Tenía sus libros, que había acumulado con paciencia inconmovible hasta la inmortalidad… la de los libros y la propia. Una biblioteca solo comparable a escasas e internacionales bibliotecas declaradas patrimonios culturales. Esta, hecha por ella, y en la que fue cerrando cada huequito, que al principio eran inmensos abismos, con conocimiento humano suficiente para varias posteridades. Una biblioteca ordenada y catalogada alfabéticamente por títulos y subtítulos; fechas, días, horas; autores, edades de estos últimos; géneros, subgéneros y subsubgéneros; países, ciudades, capitales, pueblitos, rincones, instantes, etcétera. Un libro podía responder a la siguiente reseña: Con los ojos abiertos, Juan Lucio De Oranda (a los 27 años), hijo de Francis Lucio y Antonia De Oranda, América del Sur, Estado Plurinacional de Bolivia, Sucre, Santa Cruz de la Sierra, orillas del Piraí. Comprado en República Oriental del Uruguay, Punta del Este, Río de la Plata, Cono Sur de América, encuentro con amigos, 1967. Género novela, ficción dramática, familiar, lucha de castas; modernismo. Estaba en la tercera fila de exhibición de la vidriera de una ya extinta librería (Leer en el río de la Plata) cuando lo divisé por vez primera.
Otros llevaban reseñas de varias páginas, en dependencia de la historia de la obra, su autor y la que ella misma hubiera vivido antes de conseguir el libro en cuestión y llevarlo a su rincón designado. Así era de impecable, desde que en 1936, a los doce años, decidiera que su obra para el porvenir sería una biblioteca como ojos humanos nunca hubieran visto.
Anaqueles y anaqueles se levantaban desde el suelo hasta siete pisos de altura, de unos cuatro metros cada uno, en un espacio de trescientos metros cuadrados. Cuando en el albor de la adolescencia sus padres murieron en un accidente de tráfico, dejándola sola en sitio distante de casa, y con una pequeña fortuna que solo podría gastar en aquel pueblo entre montañas, Elisabeth supo que allí echaría raíces y que su legado sería el altar de millones de libros que ahora admiraba, triste, desde una tumbona en medio del recinto de la planta baja.
Los pisos los había ido construyendo con el paso de los años. La ayudaba un arquitecto que, alguna vez, cuando era joven, fue su amante, y que ya estaba a punto de morir. La última vez que la visitó, Elisabeth analizó con él la posibilidad de levantar otro piso, porque el futuro se acercaba tremebundo, pero su amigo la desanimó, explicándole que la estructura base ya no aguantaría un ladrillo más. La fuerza de toneladas de libros podría resquebrajar las paredes de piedra y concreto, y rasgarlas como pedazos de papel. Analogía que a ella le pareció oportuna, y que la dejó ensimismada por varios días. ¿Qué haría cuando se le acabaran los espacios? Por fortuna cada vez traía menos libros; sus fuerzas ya no le daban para andar trotando el mundo en busca de especies publicadas y en peligro de extinción, como fuera antaño y durante su verdor y madurez.
La construcción fue hecha de manera que desde el primer piso uno pudiera mirar hacia arriba y ver las paredes forradas de libros, como plaga adherida a la piedra carcomida. Los de más arriba, vistos de la base, eran como hormigas, como se ve la gente cuando miras desde el cielo. Allí tirada, Elisabeth observaba con la boca abierta, cuando sonó la soberana puerta de caoba que daba entrada al recinto de la sensatez.
Se levantó con la dificultad de sus noventa años, y abrió la portezuela pequeña, forjada en madera también, dentro de la entrada mayor. Era Albacio, el cartero. Traía siete ejemplares nuevos que ella había encargado y que ya tenía catalogados para ubicar, uno en cada piso. Pensaba que así se demoraría más en ocupar los lugares que aún quedaban vacíos. Me ahorro la explicación sobre los libros, puesto que no acabaríamos nunca y, a esta altura, resulta intrascendente. Albacio traía también una bolsa llena de cartas que recibía cada mes, provenientes de apartadas esquinas del planeta, desde que su biblioteca había salido en periódicos y sitios digitales de los más importantes medios, que pretendían homenajear la ilustración, desde sus exangües trincheras, sin que prácticamente nadie accediera a ella. Cincuenta y seis cartas, contó Elisabeth ante la desesperación de Albacio, que tenía otros muchos encargos aquella mañana y moría de ganas de correr de aquel templo extraviado.
En los últimos años, la única compañía que tenía era la breve presencia del cartero una mañana de cada principio de mes, y la demoraba todo lo posible, pese a la evidencia de que a Albacio, Elisabeth y sus libros le provocaban terror.
Cuando eran mozos los dos, Albacio solía entrar un rato y terminaban haciendo el amor contra algún rincón de libros pendientes de catalogar. Pero Elisabeth ya no era una mujer deseable, a excepción de su enciclopedismo, que abrumaba al más católico —había leído todos sus libros y algunos otros, según cuentan las leyendas—. Sin embargo, su voracidad por la carne humana no había mermado más que por la austeridad de sus años. Para sus antiguos amantes, Elisabeth era una vieja enajenada con la inmortalidad. Pensaba que la trascendencia de las obras que había logrado amontonar la hacían imperecedera a ella. La muerte de sus padres durante su adolescencia —su única familia— la arrojó a una búsqueda desaforada de la perdurabilidad, que creía encontrada junto a los interminables batallones de obras. Pero una vida trascendente conlleva una existencia de soledad.
