No es sólo el ultraje sino el placer de la invisibilidad. Un orgullo delicado se desprende de quien ha tomado sin ser visto, como el que mira con recíproca lascivia a la mujer de un amigo.
Héroes contrarios a la acumulación de la riqueza, su benevolencia disuelve la idea de la propiedad privada: “La justicia nos hará libres”, piensan, luego de apreciar el objeto hurtado. En rigor nada nos quitan; más se pierde con las pasiones y nadie ha propuesto sanciones para daños semejantes. Sin embargo, no practican la codicia: así como roban, despilfarran, y al final del día se ven tan arruinados como el que había sido objeto del despojo.
Desafortunadamente pocos conservan la dignidad del buen ladrón: el resto se sirve de las armas y el engaño para conseguir lo que no pueden con astucia. Por el mundo van felices, robando. Pero si los atrapan ocurre la catástrofe: el arte se ve violado, la magia pisoteada.
La vergüenza que padece un ladrón descubierto no lo calma una disculpa, ni mucho menos el encierro.
Por Leopoldo Lezama