No sé qué hora es. Los ruidos de una aspiradora que recorre los pasillos me despiertan. Mi corazón se acelera. Me siento mareada, aturdida.
—¿Y, Patricia? ¿Cómo está? ¿Un poquito más despierta que hoy a la mañana? —me pregunta un enfermero con acento boliviano, que no sé en qué momento entró, mientras corre las cortinas de la ventana con la única intención de que el sol se me clave en el alma.
“Parece que intentaron despertarme temprano, pero no pudieron”, pienso. Intento abrir los ojos, todavía resecos de sueño, y veo la imagen borrosa de Carlos, mi hermano, parado frente a mi cama.
—Son las tres de la tarde y tenemos que dejar la habitación a las tres y media —me dice.
Quiero incorporarme y mirarlo, pero no siento mis brazos. Mi cerebro se va despertando de a poco, pero a mi cuerpo le falta despabilarse todavía. Él me conoce y se da cuenta. Se da cuenta, pero insiste.
—Dale, Patricia —grita forzando una media sonrisa. Su semblante y la mueca de su cara no coinciden con su tono de voz.
Entran y salen de mi habitación como si yo no existiera. O como si todo lo que me pasó no les alcanzara para sentir un poco de piedad. Me miran como si el recuerdo de Paula no los torturara. Mienten. Disimulan. Actúan como si no hubiese pasado nada, para que «la loca» no se ponga peor. Pero yo no estoy loca. Locos están ellos al pensar que con más de siete pastillas por día van a lograr anestesiar mi dolor. O volverme amnésica.
Los dolores no se borran del alma así nomás, ni tampoco hay psiquiatra que pueda solucionarlo. Porque el psiquiatra que sea capaz de anestesiarle el alma a una persona, todavía no ha nacido. Ojalá que eso nunca suceda. Porque las almas anestesiadas no sirven para nada. Son almas oscuras, mustias, resecas.
—Te entendemos, Patricia. Te entendemos —repiten una y otra vez. Y sus caras comienzan a mutar. A ser devoradas por las mismas caretas que nos ponemos todos cuando intentamos emular el dolor ajeno.
«Te entiendo», decimos, pero fingimos. Porque en el fondo sabemos que llegar a sentir lo que el otro está padeciendo es imposible. Y hoy me tocó a mí. Mi dolor es tan grande que no me entiendo.
El enfermero me mira preocupado. Creo que se da cuenta de que no logro despertarme del todo y eso lo alerta. Está asustado, pero disimula. Nunca lo había visto, pero me transmite seguridad. Su miedo, de alguna manera, me tranquiliza. Su preocupación me hace sentir a salvo.
Las encargadas de limpieza vacían los floreros que están sobre una de las mesas de la habitación y me sonríen. Los médicos hablan con mi hermano y, mientras me miran de reojo, le hacen firmar una carpeta llena de papeles.
Las enfermeras comienzan a estirar las sábanas de la cama obligándome a levantarme. Estiran las sábanas como si yo no estuviera acá, como si no existiera.
Me levanto y le digo a Carlos que me espere unos minutos. Que voy a cambiarme la ropa y salimos. Me mira aliviado. Suspira y sus ojos me persiguen hasta la puerta del baño. Le digo que prefiero bajar sola. Me dice que no. Que él me espera.
Recorremos los pasillos de la clínica agarrados del brazo, en silencio. Las enfermeras nos saludan y nos desean suerte. Parecemos una pareja abandonando una iglesia. Que mi hermano me haya tomado del brazo me gusta.
Salimos a la calle. El bullicio de la gente me aturde. La realidad me confunde y no me deja pensar. No quiero subirme al auto. No quiero depender de mi hermano y de Romina, pero sé que no tengo opción. Sigo colgada del brazo de Carlos y me dejo llevar.
La furgoneta de mi hermano está estacionada en la entrada de las ambulancias, del lado de la guardia. Mientras me acerco, me pregunto cómo Romina se animó a quedarse en ese lugar. Estoy segura de que mi hermano le pidió que se estacionara allí, para que todo fuera más rápido y que yo no tuviese que ir caminado hasta el estacionamiento. Y también estoy segura de que discutieron por eso. Porque a Romina no le gusta transgredir ninguna norma, pero le encanta discutir.
