“El símbolo sangriento” fue escrito por Jacques Vaché (1895–1919) bajo el seudónimo Jean-Michel Strogoff y se publicó por primera vez, acompañado por una ilustración de Max Ernst, en el segundo número de La Revolución Surrealista, primera revista “oficial” del movimiento comandado por André Breton. De este último proviene el rumor acerca de Vaché como uno de los precursores del surrealismo, sin duda más por su actitud que por su obra escrita, que se resume a un montón de cartas que el mismo Breton recopiló y publicó el año de la muerte de Vaché.
Lo cierto es que el misterio aún envuelve la vida y obra de este autor, de cuya actitud tan celebrada por Breton y sus amigos aún se cuenta aquel episodio del estreno de Les Mamelles de Tirésias, el drama surrealista de Guillaume Apollinaire. Según el cual, ante el fiasco de la pieza se caldearon los ánimos entre los asistentes y Jacques Vaché, disfrazado de oficial inglés y en un gesto que se convertiría en un tópico del surrealismo, sacó su revólver, se levantó de su asiento, declaró que la obra era demasiado artística y amenazó con detener la representación con pistola en mano. Violencia, ironía y un sórdido sentido del humor marcan desde entonces la personalidad del poeta, prototipo del enfant terrible surrealista.
Del mismo modo, puede decirse que su muerte tampoco estuvo desprovista de ese punzante humor negro. La mañana del 7 de enero de 1919 fueron descubiertos en un hostal de Nantes los cuerpos sin vida de Vaché y el de un compañero, ambos se habían reunido con dos soldados más (uno de ellos alemán, según algunos periódicos de la época) para festejar su desmovilización. El pitazo lo dio un soldado estadounidense que acompañaba a la pareja quien, al percatarse que sus amigos no respondían, llamó a las autoridades. La razón de su muerte, al parecer, fue la ingesta desmedida de opio. El detalle curioso, y causa de las exacerbaciones frecuentes en la imaginación de Breton, es que ambos cuerpos yacían desnudos, uno junto al otro, sobre una cama sin destender, y que sus uniformes habían sido doblados y colocados con evidente esmero al lado de la cama. El soldado estadounidense, probablemente demasiado adormecido por el opio, nunca atinó a explicar cómo había sucedido todo. Breton aventuró la hipótesis del asesinato disfrazado de suicidio y, más tarde, llegó a afirmar que Vaché había orquestado meticulosamente su muerte, a manera de una última, grandiosa y funesta broma.
“El símbolo sangriento” es su único relato conocido entre una breve obra poética y epistolar. También lleva esa marca indeleble de misterio, de violencia y de humor negro; su escritura procede de las ignominiosas trincheras de la Primera Guerra Mundial. El personaje protagónico está inspirado en Théodore Fraenkel, a quien Vaché conoció junto con Breton y Apollinaire durante la guerra. La traducción que presentamos, retraducida también por una nueva ilustración, se quiere fiel sobre todo a una narración fragmentaria, con el signo de extrañeza y bajo una luz mortecina que alumbra la efímera obra de este poeta.
EL SÍMBOLO SANGRIENTO
Cuando la Gran Guerra se había levantado sobre un horizonte en decadencia, Théodore Letzinski terminaba sus estudios brillantes de medicina: “llegará lejos”, eso se decía de él. Su figura eslava y su voz impregnada del mismo encanto fueron bien conocidas en los medios del Pensamiento Libre.
Como todos los estudiantes rusos, Théodore Letzinski era anarquista. Sus ojos dulces, ligeramente hendidos como un par de almendras, relampagueaban cuando se hablaba de posesiones que su padre tenía en la frontera de Diachylon.
La movilización, febril en convulsiones y sacudidas, lo sorprendió en pleno sueño. Golpeado en sus más queridas creencias de humanidad, lo movilizaron como enfermero militar. Se conmovió vagamente al portar ese uniforme execrado que se crecía en acontecimientos.
Luego, aún sin triunfar la famélica Causa Civilizada que lo tomaba por prosélito, Théodore Letzinski abrió fuego un día muy caluroso cuando releía a Kropotkin, Karl Marx y P. de Malpighi.
Entonces la conversión santa se produjo; la antigua sangre de sus abuelos se estremeció en él y el guerrero inmemorial portador del látigo de ocho nudos despertó. Estuvo a punto de matar a varios alemanes y se le encontraba en los dédalos de las trincheras, el ojo insólito y golpeándose en el pecho.
Hubo un ataque. Se lanzó contra el primero a pesar de la insignia pacífica de su brazo y sin escuchar las balas que mordían su cuerpo ascético no se detuvo sino hasta la tercera línea alemana, solo. Y luego se desplomó.
Un oficial alemán, como es costumbre, ordenó que se le cortaran las muñecas. Más tarde, con una sonrisa: “Entréguenme los telegramas”, dijo. Y leyó los éxitos de su imperio al agonizante, Verdún tomado… Varsovia y Malpighi en llamas, el Sr. Poincaré descerebrado…
Con el ojo fijo y eslavo, Théodore Letzinski escuchaba. Su sangre fluía muy despacio y comenzaba a humedecer las rodillas de quienes lo rodeaban; algunos soldados alemanes sumergieron allí su ánfora y bebieron.
Théodore Letzinski parecía no sentir ni ver nada; con la ayuda de sus muñones horribles y de sus dientes, se entregaba a una operación extraña. El oficial prusiano continuaba su horrorosa lectura.
“Todas las iglesias consagradas al Sr. Barrés, el secreto de la poesía abandonado por A… B…”.
Exangüe, Théodore no podía hablar más. Pero su trabajo estaba terminado. Sobre ese espeluznante caldo púrpura que subía siempre —mar, mar espantoso— abandonó un símbolo.
Un pequeño barco de papel flotante.
Traducción de Raúl Ulises Ontiveros
Ilustración de Raúl Berdejo Bravo