Ella se fue. Se fue sin boleto de regreso, y la primavera desapareció de la noche a la mañana. Y comenzó a nevar. En Buenos Aires. Donde nunca antes había nevado. Donde se esperaba un verano de espanto, como tocaba en esa época del año y debido al acuciante calentamiento global… En Buenos Aires. Donde las hormigas habían sido liberadas de su carga eterna y los barcos fantasmas habían vuelto a asomarse en la línea del horizonte de un río que era a veces un mar.
Por aquellos días llegaron reporteros de todos los periódicos del mundo, porque lo de la nevada era insólito, y a la prensa le encantan las sucesos extraordinarios. Investigaron, entrevistaron y sacaron notas de color blanco nieve, porque el ambiente no daba ni para nota roja ni para titulares amarillistas. Pero no había explicaciones, no había sintomatología alguna. Ocurrió así, de repente. Porque quizás una mariposa aleteó en Asia, dijeron unos. Tal vez es el fenómeno El NIÑO; dijeron otros. O La NIÑA, que en una situación así no se iban a poner con entuertos de género.
Solo unas poquitas personas en la ciudad adivinaban la verdadera causa de que cayeran trozos de glaciar del cielo, de que no hubiera cielo azul ni sol ni cantos de pájaros ni de sirenas. Solo unos pocos entendían. Dos o tres hombres y una mujer, que conocían al Gran Danés y a Aquitania, sus aventuras y su dramática despedida al estilo Hatuey y Guarina, que ella había rememorado en alguna obra por los amantes que se han querido Antes del amanecer, y en el andén, junto a un tren que va a abandonar Viena, se dicen adiós con la promesa de volver a encontrase en el mismo lugar seis meses después, sin cartas, sin llamadas, sin gritos de auxilio que salven el espesor de la distancia.
Nadie dijo nada. Callaron. Por respeto.
Las hormigas se atrincheraron en su madriguera, y solo una que otra brotaba hasta la superficie a recibir a su amigo cuando llegaba con un disco nuevo. Al tercer día de nevada, el Gran Danés se decidió a salir de casa y fue a verlas; llevaba bajo el brazo en formato de vinilo, y en un mínimo chip almacenado, el Concierto de Aranjuez. Les entregó el chip. “Que pónganlo”, les dijo. “Que si no sabían que Joaquín Rodrigo lo escribió en París en 1939 —lejos de la Guerra Civil Española y cerca de la inminente Guerra Mundial—, para recordar el Palacio Real de Aranjuez, en Madrid; que es hermoso y los jardines llenos de hormigueros burbujeantes; que si él se quedó ciego a los tres años; que compuso el primer concierto para guitarra y orquesta de la historia de la música española del siglo XX; que estaba con su amor, la pianista y escritora turca Victoria Kamhi Arditti, una judía sefardí…, y que algunos dicen que fue por ella y un hijo que no nació”.
Y los formícidos alteraron el orden de su rutina solo porque esta guitarra les pareció sublime y tuvieron que escucharla durante cuatro días seguidos. Se armó tal alboroto en el hormiguero, que el Gran Danés fue a verlas y alimentarlas durante cuatro días seguidos también, porque la nevada no amainaba…
La gente huía de la ciudad, se refugiaba donde fuera posible. Las temperaturas bajaban los cinco grados. Los niños aprendieron a hacer muñecos de nieve, y más tarde carros, castillos, osos, lo que fuera, porque las escuelas cerraron y los padres ya no sabían qué hacer con ellos todo el santo día, y los sacaban en la mañana a la calle y los recogían en la noche. Y entonces las anchas avenidas se transformaron en una vitrina de obras efímeras, construidas en hielo y nieve, con narices de zanahorias, aunque no fueran payasos ni conejos.
A veces, a la noche, se quebraban las estatuas con el aullido del Gran Danés. Pero a la mañana siguiente los chiquillos estaban listos para volver a erigirlas, como sucede con las imágenes odiadas, que hay que levantarlas una y otra vez.