Me cuesta caminar. Todavía me siento débil, pero no quiero que Carlos se dé cuenta. No quiero darle lástima.
Otra vez pienso en las pastillas. Porque son las pastillas las que me tienen así. Las benditas y malditas pastillas que se encargan de esmerilar cada situación que me toca atravesar, y me hacen ver el mundo a través de un vidrio empañado por mis propios miedos. Las mismas pastillas que también hacen de sostén y de colchón, para que mi caída libre hacia la realidad sea menos dolorosa.
Carlos abre la puerta trasera y me mira. Estira su mano derecha y con ese gesto me invita a subir a la furgoneta.
Romina, que está sentada en el asiento del conductor —y, por lo que percibo, es quien va a seguir conduciendo—, gira su cabeza y me guiña un ojo.
Me cuesta entrar. Por las dimensiones de la furgoneta, tendría que treparme y yo no tengo fuerzas. Mis piernas tiemblan. Siento que mi cuerpo me traiciona y no responde a ninguno de los movimientos que intento hacer. Mi hermano, que ya está sentado en el asiento del acompañante, se da cuenta y baja para ayudarme. Siento vergüenza. Siento otra vez vergüenza y pena de mí.
Finalmente, lo logro. Subo a la furgoneta y me desplomo sobre el enorme asiento trasero de cuero color beige. El olor a cuero de los asientos nuevos me hace recordar un todoterreno que me compré en la década del 90. Me transporto unos segundos a ese momento. Siento que tengo veinte, dieciocho o quince años… otra vez.
Romina arranca el motor y la furgoneta parece volar. Y también parece transformarse en una cápsula. No se escucha un solo ruido. Nada.
Felicito a Romina por la compra de la furgoneta. Le agradezco que haya acompañado a mi hermano hasta la clínica.
Mi hermano me mira por el espejo retrovisor y asiente con la cabeza. Su mirada me agradece el gesto. Sabe que lo hago por él. Los dos lo sabemos. Me siento un robot. Todo lo que hago, lo hago con la única intención de que ellos se den cuenta de que sigo conectada a una realidad que me parece ajena y no me pertenece. Ahora, aparte de una enferma, me siento una impostora.
—Gracias de qué, Patito. Lo hacemos porque te queremos, no nos agradezcas nada —me dice Romina.
Pero yo sé que no me quiere, igual no la contradigo. No me siento bien, y cuando uno no se siente bien, no está en condiciones de contradecir a nadie.
Me recuesto sobre la puerta del lado derecho y me dedico a mirar por la ventana. Estuve internada solo tres meses, pero todo me parece nuevo. Los árboles, los negocios, la calle, la gente. Me siento rara.
Romina enciende la radio y empieza a cantar. Me pregunta si me molesta y le contesto que no. Mi hermano aprovecha para chequear los e-mails desde su celular y contestar mensajes. Los ojos se me cierran, pero no quiero dormirme.
—¡Ya llegamos, Patito! —me grita Romina.
Me incorporo. No sé si me dormí —porque nunca sé si estoy dormida o estoy despierta; las pastillas no me dejan discernir—, pero desde la ventana de la furgoneta puedo ver que llegamos a mi casa. Los ladrillos rojos, el limonero en la entrada.
Quiero bajarme, pero no puedo. Intento abrir la puerta de la furgoneta, pero las trabas de seguridad no me dejan. Mi hermano me dice que espere. Que no baje sola, que él me ayuda. Otra vez me siento una enferma. O una inválida. Otra vez siento pena por él y por mí.
Mi casa está intacta. La casa que se encargó de expulsarme, abandonarme y dejarme tirada dentro de una ambulancia, aquella fatídica tarde de enero, está igual que siempre. No cambiaron nada de lugar, ni un cenicero. Mismos muebles, mismos colores, mismos olores y mismas paredes. Todo está en el mismo lugar de siempre. Todo menos Paulita, mi hija, que no aparece por ningún lado.
