Te ofrezco ese meollo de mí mismo que he salvado,
de alguna manera: el corazón central que no
comercia con palabras, no trafica con sueños
y está intocado por el tiempo, por la alegría,
por las adversidades.
“Con qué puedo retenerte”, J. L. B.
Tenía una vida, un brazo, una maleta y un solo tesoro. La gente se ofrecía todo el tiempo a llevarme la valija que ni siquiera cargaba, tenía rueditas. Recorría los exangües pasillos del Aeropuerto Internacional de La Habana. Iba a un destino incierto. Me faltaba todo de tajo, amputado, excepto la incertidumbre, el peligro, la derrota…
Él me había dicho “con qué puedo retenerte, te ofrezco magras calles, ocasos desesperados”, y yo salí huyendo, mientras pude. Traía en mi hoja de vida más ocasos desesperados de los que él podía imaginar. Habían sido todos así, desde mucho tiempo atrás, desde la “memoria de una rosa amarilla vista en el ocaso, años antes de que hubiera nacido”.
Me subí al avión. Una revolución se libraba dentro. Mi abuelo el comunista, mi padre el poeta, mi madre la luchadora, mi abuela exiliada, mi tío exiliado, mis primos exiliados, mis amigos exiliados. Yo exiliada.
Fue en ese instante que engendré algunos personajes posteriores, casi todos. Maíta, la vieja, sabia y bruja, que vaga, viva o muerta, por algunas historias. Mi amiga de la infancia, Sailí, que terminó convertida en Claudia, María, Julia, en otras….
Dormí un par de horas. En el sueño se iban invocando acontecimientos turbulentos. Cuando me desperté, por primera vez tuve miedo a la muerte. Olía la desgracia.
Acomodé los pies descalzos sobre mi pequeña maleta de mano, en la que llevaba lo imprescindible para comenzar una vida en otra parte, desde el umbral, desde la nada del desierto que no has pisado jamás. Llevaba una maleta documentada de veintitrés kilogramos. Y una de mano, de siete. El equipaje de la travesía era closet de mi próxima vida; la caja fuerte, la que arrastraba con mi único brazo. Ahí llevaba algunas cosas cuya avería no estaba dispuesta a soportar. Tuve que sacrificar muchas importantes.
Conmigo iban, entusiastas del camino virgen, una computadora portátil; el retrato de mi abuelito, muerto de una brujería; la foto de la panza de Norka, antes de nacer Agnes, la niña luz, la esperanza. Tenía una cajita de fotografías. Roberto Carlos, exnovio asesinado por su propio pie, más tarde protagonista de un cuento cruento, “El joven soldado”, y, al final de su incorporeidad, un adolescente yabó en Bahía de Sal, que se enamora de María y se suicida, haciéndole conocer el amor y el infortunio casi en el mismo instante, admonitorio de venideras desgracias.
En esa maleta llevaba todos los documentos que iban a representarme en la nueva vida: título universitario, validado, autentificado y apostillado. Lo mismo la certificación de notas y la de nacimiento. Los sellos postales, de tal valor unos, rojos otros. Las madrugadas en la fila frente a las oficinas de consultoría internacional. La larga travesía por la burocracia de mi país, y de paso, por sus redes de corrupción.
Llevaba también dos o tres joyas de poco valor monetario y mucho sudor sentimental. Me habían advertido que en las aerolíneas les abrían las maletas a los clientes y sacaban objetos valiosos: dinero, perfumes, joyas, lentes o aparatos electrónicos. Estaba empecinada en traerlo todo conmigo. Entre mi resumen de esencias, la laptop y los personajes de historias que aún no había escrito, la carga se hacía enorme. Tenía mi único brazo entrenado para maniobrar, sentí que podía manejarlo. Pero aquel peso me rebasaba. No estaba dispuesta a doblegar mi orgullo dejando que algún tipo me ayudara, simplemente porque soy manca. ¡Vaya lisiados!