Entre 7 millones 987 mil 435 libros, más los siete que llegarían esa mañana, Elisabeth se sentía tan sola como cuando vinieron a avisarle, varias décadas atrás, que había quedado huérfana. Ya no tenía ánimos para las traducciones y ediciones con las que se ganó la vida y armó la gran biblioteca. Ahora, se gastaba lo poco que quedaba de la fortuna dejada por sus progenitores a la espera de que llegara un hombre rico, que admirara la obra coleccionada y la exánime belleza de una hija legítima de las tierras del Caribe, extraviada entre las montañas europeas por demasiados lustros. Pero su deslumbramiento por ese destino quimérico era simple desvarío, del tiempo y la soledad, porque, en toda su vida, nunca un hombre así tocó a la puerta. Mas, como Elisabeth aguardaba la eternidad, este era solamente un período de la infinita vida, y se sentó a esperarla con la misma paciencia con que logró armar el templo a lo largo de ochenta años.
Mientras, cada mañana se tumbaba a ver el paraíso vasto de los libros, y con ojos vacíos, su pensamiento se largaba a las manos de algún amante pasado.
Los libros la acompañaban, sí, la llenaban de sabiduría ajena, de poesía, de romance, de historias de amor y de guerra, de llantos, de emociones que no eran, en ningún caso, sus emociones. Las cuencas de sus ojos se quedaban entonces huecas. En la piel sentía el roce de unas manos de hombre, que le bajaban por la espalda y se metían en su culo arrugado, y se removían dentro de ella hasta hacer retumbar los anaqueles de puro grito y placer. La boca soñada mordía sus pezones, hambrienta, y el falo se clavaba entre sus piernas envejecidas, que ella apretaba para que no pudiera huir de ahí ni después de los orgasmos. Las manos fuertes la volvían un ovillo de huesos y pellejo, y era penetrada en posición fetal, cuando sus efluvios de toda la vida se escapaban de sus orificios hasta la lona de la tumbona, y encharcaban el laminado del piso debajo de ella. Las mordidas iban recorriendo en círculos su cuerpo, desde su columna vertebral hasta sus nalgas descarnadas; luego subían por las ingles, el sexo inodoro ya, donde se detenían largo rato en busca de nuevas elucubraciones; para subir después por el ombligo, el abdomen demolido por los años, los senos como frutos podridos, las clavículas ahuecadas y sudorosas, el cuello desvencijado, y otra vez la columna que soportaba aquella humanidad de 1,65 de estatura, que ahora apenas se erguía por encima del 1,30.
En esas estaba Elisabeth cuando el cartero había tocado a la puerta. En sus ojos, Albacio vio la caída de las ilusiones, pero no dijo nada. Solo quería escapar lo más rápido posible. Nadie quería ser testigo final de una vida que se creía condenada al tiempo del Universo. Cuando ella cerró la puerta y arengó hacia adentro con los siete tomos y la bolsa de cincuenta y seis cartas, se sentía sin fuerzas ya. Se tiró nuevamente en su tumbona humedecida por el delirio, pensando descansar un rato, antes de comenzar a ubicar los libros. Lo único que no pasó por su cabeza, al cerrar los ojos, es que se iba a morir.
Una semana después, los vecinos, preocupados por no haber escuchado las escaleras rodantes contra los anaqueles en mucho tiempo —estruendo que despertaba al pueblo en las mañanas, antes de las campanadas de la iglesia, y que habían asimilado como parte del folclor de aquella isleña sin suerte—, llamaron al alguacil. Necesitaron un escuadrón de la policía local para abrir los pórticos de la enorme biblioteca, que no habían sido separados en años. Los libros y las cartas seguían en el suelo, y los despojos de Elisabeth se habían consumido de tal forma en la butaca, que podían llevarse entre los brazos, como un niño recién nacido. No había nota de despedida, ni olor a lágrimas entre las cobijas, ni testamento, ni nada que no fueran los 7 millones 987 mil 435 libros, la tumbona, los huesos rotos de Elisabeth y cierto olor a las sustancias usadas para conservar en buen estado la biblioteca.
Los principales diarios del orbe rondaron los aposentos abiertos al público durante unos días, por orden del gobierno municipal, a la espera de decidir qué se haría con aquel museo inconmensurable. En todos los titulares fue publicada la misma frase: Último adiós a una mujer inmortal. Con el tiempo los libros fueron archivados en bibliotecas de cada país, ciudad, aldea o caserío de donde habían provenido. Así fue como pasó a la historia el nombre de Elisabeth con el patronímico de “Una mujer inmortal”. El fin esencial de su existencia había sido respetado. Sus cenizas permanecieron en aquella cordillera, en aquel pueblito de los Montes de Toledo o de los Alpes Albaneses; ya nadie se acuerda bien dónde.
Por Gabriela Guerra Rey