Sinceramente, lo único que quiero en este momento es que Paulita baje a abrazarme, como siempre. Pero yo sé que eso no va a pasar. Por eso, y a pesar de sentir unas ganas inmensas de gritar su nombre desesperada, disimulo y me callo. Me callo, porque sé que ella no va a aparecer, y para que no empiecen a decirme que estoy loca. O, mejor dicho, para que no empiecen a pensar que estoy más loca de lo que creen.
Que a uno le den el alta y vuelvan a internarlo dos horas después habla muy mal del equipo terapéutico de una institución. Y ellos fueron muy buenos conmigo. No merecen semejante disgusto. Yo estoy libre. Libre para poder hacer lo que quiera, y eso es lo único que me importa preservar.
Me paro en el centro del salón para tener una visión general. Quiero que mis ojos se coman la casa. Que se la lleven con ellos para siempre. Quiero adueñarme de lo que ya es mío. Necesito sentir que este lugar todavía habita en mí. Que me reconoce y que me estaba esperando.
Uno nunca termina de irse de los lugares que lo constituyen. Y ellos tampoco pueden deshacerse de nosotros tan fácilmente. Los ambientes que alguna vez nos cobijaron siempre extrañan nuestra esencia. Como si la necesitaran para seguir siendo los mismos. Como si nuestra ausencia los transformara en retazos de lugares y rincones perdidos que no pueden acostumbrarse a la orfandad. Comienzo a caminar, despacio. Siento que Carlos y Romina caminan detrás de mí. Puedo sentir sus pasos pisándome los talones. Su aliento. Su perfume. Pienso en darme vuelta e insultarlos. En decirles que me dejen tranquila, que no me persigan y que necesito estar sola. Pero otra vez me callo. No quiero que piensen que estoy loca. O, mejor dicho, no quiero que se den cuenta de que estoy más loca de lo que ellos creen.
Todo es silencio. Nadie habla. Yo no los insulto, y ellos no se justifican. Tanto silencio me da miedo. Tanta paz me desespera.
Al llegar al ventanal que da al parque, me quedo inmóvil. Paralizada en ese lugar, como si mi cuerpo se hubiese clavado al piso sin mi permiso. Intento abrir el ventanal, pero no puedo. Carlos y Romina siguen sin hablar. Siento ruidos, vienen de la cocina. Giro mi cabeza despacio.
María, apoyada sobre el marco de la puerta, me mira con los ojos llenos de amor y de nostalgia.
—Mi niña, ¿sabe hace cuánto la estoy esperando? —me dice. Y comienza a llorar desconsoladamente.
Carlos la mira con cara de asesino. María, nerviosa, agacha la cabeza. A los pocos segundos, me mira y sonríe simulando una falsa calma. Siento pena por ella. Por ella y por mí.
Ahora la que mira a Carlos con cara de asesina soy yo. María se da cuenta y baja la mirada. Me acerco a ella y la abrazo. La abrazo con la fuerza que no tengo, pero que ella siempre supo darme. Los abrazos de María, de alguna manera, siempre cumplieron una única función: reconstruirme. Su amor y su cuidado siempre se encargaron de juntar mis pedazos y rearmarme.
Nos quedamos abrazadas unos segundos.
—En la habitación ya está todo listo, mi niña —me dice María al oído.
Al abrazarla, siento que algo del olor de Paula se quedó haciendo nido en su cabello. No quiero despegarme de su abrazo, pero sé que tengo que hacerlo. Camino hacia las escaleras, y ella me sigue.
Carlos y Romina siguen sentados en el sillón del comedor. Nos miran tomados de la mano, nerviosos. No quieren que subamos a la habitación, pero como todavía les queda algo de dignidad, se callan. María y yo comenzamos a subir las escaleras.
Hasta que mi hermano no aguanta más, y exclama eso que tantas ganas tiene de decirme desde que llegamos.
—¡Pato! Entrás, agarrás las valijas y salís, ¿eh? Mirá que no tenemos tiempo. La casa está vendida y los dueños llegan mañana a la mañana —grita desde el sillón.
