§A
Paralelamente con uno de todas las veces que me han halagado, aun cuando yo no hubiera hecho sino estar en el mismo conjunto de personas, sin hacer, digámoslo así, nada en realidad, cuento, desde hace unos siete años, con un diario en el que he ido anotando, ora por medio de un recuerdo lejano, ora por medio de un recuerdo caliente, todas las veces que he sido humillado por el “sexo bello”. Así, por ejemplo, si me detengo a leer en una de las páginas de los recuerdos lejanos, descubro lo siguiente:
1. f. Acción maligna e ingeniosa y de poca importancia, especialmente hecha por niños.
La última vez que hice una travesura, fue también la primera vez que conocí mi finitud moral; en el otro extremo del espectro, estaba la Mujer, y lo peor de todo fue que ni siquiera me regañó; sólo temí que se estuviera burlando de mí o que yo le pudiera parecer objeto de sorna, escarnio, o mofa.
Fue algo sin importancia en absoluto.
Estaba en una casa, donde había un jardín. Mi tía visitaba a una rica amiga suya, cuyo sentido del gusto estaba emparentado con los usos de cierta «antigüedad a la moda». Esa mujer romana me gustaba. Mi tía llevaba a su perro con ella. Yo jugué con el perro en el jardín… De pronto, entré a la casa, y mi tía preguntó: ¿Perla no hizo sus gracias? Perla era el nombre del perro. Entonces yo hice la exhaustiva, entusiasta y feliz relatoría de todas las gracias que había hecho la perra. Y mi tía se río ostensiblemente. Yo ignoraba, ¡ay!, que para ella, “gracias” equivalía a “cacas”.
Eso me avergonzó terriblemente. Había sido humillado frente a la mujer que amaba, ¡por otra mujer! (a la que también amaba).
Si recorro, en cambio, las páginas de los recuerdos recientes, descubro, por ejemplo, un ejercicio que introduje en cierto proyecto de novela, que por lo demás era un intento por sumar un tomo a una tradición iniciada por Virginia Woolf, de la que, al menos en la parte de la novela que copio, no hay evidencia alguna de esto, aunque el ejercicio esté copiado, por otra parte, del estilo de Milan Kundera, y que, a la letra, dice (*en toda la novela no hay mayúsculas):
“En una habitación repleta de mujeres, que desde un principio se estiraron cual largas eran con un ademán de pereza deliberada, para ambientar desde una cama las confidencias propias del género, la inclinación a la difusión de información por lo bajinis, mediante la iluminación circunstancial de sus gestos y pantomimas, tomás se descubrió desde un inicio en el umbral del mal humor. Lamentablemente, este se hizo presente, ya definitivamente todo lo que duraría el fin de semana. Cuando estaba en la habitación con ellas, su mal humor era todavía un invento, algo que se sacaría de la manga para referir la situación prototípica en la que podría encontrarse un escritor que fuera también un hombre pero que, antes de ser hombre, era escritor; a saber: tomás mismo, que debía firmar, para la próxima semana ya, un artículo sobre feminismo en una revista que requirió a nueve escritores hombres (y él, en la medida de sus posibilidades y acervo teórico, hablaría del tema a favor y de ser posible con cierta vehemencia, excepto por la sal y la pimienta de dos o tres frases por las que fuera evidente que era un hombre quien escribía) para reflexionar sobre el tema. Quería, pues, dejar planteada la situación en el texto tomando los acontecimientos como pretexto (´estar en el umbral del mal humor en una habitación repleta de mujeres donde la disposición de ciertas palabras ambientaba un bostezo ex profeso´) para apurarse a definir el objeto de su ensayo. Tomás era un escritor si no mediocre, amargado por lo que de ninguneo habían hecho de su trabajo, y por ende de su persona, algunos de los críticos que desde el principio lo condenaron a una carrera poco probable como el escritor que deseaba ser: nacido en baja california en 2007, aspiraba a escapar del terruño para fijar él mismo en el planetario de los nombres perdurables la estrellita con el suyo, cosa de la que, sospechó, esas mujeres se reirían de tan solo saberlo; debo detenerme aquí para aclarar una cosa: tomás quería montones a su novia, pero su novia, que estaba acostumbrada a hacer múltiples gastos en un solo día, todos los días, se había encaprichado con él como si fuera una pertenencia más en la aventura de su nueva vida, en la que él era un añadido, una adquisición kitsch, o al menos eso es lo que creía tomás, algo imbécil al fin y al cabo —pensaba— si de pararse en un platillo se trataba, al mismo tiempo que en el del otro extremo se parara alguna chica que fuera hermosa. La inseguridad de tomás era adquirida: ya dije que vivía amargado por su carrera. Otrora había sido un gran actor. Lleno de energía, ímpetu y ocurrencias a lengua viva. Ahora le costaba trabajo articular un discurso coherente, y fácilmente expresaba estupideces sin sentido en las que se demoraba como un tartamudo. Por ello al verse desdeñado por esas mujeres, justo cuando él, al intentar comenzar a escribir su artículo sobre feminismo, las vio salir una a una de la habitación en que estaban todas juntas de golpe, pensó también en lo risible que era su situación, y se puso de mal humor. Pensemos con más detalle: tomás va de viaje con su novia y las amigas de su novia a una casa de campo. Se le ocurre solucionar el punto de partida de su ensayo sobre feminismo tomando como pretexto el mal humor producto de la compañía de sólo mujeres. ¡Pero ellas no parecen ser fáciles, como los gatos, de dejarse copiar dibujado su contorno en una pared!, y él se exaspera. Tomás se exaspera, sí, de su ruina como escritor, pero también de la materia sobre la que piensa escribir, cuando la tiene a la mano. Tomás es el prototipo de la suspicacia: un escritor cuyo capricho fundamental es retratar un mundo que pose para él.”
