En cada cepillada los pelos amarillos y blancos del golden retriever flotaban como hilos de algodón azucarado en las noches de feria. Más valdría darle un baño —pensó el hombre, que deslizaba la carda sobre el lomo y los costados suaves y esponjados.
—Y aunque no te guste, Skyler, porque mañana será el día en que nuestra fortuna cambie, no más croquetas de cuestionable calidad ni carne que sobra del puchero, amigo mío. Si te comportas tal y como lo hiciste hoy en el parque seremos ricos, ¡ricos, te digo!
El perro lo miró con ojos enamorados. Sin la más mínima idea de lo que decía, pues las palabras «lujo» y «dinero» nunca las había escuchado en boca de su amo.
—Desconozco cuál será el sueldo de un animal en los anuncios publicitarios, pero aquel hombre mencionó una cantidad que yo, como bibliotecario, jamás podría ganar ni en un año —decía absorto, feliz, estúpido.
—Yo sé que tú con largos paseos, una cama y comida te conformas, Sky, pero yo veo en este acontecimiento nuevos horizontes. Conoceremos el mar, ¡el siempre mar! Dicen que tiene un gusto a sal por todo el sudor que los bañistas dejan cuando se refrescan en sus aguas. Comeremos en la playa. Ya sé que no te gusta el pulpo, pero me guardaré de llevarte un buen filete.
Skyler ladró, pues esa palabra sí que la conocía.
—Un momento, voy por las tijeras, no puede ser que una futura estrella se vea con esos sucios enredos. ¡Swuish!, adieu molotes de pelo debajo de las orejas. ¡Swuish!, adiós greñas en las patas. ¡Swuish!, adiós revoltijos en donde va el collar. Y adiós también a la bienaventuranza. El dueño, en su impetuoso afán por engalanar a su amigo, le había cortado también el cuello. La sangre se deslizaba por los dedos y las tijeras mientras seguía cortando en un frenesí de locura.
—¡Cállate, carajo!
Skyler había despertado otra vez a su ídolo, quien estaba en duermevela en la cama. Sacudió su cabeza como para quitarse de encima la pesadilla, dio tres vueltas, rasguñó el piso y se echó a dormir.
Por Jesús Martínez