Giro mi cabeza y le clavo la mirada. O, mejor dicho, giro mi cabeza y los miro a los dos. A mi cuñada y a él. Mi hermano suelta la mano de Romina y comienza a rascarse el hombro. No sé por qué Carlos siempre se rasca el hombro cuando está nervioso.
—No es nada contra ti, Pato. Lo hacemos porque te queremos. Este lugar te hace mal, lo sabés —dice Carlos.
—No te imaginás qué hermoso es el departamento que te alquilamos, te va a encantar. Andá a buscar las valijas, que te llevamos, dale, apurate —agrega Romina intentando sonar contundente, pero con la voz temblorosa.
No sé por qué, justo en ese instante, recuerdo las palabras de mi psiquiatra. Las que siempre me repite cada vez que nos vemos: «No sientas culpa, Patricia, la vida a veces nos sorprende y no podemos tener todo bajo control». Sé que me lo dice para consolarme, sé que lo dice para que yo no me sienta tan mal, pero es inútil. Porque, en realidad, no sabe lo que dice. No tiene idea porque a él no le tocó vivir lo que yo viví. Él no está en mi lugar. Él no entró a buscar un vaso de zumo y al salir, vio a su hija muerta flotando al costado de la piscina.
Si hubiese tardado menos… Si no me hubiese movido de su lado… Me cuesta respirar. Las ganas de vomitar se vuelven insoportables. Mis manos están heladas y transpiran.
Disimulo. No quiero que nadie se dé cuenta de lo que me pasa. Respiro profundo. Tomo aire, despacio. Le digo a Carlos que antes de irme necesito salir al jardín. Que me permita salir al jardín, aunque sea unos segundos.
Romina se levanta del sillón, como si hubiese sido expulsada por un resorte.
—¡No! —grita. Mi hermano la agarra del brazo, la frena y la vuelve a sentar.
Me mira. Lo miro. El silencio es total. María, que sigue parada al lado de la escalera, se acerca y me acaricia la cabeza.
—Déjela, señor Carlitos, déjela. Si ella necesita salir un rato al parque, yo la acompaño —le dice.
—Yo también la acompaño —contesta mi hermano.
Romina se levanta y pregunta si puede venir con nosotros. Carlos asiente con la cabeza.
María se acerca al ventanal, descorre las cortinas y lo abre con cuidado. Como si no quisiera abrirlo. Como si el ventanal fuese a romperse. Como si mis ganas de volver el tiempo atrás fueran de cristal.
Miro el jardín y me parece ajeno. Un espacio que supo ser mío, pero que ya no es de nadie, me recibe impetuoso.
El jardín sí cambió. Ahora está lleno de flores y los rosales están más hermosos que nunca. Le agradezco a María por haberlos cuidado. Ella se emociona otra vez y comienza a llorar. Pero, ahora, Carlos no la mira. Solo me mira a mí. Mi hermano no me saca la mirada de encima. Romina se acerca.
—Bueno, ya está, Patito. Ya podemos ir entrando. ¿Viste qué lindos que están los rosales? —me pregunta. Y me agarra del hombro. Mi hermano le hace un gesto con la mano, exigiéndole que me suelte. Menos mal.
Comienzo a caminar hacia la piscina. Carlos, María y Romina me siguen en silencio. Al llegar, una fuerza que no sé de dónde proviene me deja quieta. Inmóvil. Paralizada, en la orilla de la misma piscina que se encargó de ahogarle a Paula sus ganas de vivir.
Los azulejos celestes del fondo de la piscina se parecen bastante al mismo cielo que pude ver esta mañana en la habitación de la clínica.
La piscina está vacía. No tiene una gota de agua. Una gota de vida. Me quedo un rato mirando la tierra que cubre las rejillas y no las deja respirar. Los árboles bailan al compás de un viento anestesiado que, mientras me ahoga, me lastima los ojos.
Levanto la cabeza y miro a Carlos. Me mira. Le pido perdón. Se desespera y comienza a correr. Corre, pero no llega. Me tiro de cabeza.
Mi psiquiatra tiene razón, nadie puede tener todo bajo control y… ellos tampoco.
Por Luciana Prodan
De La perfecta casualidad de seguir con vida (Huso, 2020)