Hice lo mismo que si hubiera tenido dos brazos. Coloqué la maleta en un carrito y en lugar de empujarlo, lo arrastré. ¿Por qué pesaba tanto? ¿Qué futuro se iba gestando ahí, en el baúl de cincuenta por cuarenta centímetros? Lo atribuí a la ansiedad del transterrado, a la ausencia de boleto de vuelta. Era, además, la primera vez que iba a tocar Tierra Firme; sentía necesidad de apartarme de esa condición seductora de isleña. Yo debía ser tierra firme también.
En el aeropuerto de desembarque me esforcé al máximo para no perderme. Fue en vano. Mis personajes salían de la maleta, se metían al baño, usaban el gel de manos. Los caballos, extras recurrentes de algunos relatos de la siguiente década, se soltaron por el aeropuerto. Sonaron las alarmas. Hubo que detener todo para atraparlos. Nadie entendía de dónde habían salido. Yo, callada, en una esquina, esperé que pasara la tempestad. Sospeché que la maleta se habría aligerado bastante con el desenfreno de los equinos. Me equivoqué; seguía pesando el mundo. Estaba agotada.
Tardé otra hora en pasar migración. Me repetía mil veces las respuestas a las preguntas que yo misma había enlistado, rigurosamente, para que no me cacharan desprevenida. Sí, yo iba a emigrar, y había dicho adiós a todo el mundo allá, y estaba sola, con mis bártulos y mis sueños, y me sentía desamparada. Lo recordé, ofreciéndome ocasos y antepasados que no eran suyos; me vi, sola, tratando de darme auténticas explicaciones de mí misma. Ni una sola respuesta coherente, hasta que recordé que en aquella maleta de siete estrictos kilogramos venía, además, el único libro que me había concedido llevar: Jorge Luis Borges, páginas escogidas. Mi único tesoro. Todo lo demás, eran notas de sobrevivencia.
Allí estaban, a un tiempo, el oro de los tigres; Funes, recordando lo inimaginado; El milagro secreto que puede resultar un agujero en el tiempo. Venían enjaulados en unas quinientas páginas cetrinas, “El Aleph” y “La forma de la Espada”, “las Ruinas circulares”, “Los dos Borges”, y claro, “Con qué puedo retenerte”, en edición bilingüe, porque fue un poema escrito al mismo tiempo en ambos idiomas por el maestro de los endecasílabos. Por eso es que no se puede traducir como atardecer, lo que Borges inmortalizó como ocaso. Ahí, en esas páginas, se leyeron en mi isla a la deriva, por primera vez, aquellas líneas del “Remordimiento”, “La despedida”, “La amorosa anticipación” … Cuando Retamar reconcilió al gobierno con el poeta, audaz en sus opiniones políticas. O cuando el gobierno mandó a Retamar a negociar un pacto de paz que le permitió ser el prologuista de la antología, y a muchos, salvarnos en esa tierra de dones, versos y fantasmagorías; en las sombras del poeta ciego y su aciaga noche.
“Me darás esa orilla de tu vida, que tú misma no tienes”, decía la voz, y ya no sabía si escuchaba al joven altivo que me despidió con el brazo, con el gesto de lo irremediable, o si era él, el maestro de los atardeceres amarillos, quien me hablaba. Todo se volvía caótico. El futuro naufragaba en una lanchita por los mares turbulentos donde nuestros hermanos y enamorados tentaban la suerte y dejaban la vida.
¿Por qué había elegido ese libro? ¿No podía desprenderme de él? Tuve diez largos años para descubrirlo. Fue en sus mundos paralelos donde aprendí a evadir la suerte y descubrí los túneles de la imaginación. He escapado de la mordaz realidad. Una década después, sigo siendo la misma: tengo una vida, un brazo, una maleta, un único tesoro, y estoy lista para partir…
Por Gabriela Guerra Rey