No hay hechos, solo interpretaciones

Andrés Tacsir, Una conjetura sobre el Alcántara, Ediciones Equidistancias, 2021, Buenos Aires-Londres

 

Si el viaje es uno de los temas tópicos de la historia de la literatura, la trabajosa tarea que se impone −casi involuntariamente− Ariel Tauber para dilucidar la “conjetura sobre el Alcántara” no dejará insatisfecho a los amantes del género. Centrada en un viaje turístico que se proyectará hacia el futuro del propio protagonista, la novela despliega un itinerario que abarcará diversas capas de pasado y llevará a los lectores desde las penosas travesías marítimas de los inmigrantes europeos de principios de siglo, por la geografía interior del mapa argentino, y aún por los misteriosos trasiegos del verdadero protagonista de la historia, el judío León Wraumansky, sospechoso de héroe y de villano al que nunca llegaremos a conocer.

Una conjetura sobre el Alcántara, primera novela del autor argentino Andrés Tacsir, es un itinerario trepidante donde casualidad y causalidad construyen un bucle del que a cada momento le cuesta más huir a su protagonista, quien va enredándose paulatinamente en una telaraña de descubrimientos sorprendentes que hacen al pasado de su familia y, naturalmente, se intersecan con el suyo propio. Y por qué no, con su futuro.

La historia que tiene como centro a los Wraumansky, contiene varios niveles posibles de lectura, básicamente centrados alrededor de dos de ellos.

El ficcional, que en su despliegue traza la historia argentina del siglo XX desde la inmigración masiva hasta la represión institucional de las dictaduras militares, elige una mirada sesgada pero diferente: la historia, a veces pública y a veces secreta, de una familia “normal” de inmigrantes judíos polacos en la Argentina.

Y otro, conjetural, que se plantea el estatus equívoco de un concepto puesto en cuestión al menos desde que el filósofo Nietzche abrió la veda al pensamiento crítico radical: la Verdad, y consiguientemente, el carácter ficcional de toda narrativa, incluida la histórica o aún biográfica.

En el primero de ellos el lector se ve sumergido en una vorágine de acontecimientos aparentemente (¿o realmente?) casuales que, en medio de un viaje por majestuosos paisajes de una Argentina casi desconocida, van reconstruyendo, paso a paso, aspectos ignorados del pasado familiar de los Wraumansky. En particular, centrados en dos de sus protagonistas: Saúl, el zeide, quien construye las raíces familiares huyendo de una Europa al borde del abismo y sobre cuyo prolijo pasado de emprendedor exitoso comienzan a tenderse sombras inesperadas; y León, su hijo, figura mítica para el propio Ariel (el narrador,) pero de perfiles borrosos que lo sitúan en las más disímiles situaciones. En el centro de la historia, dos barcos −alguno de ellos misteriosamente borrado de la historia familiar− de aquellos que llegaban a Buenos Aires en la primera parte del siglo XX, cargados de inmigrantes ilusionados con borrar su pasado y reinventarse en la tierra de promisión que se ofrecía. Y también, más acá, la ominosa y velada sombra de las dictaduras argentinas como telón de fondo. Todo ello, en una novela sin tregua que funciona con el mismo sistema de una investigación criminal (y sin que le falte, tampoco, algún ingrediente que pudiera recaer en ese campo, aunque no sea desde luego el centro de la cuestión). Y es que el misterio no siempre necesita detectives para ser resuelto.

Pero más allá de ese vertiginoso acontecer de peripecias y reconocimientos en la mejor tradición de la arcana tragedia griega, el lector se ve poderosamente dirigido hacia el segundo nivel de lectura posible: ¿puede reconstruirse con fidelidad realista un pasado del que no hemos sido directos protagonistas (y aún si lo hubiésemos sido)? No sólo la confusa trayectoria, ambigua y desterrada de las conversaciones familiares, de León, el tío que se ha esfumado casi sin huella, una trayectoria que Ariel sólo puede atisbar a través de hilos sueltos, anécdotas casuales, pero sobre todo de la construcción conjetural que intenta unir esos hilos a través de su propia imaginación. También la de aquellos inmigrantes que, por un motivo que sólo ellos saben, construyeron una nueva vida a este otro lado del Atlántico como si no hubiesen tenido pasado, como si hubieran sentido la necesidad de borrar todo lo anterior para reinventarse en nuevas personas, como si el océano −además de una barrera espacial− hubiera sido para ellos también un corte en el tiempo.

Reconstruir, contar verosímilmente unas vidas y otras, es una tarea a la que Ariel Tauber se siente arrastrado, pero al mismo tiempo va tomando conciencia de su imposibilidad final, de que siempre faltará una pieza en ese rompecabezas que a priori se supone fácil de encastrar. Un rompecabezas del que van apareciendo piezas imprevistas, incluso inimaginables momentos antes; y el sorprendente descubrimiento de que la narrativa de una vida puede haberse construido en base a algún mínimo error en un documento, una infidelidad, un olvido, o incluso algún ominoso suceso del que se han borrado las huellas. Error u omisión a menudo irreparables, y cuyo develamiento no absolverá ni modificará la realidad construida sobre él. Y entonces, la gran pregunta: ¿es necesario saberlo todo? ¿Es la Verdad ese valor supremo que se yergue por encima de toda otra consideración? Más todavía: ¿es posible, al fin de cuentas, llegar a la Verdad, así con mayúsculas, cuando una vida no es más que una sucesión de respuestas a las preguntas de cada minuto y a la búsqueda de una incierta felicidad que cada uno entiende a su manera? Ya lo decía Nietzsche: no hay hechos, sólo interpretaciones. En una palabra: conjeturas.

Una conjetura sobre el Alcántara habla de hechos, y habla de interpretaciones. Pero habla sobre todo, de un país construido, quizás, a base de mitos y ocultamientos, una historia narrada en base a las interpretaciones de los que la cuentan o sobrevivieron para contarla, bajo la que siempre parece flotar la sensación de un hilo secreto, velado bajo la alfombra, que no vemos pero nos modifica. Y en el fondo de la trama, la pregunta sobre si es imprescindible hurgar el pasado hasta sus últimas consecuencias sin sufrir, valga la redundancia, las consecuencias. Ellos, nuestros abuelos que llegaron cuando el país moderno realmente se constituía como tal, prefirieron enterrar su pasado. ¿Qué harán aquellos nietos que, a menudo, han decidido rehacer el camino en sentido inverso? Tauber es quizás el narrador de esa gran encrucijada.

 
Por Carlos A. Ghigliani
 

Written by La Mascarada

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