«De manera virtual». La primera vez que escuché la idea debo reconocer que me causó repulsión. Fue un rechazo automático, impensado. Aceptar tal escenario para mí significaba un sometimiento definitivo al virus. Nuestras vidas estaban cambiando e intuía que, al decir que sí, no habría paso atrás. La posibilidad de una reunión virtual entre amigos, simular estar juntos, probar un vino que ellos no beberían, me parecía un despropósito.
Tuve que ceder. No duró ni medio minuto mi rebeldía. Me era necesario ir por ellos, por mis amigos; rescatar lo que quedaba de un pasado cercano.
La reunión virtual con familiares encierra la urgencia y la necesidad de sostenerse entre sí. Es una cita obvia y necesaria. Con este ejercicio —a pesar de ser virtual— nunca he llegado a tener cuestionamientos, al contrario, lo busco. Saber de ellos, de sus temores, de sus errores, de sus aciertos, de su salud, de sus humores, de sus sueños, de su energía, me es necesario. La soledad —la incertidumbre— de este encierro es enfermiza y lleva a extremos, a altibajos preocupantes en los ánimos. Conectarse es un mecanismo de supervivencia familiar.
Pero una reunión con amigos es algo distinto, es contrastarse, es aprender del otro, es rectificarse, crecer de otro modo; es, al final de cuentas, un intercambio de extravíos.
Un amigo es la construcción a lo largo de toda una vida de lo que pretenderíamos entender como nuestro alter-ego. Es por eso que muchos se quedan en el camino. Cuando nos sentimos autosuficientes, ermitaños dominantes y fuertes, cuando pensamos que la vida poco tiene ya qué enseñarnos, cuando creemos que al llegar a los cincuentas sólo nosotros podemos (las hormonas nos acercan al camino de la debacle), es que despedimos a los amigos que buscaban encontrar en nosotros el espejo de sus inquietudes.
Es así que pronto acepté. La cita, el esperar durante el día que llegue la hora de la reunión, brinda un marco de referencia a una jornada que no termina de volver una y otra vez.
Los que llegan tarde a citas tradicionales vuelven a llegar tarde a las citas virtuales. Los más entendidos en la tecnología no tienen mayor problema en conectarse y su transmisión jamás sufre alteraciones o cortes, es más, la calidad del video y del audio es notoria, mientras que los hay con conexiones inalámbricas insufribles, cuyas imágenes entrecortadas llevan a tener que dar recomendaciones —vía telefónica o vía Whatsapp— para buscar recuperar el hilo de la reunión.
En lo virtual, es muy difícil sostener un tema de conversación por largo trecho, es fácil desconcentrarse y la idea de debatir o sostener argumentaciones frente a un monitor nos remite tarde que temprano al absurdo de lo que nos está ocurriendo. La añoranza del calor de una discusión de antaño aflora y nos percatamos con tristeza que algo hemos perdido, que la imagen del amigo que está en el monitor no es más que un “trompe l’oeil”, un reflejo de la nada, la pipa de René Magritte. “Esto no es un amigo”, parece reclamar la pantalla al de carne y hueso. Nos falta su energía, su especificidad intrínseca que se extravía en algún trayecto de la red.
En una reunión virtual alguien no puede partir a platicar con otro a un lugar apartado de la casa, no se puede separar un momento del grupo para hablar de algo que a alguno de entre ellos aqueje y necesite ser expresado en secreto, mas siempre con la coartada de estar todos juntos.
Cuando un amigo llega a casa, cuando cruza media ciudad (o atraviesa un continente o un océano) para reunirse y departir, se ha dado “un sacrificio”. En lo virtual, esa demostración de ofrendarse desaparece. Eso falta en lo virtual: el acto de desplazarse físicamente por y para el otro: la procesión.
Y cuando termina la reunión queda un gran vacío. Estuvimos y no. En el recuerdo se jalan hilos que parecen no tener peso del otro lado del tiempo. El vino estuvo y no pudo unir con sus sabores y aromas al presente, pasado y futuro de nuestras biografías. La copa solo fue nuestra —vacía o llena—.
Que todo esto valga la pena, siempre que sigamos siendo amigos.
Por Igor Moreno