Esta parte de la novela, está tomada del hilo de una serie de consideraciones que, a la letra, dicen:
«Él se puso a hablar de algo: de lo que denominaba “una situación kundera”. De acuerdo con su teoría, una situación kundera es una situación cualquiera que, como sucede en la textualidad de milán kundera, es observada por un observador que tiene, para esa situación, un marco de pensamiento por operación del cual ofrece una amplia reflexión del hecho: una situación kundera es una situación cualquiera sobre la que pensemos conforme sucede, una situación de la que seamos el observador, siendo ese observador definido por el hecho de la escritura que él lleva a cabo como relator. Y se puso a hablar de una situación kundera en la que él se había visto involucrado.»
Junto con el diario de las mujeres, tengo otros dos, de tapas de distinto color, en los que he ido anotando, desde hace esos mismos años, todas las veces que un hombre me humilló o, dado el caso, me halagó. En la sección de humillaciones, tengo una chocante, que aún vivo como una afrenta a carne viva. La copio:
Cuando la concebí, fui yo quien le hablé a mi primo sobre lo que denominaba «una situación Kundera». ¡Y él pareció entender a la perfección lo que era una situación Kundera! Tiempo después de que nuestra relación se sucediera con variopintas muestras de aprecio racional, una especie de amistad basada en el raciocinio del plan y de la ebriedad, tuve ocasión de verme reducido a un descorazonamiento doloroso y lleno de cruel patanería y cinismo sin excusa. Corría el año de 2009, cuando un día, refugiado en un departamento en compañía de documentos impresos y algunos libros, decidí salir a la calle en busca de la evidencia de que había interpretado correctamente esos papeles. En cuanto salí del departamento, una lentísima patrulla judicial no me quitó el ojo de encima. A ello se le sumó la constatación de mi interpretación: encontré la evidencia que buscaba, lo que en este contexto significa que fui partícipe de una coincidencia casi imposible de suceder. Al día siguiente, recibí una llamada telefónica: Óscar, un amigo de la universidad, se había suicidado. En tan sólo un viernes, un fin de semana y un lunes, mi vida se había convertido en la opereta de la paranoia, y, cuando externé a los demás mis preocupaciones íntimas (“¿por qué me está siguiendo la policía?”) fui internado en un hospital psiquiátrico. Uno de esos días, mi primo fue a hacerme compañía. Pasó allí la noche y, en la mañana, mientras mi corazón latía con dificultad, y se confesaba incapaz de hacer circular la copiosa cantidad de bilis cuya carga se movía con lentitud en mi torrente sanguíneo, él se daba un distendido (y mis sospechas de que muy disfrutado fueron después corroboradas) baño en mi habitación. Tiempo después, me lo dijo, con una gran sonrisa en los labios, como quien se dispone a dar la “elegante” estocada final de su bajeza: “¡Cuando me desperté en un hospital psiquiátrico, y cuando me bañé, decidí alargarlo lo más posible: para mí esa era una situación-Kundera por excelencia!
Debo decir, en favor de los hombres, que, en mi diario, su protagonismo es desconcertante. Como su mentor, ya lo dije, debo reconocer que aprendió a la perfección lo que es una situación-Kundera, pero espero que no haya sido por su tendencia a la planificación que esa idea original que se le pudo haber estado ocurriendo regadera adentro, tal vez la trama de una situación novelesca, simplemente se escurriera como el agua para terminar confundida con un conjunto de cabellos mojados, toda vez que haya renunciado a la redacción de su novela posible en beneficio de la estocada que ya he mencionado, y nada más: espero que su gran novela no se haya quedado (o más bien espero lo contrario) nada más que en el mero tímido mordisco al cuerpo del difunto, para hacerle saber lo mal que sabe.