Del otro lado del planeta, en los parajes de su antiquísimo reino, Aquitania gritaba “dónde estás”, y el mar temblaba bajo las hondas de su voz de ultratumba. Pero el deber le imponía disciplina, y un reino hambriento de letras, de palabras, le reclamaba otro cuento y otras obras, tal vez una aventura más… Y la misma prensa que hablaba de nevadas inverosímiles al Sur del mundo, anunciaba este relato que hoy lees, allá en su feudo, aunque apenas comenzaba a urdirse. Y al tiempo que el Gran Danés escribía cartas templadas por lo inhóspito de los grandes témpanos que aparecieron flotando en el Río de la Plata, Aquitania deshojaba margaritas preguntándose si la quería o no la quería, porque la correspondencia por navegación llevaba varios días interrumpida y a ella le parecía que tal vez el Gran Danés no podía escucharla.
Entonces sucedió. La reina recibió carta. Una que no estaba escrita en papel, ni en fax, ni en muros de redes sociales, ni siquiera en los muros de concreto de sus sueños, donde solían aparecer mensajes aterradores de posibles batallas con otros territorios. Ella, sola en su jardín, columpiándose a unos metros de la mesa del té donde yacían todos los periódicos con noticias de la Argentina y su dramática e interminable nevada, leía la carta de su amado.
“Aquitania mía:
Quiero que sepas que he cumplido a pie juntillas nuestro compromiso de salvar a las hormigas liberadas, y que les he llevado música nueva cada vez. Son insaciables. Tendremos que pensar pronto —el pronto fue un flashazo de instantaneidad— en nuevas manifestaciones artísticas para nutrir sus exacerbados intelectos. Proponen, además, que liberemos otro hormiguero allá, en el reino de Aquitania, cuando por fin el hielo me permita evadir la carga de cuidarlas. Son exigentes y si no huyo, pronto me volveré esclavo de sus deseos.
Acá no para la nieve blanquísima, y yo te veo en su descenso. Pienso en tu sol, en tu luz. Pienso en la música y en el Epitafio de Seikilos que te he enviado por esta misma vía —que solo Aquitania y el Gran Danés conocerán—, y en los escoliones griegos, y en sus filósofos y ciudades homéricas, y su pasado tormentoso y bello. Se me antoja entonces que nosotros somos el minotauro y la Ariadna modernos, y que tengo que partir, tengo que tocarte la mano otra vez. Sé que me esperas, no soy sordo a tus súplicas que cada noche se ocultan bajo mi solapa. Sé que en tu jardín se abre un oasis para que pueda recostar mis patas cansadas y desempolvar mi sombrero.
El tiempo ya no vuela, Aquitania, desde que no estás acá…
No sé si pueda terminar esta carta, la terminal poética, arruinada con el temporal, emite un chirrido de óxido, se queja, se despeja. Presiento que estaré llegando antes de lo previsto, tal vez antes incluso de que recibas esta carta. Se hace inminente la partida, me resisto a la inmovilidad, azuzo el fuego mientras canto un poema imperfecto y musical. Voy…”.
La carta no traía final, despedida, ni fecha de cuándo había sido escrita… Era una carta inconclusa, pero Aquitania, que nunca antes había amado —había entregado una vida abnegada a un pueblo vasallo—, comenzaba a descubrir los voluptuosos destellos del amor a los que la condenaba el Gran Danés, y era capaz de sostenerse con lo que estaba escrito en ella, y despreciar absolutamente lo que nunca fue dicho. Con la sola espera, y la certeza de la llegada temprano o tarde, la reina podía vivir el tiempo que fuera.
Frente al bosque oloroso a vida, sonreía… La prensa anunciaba que el sol había vuelto a brillar sobre el Río de la Plata, y ella, muda, escuchaba el arpegio solemne de una guitarra española.
Por Gabriela Guerra Rey