A través del cristal, me gusta observar el incesante ritmo de la vida, que me parece una danza infinita incapaz de detenerse, particularmente después de tantos días en cuarentena. Mirar hacia afuera se convirtió en una rutina habitual cuando la desesperación me invadía y sentía ganas de escapar. El vaivén de los árboles, personas paseando a sus perros, los autos cruzando en la avenida, parejas tomadas de la mano envueltas en cubrebocas y caretas. Pero esa tarde otra cosa llamó mi atención. La ventana que se sitúa frente a mi recámara, aquella que siempre permanecía cerrada y que por primera vez en mucho tiempo abrió sus cortinas para recibir los tenues rayos del sol. Entonces la descubrí. Ahí estaba ella, hermosa, con aire distante, poseedora de una personalidad enigmática que me intrigaba. Envuelta en un sencillo top de tirantes, mallones y zapatillas, dejaba lucir su espigada silueta que se movía de un lado a otro. Tenía piel tersa, grandes ojos cuyo brillo lograba traspasar la distancia entre su ventana y la mía, labios matizados en tono rosado que le daban un toque de frescura a su ya de por sí bello rostro, fuertes piernas, una sonrisa que se asomaba tímidamente y el cabello amarrado en un desenfadado chongo del que salían apenas dos mechones de cabello.
Bailaba colmada de una alegría inmensurable. Sin embargo, los movimientos torpes se contradecían con la delicadeza de su físico. Sus piernas trataban de coordinarse en medio de aquella habitación; se enredaba, intentaba girar sin poder mantener el equilibrio. La vi tropezar infinidad de veces, pero no se rendía, lo repetía una y otra vez sin que cada caída lograra desmotivarla, pero, sobre todo, sin borrar esa pálida sonrisa en su cara.
A partir de entonces me situé detrás del cristal, siempre a la misma hora. La mujer era un desastre e incluso así se divertía. Yo me divertía con ella. Decidió tomar clases en línea —alcanzaba claramente a ver su pantalla desde mi ventana—. Conforme pasaba el tiempo su técnica mejoraba, y cada que lograba alguna postura su rostro irradiaba. Yo no podía escuchar, pero a través de sus expresiones intenté adivinar el ritmo de la melodía y decidí poner la música que se acoplaba a sus pasos.
Observarla bailar se convirtió en una cita diaria entre ella y yo. A lo largo del día vigilaba minuciosamente el recorrido de las manecillas del reloj, siempre con ansiedad de que llegara la hora. Sé que ella lo esperaba también. Sus ojos me buscaban, sus labios decían mi nombre, o al menos eso imaginaba. Aquellos torpes bailoteos se iban perfeccionando cada vez más y la cadencia de su cuerpo me parecía una fiesta de sensualidad a la que no podía faltar. Ella tampoco dejaba de asistir a la cita, no se perdía una sola clase. Era constante, inquebrantable y sobre todo obstinada. Estaba decidida a lograrlo, y lo hizo.
Mostró una pieza perfecta. Sus pies volaban a través de la habitación y su cuerpo se coordinaba perfectamente con los acordes de la sinfonía que yo había imaginado dibujaba la música a su paso; se mostraba libre y ligera, entre pasos sutiles y equilibrados. Me transmitía su alegría y despertaba mis sentidos en un ir y venir que me resultaba excitante. Parecía estar en un gran escenario lleno de gracia y extraordinario lirismo.
No titubeó, se sabía dueña de un control total y absoluto. El alma y el cuerpo se notaban en comunión. La interpretación me pareció sublime. Una marea de energía extraordinaria me hizo levantar de mi asiento y aplaudir frenéticamente, como si me encontrara en una obra dentro de un majestuoso teatro. Ella me volteó a ver, se quedó parada por unos minutos, parecía sorprendida.
En ese momento se abrió la puerta de mi habitación. Mi esposo, algo intrigado por los encomios escuchados, me preguntó qué tanto miraba por la ventana, al tiempo que besaba mis labios
—Observo la música de la vida y escucho el movimiento del alma —contesté.
Nerviosa, desvié la mirada hacia mi adorable bailarina, quien después de sonreír hizo una reverencia y cerró el telón.
Todos los días acudí nuevamente a la cita, solo para corroborar que la cortina jamás se volvería a abrir.
Por Amira Scherezada Pastrana Tanus