Mentiría si dijera que, simultáneo a estos dos diarios, cuento con uno sobre cosas del feminismo, sobre, digámoslo así “todas las veces (y aunque hayan sido varias, en realidad) que el feminismo me ha prendido”. Sin embargo, desde hace cosa de unas siete semanas, cuento con un sistema, un juego mental que me permite castigar cualquier indicio de machismo que se asome por mi mente. La idea la tomé prestada de una parte de “La parte de los críticos”, de 2666, de Roberto Bolaño. En la novela, un par de profesores de literatura, ebrios, se suben a un taxi y, tras enfadarse con el conductor paquistaní, le dan una madriza. En un punto, uno de ellos, dice, antes de soltar una patada: “Esto es por las feministas francesas”. Creo que a uno de ellos también se le ocurre decir: “Esto es por Lis Norton”, que es el amor de ambos profesores. En mi juego mental, cada vez que un indicio de machismo asoma a mi cabeza, me imagino tirado, en la calle, de noche, mientras tres hombres me patean con fuerza. Uno dice: “¡Esto es por las feministas francesas!” y me da un golpe en el estómago. Otro dice: “¡Esto es por los inmigrantes paquistaníes!”, y me da un golpe en la espalda. Uno más, dice: “¡Esto es por… y en ese momento menciona el nombre de mi novia imaginaria, para darme una patada en los huevos que me hace escupir sangre. El sistema, como tal, funciona a la perfección, y recomiendo su práctica a todos los hombres. Puede salvar vidas.
§B
Teoría general de la escritura
El fantasma de Kundera, sí, por su puesto (inenarrable)
Teoría del maniquí
El fantasma de Óscar, finalmente (oh, no, ¡por favor!)
Palabra estelar de Teoría del maniquí
«trasfondo»
Actuando con:
background, sospecha, suicidio
Hace algunos años, ya lo dije, conocí yo a un escritor incipiente del que me volví amigo, y que cargaba con él un par de hipótesis extrañas, las más descabelladas de las cuales, jamás las he entendido, pero suenan en mi consciencia con la carga de una verdad arcana que le fue revelada por cierto tipo de injerencia de la rebeldía intelectiva, y que, más alarmantemente, él puso en práctica, entre otras cosas, robando droga a peligrosos dealers. Decía tener la facultad de hipnotizar a la gente, y un día, cuando yo comenzaba a recorrer el Hades, me fue comunicada la noticia de su suicidio: se había tirado desde un séptimo piso.
Entre sus hipótesis y teorías, estaba algo que he decidido denominar Teoría del maniquí. Sucedió que yo trataba de convencerlo de la necesidad en el hombre de garantizarse la compañía de algún individuo del conjunto del “sexo bello”, e incluso puede ser que haya dispuesto en el orden de mi discurso mis consideraciones esenciales sobre lo que consideré en ese momento era la garantía de la efectividad de lo que los filósofos denominan “el curso de acción” en el caso de contar con lo que la izquierda denomina “un compañero” y Bergman “un público”.-
No recuerdo exactamente lo que le dije, pero pudo hacer sido algo así como “cuando eres consciente de que alguien te está observando, que está atento de lo que estás haciendo, puedes aprovechar el hecho para intentar disponer en torno tuyo un escenario evocado por tu discurso con el fin de llevar a cabo un acto en concreto respecto de ese plano meta-empírico al que te diriges”.
Su respuesta fue: “Muy bien, ¿y luego qué? ¿Te quedas con los maniquís?”
En efecto: si repasamos la prosa de Óscar Padilla, en su Los insólitos manuscritos del barón de Kompf-Bin Endewidge, reconoceremos un marco de pensamiento emparentado con el escepticismo esquizoide, ese mismo escepticismo esquizoide que sólo podía emparentarse con algún tipo de razón por medio del diálogo, justo cuando él parecía “tener razón”, la mayor parte de las veces, porque, a lo que decía, sumaba un extracto de algún tomo de filosofía aprendido de memoria, lo cual, yo mismo reconozco, es efectivo, sobre todo si es un extracto filosofante o es un filosofema inventado en ese momento y no meramente aprendido de memoria.
Y es que una cosa es el trasfondo de lo que decimos, justo cuando la imagen se nitifica en lo que la filosofía cartesiana llama algo claro y distinto, y otra cosa es la imagen inconsciente de ese trasfondo: el background en que nos imaginamos inscritos cuando alguien nos anuncia su respuesta discrepante, induciéndonos a sospechar, haciéndonos sospechar respecto de lo que acabábamos de decir, y que, en este caso en particular, me muestra a mí, en el primer caso, participando del coloquio amoroso de un ensayo de matrimonio en tanto demuestro la posibilidad de subir el escalón imaginario rumbo a lo que William Gaddis dice que un poeta dice que es el cielo, “ese cuento de que el cielo es un mar, el mar celestial”, toda vez que sea mi intención, como no pudo intuir Óscar, el de habitar junto con compañía el Edén Atidí (futuro) del post-tiempo de David.
Y que, en el segundo caso, en el de la imagen inconsciente y pesadillesca de esa misma realidad, me muestra, claro, contestando el teléfono, mientras un maniquí sentado en una silla “me observa”, un gato de cartón “me observa”, también, y un foco me apunta en la cara, mientras me es comunicada una noticia atroz, presumiblemente, he interpretado, sin ayuda de psicólogo alguno, la de la negativa de Óscar a dejarse convencer, unos cuantos días antes de la demostración práctica de su Hipótesis Definitiva.
A Óscar lo volví a ver, algunos años después de su suicidio, bajo la forma de un hippie de 2 metros, que me dijo cosas extrañas en un festival en Palenque, por lo que no me sorprendería encontrármelo un día, qué sé yo, comiendo una hamburguesa en un local ni muy chico ni muy grande en una carretera de los EEUU.