olvidé de pasar antes al baño, y en esta cafetería no hay baño, pero hasta ahora no tengo nada de ganas de evacuar. Me doy cuenta de lo feliz que estoy sin que haya nadie en el café.

Vivo con la superstición de Dios, y algo de ello me molesta. Descubro en las actitudes circunstanciales de mi vida diaria una supuesta obediencia a su presencia en ella y me doy cuenta que esa estúpida y esquizofrénica idea me agota más de lo que me agotarían unas vacaciones en un hotel de lujo, separado por espacios forzosos de tiempo de mi escritura. Por lo demás, empujo con el índice la pantalla de mi computadora y el reflejo privilegia ahora los rostros de las personas que pasan, más que sus torsos o, como creo que había imaginado el lector en un primer momento, sus piernas. Pinta que escribiré por lo menos siete cuartillas. Llevo ya poco menos de cinco y el té aún va a más de la mitad, pero quién sabe, se enfría, y no estoy plenamente seguro de la índole de relación que guarda el enfriamiento del té con su finiquitación y la consecuente abrupta suspensión de este retrato de la realidad inmediata.

En realidad, no es que lleve poco menos de cinco cuartillas. En realidad llevo poco, muy poco, más de cuatro. De modo que no sé, verdaderamente. Por mi parte trataré de continuar. Pero debo abordar mi tema. No puedo estarme haciendo el tonto, y la verdad es que la mayoría de las veces que escribo no me hago el tonto. Siempre hay un tema que no tiene sino que recurrir al enciclopedismo de su propio caso para expresar con plenitud lo que llamamos «ideas». Ahora me sacrifico en beneficio de la honestidad, lo que no significa necesariamente que me tenga que ver obligado a comparecer ante el tribunal del texto que redacto (lo cual sería comprobar que es un mal texto una vez que lo revise, criterio que no es el eje del presente ensayo, en el que me extiendo, sin detenerme a pensar en su “calidad”) y, así, sin dejar ni un instante de teclear mientras tanto, desvío la mirada de la computadora y descubro a una mujer más bien guapa o que por lo menos viste para ser guapa y que habla en inglés con un hombre evidentemente extranjero, y, mientras la veo fijamente (se detuvieron en la esquina), y ella se da cuenta de ello, reparo en que olvidó de pronto una o dos o tres palabras, por lo que recurre a cierta pantomima que sólo quiere decir: “¿Cómo se dice?, ¿Cómo se dice?”, reiterativamente. Entran en el Seven Eleven, esa cadena de tiendas de comestibles, cigarros, alcohol y bebidas, después de que un hombre les muestra un billete de 200 para que se lo cambien, y dejo de verlos. No le cambian el billete.

A propósito de «la realidad», resulta que estoy leyendo a Knausgård, y cualquiera que lo haya leído reconocerá, una vez que sepa que yo lo estoy leyendo, inmediatamente, en la textualidad de este ensayo, un evidente eco a su obra (cuando no en la de Montaigne, toda proporción guardada, y Rousseau (Confesiones), así como en la de Agustín, pero también, en la de la primera página de ese famoso libro de Amara, La escuela del aburrimiento, pero la de Knausgård no es una empresa confesional, cosa que, la de que haya en este texto algún posible eco, realmente, pero también congruentemente, no me importa un comino, pues, creo reconocer, también en Gombrowicz, ya antes que en Knausgård, hay algo de este tipo de reflexiones personales en las que hurga el lector cuando se da tiempo para conocer en qué lo pierde el escritor. La literatura es de todos los escritores. Sólo los que no escriben pueden llegar a creer que alguien tiene la patente por sobre los temas o los estilos (o la tiene, cuando publica más de un libro que confirma su estilo y nosotros comprendemos que todos esos supuestos préstamos no eran sino un ruin plagio efectuado por nuestra presta pluma). Pero decía que, leyendo a Knausgård, me daba cuenta de que la lectura de su escritura, o por lo menos de la escritura de los 6 libros que componen su autobiografía, de los que hasta ahora sólo he podido conseguir 1, se sucede en dos planos. Por una parte leemos el retrato de la realidad que hace, y por la otra no podemos evitar que, suspicazmente, nuestro ojo recaiga en el marco de  la realidad inmediata que nos rodea, como buscando las palabras para rellenarla. Así, leyendo un tanto de realidad mientras tenemos ocasión de observar de reojo la circunstancia o instancia que a nosotros nos afecta de la misma, y como ninguno de sus 6 libros tiene capítulos, resulta fácil que nos enfrasquemos numerosas horas en ello, llegando nuestra silueta a confundirse con los jeroglíficos del código del instante de las cosas que nos toca vivir en su instante caliente, que hemos de alcanzar en su velocidad o percibir en su lentitud.

Hay 5 cigarros en el cenicero y aún le resta ¼ al vaso con té, que se hace pronto 1/5. Enciendo mi sexto cigarro y apenas he comenzado la sexta cuartilla. Vuelve a pasar una mujer con lentes oscuros sobre la cabeza, que cuando la vi por primera vez supe que se había encontrado por casualidad con un amigo. Él se sorprendió y le dijo: “Estás súper delgada”, con tono amistoso. Recordé que en alguna ocasión le dije algo muy parecido a una chica, pero ella no me lo tomó a bien. Y supuse que, para sus adentros, esta mujer no había pensado distinto de esa chica, aunque no lo haya revelado. Se acaba mi té y se acaba mi cigarro, y aún no decido qué acabará primero. Sólo es seguro que el texto al último, pero no mucho después. No logré las siete cuartillas. Estoy a menos de la mitad de la sexta, y se me agotan, también, los temas elusivos. Pasa por esta misma acera gente de la que no quiero hablar, que me ha lastimado mucho alguna vez, o que no tiene ningún motivo para figurar en mi escritura, como los individuos que al interior de una patrulla acechan ¡y emiten el pitido de su sirena sin ningún motivo a cada rato! Pasa un coche, en otro tenor, con música ranchera. Sólo es posible en México, y ello me llena de incertidumbre, una incertidumbre que a veces, contra la voluntad de lo que fue muchos años mi pedantería, se convierte en gozo. Aunque en lo personal yo no guste de recibir cada amanecer con una de rancheras, es inevitable que me identifique con la cultura circunstancial de cierto tipo de México que aparece de pronto en la calle, justo como si hubiera bajado apenas de una montaña que nadie ve, y es algo en lo que he estado pensando desde que se ha vuelto posible que vaya a viajar o incluso emigrar a otro país.

Por lo demás, otra mujer entra al local y ve, de paso, algunos de los productos que se exhiben en las dos paredes, y que ni siquiera fijándome en ellos puedo estar plenamente seguro de qué sean. Figuritas de plástico, velas de cumpleaños, juegos de Kitty, algo que de lejos parecen ligas pero que no son ligas. Fuera de eso, sólo hay un refrigerador-mostrador con pasteles y galletas, un tapete en una loza blanca y, aparte de la mía, dos mesas. Además de un cartel con los precios de todos los productos comestibles que se ofrecen.

 

Por Jerónimo Gómez Ruiz

 

Written by Jerónimo Gómez Ruiz

Jerónimo Gómez Ruiz dice haber, una mañana, al salir de la “sinagoga de los escritores”, tras apurar en un restaurante, ubicado entre carpas, unos huevos a la mexicana y un jugo de nopal, leído su propio nombre entre las páginas, su propio nombre entre los libros.

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