Durante la reciente feria del libro de Buenos Aires, el escritor Guillermo Saccomanno pronunció un discurso de apertura que removió a la comunidad del libro y en especial a los autores. Tocó temas relevantes para los argentinos, la industria, para el futuro de la cultura (el discurso completo puede encontrarse en medios como Página 12 de Argentina). Sin embargo, me quiero referir a un punto en especial, difícil de abordar, complejo, como todo lo que nos habita hoy, y, en el cual yo como escritora, además de editora, me sentí tocada. Como anticipé en el título, voy a hablar sobre los derechos de los autores. Cito a Saccomanno:
Quiero aclararlo, en los años que llevo publicando debí demandar a varias editoriales, incluyendo alguna progresista, para recuperar los derechos de publicación de un libro una vez vencido el período del contrato y otros incumplimientos de cláusulas acordadas. En esas demandas me asistió el amigo Oscar Finkelberg, un especialista en derechos de autor. Tomás Eloy Martínez supo agradecerle a Finkelberg en una dedicatoria haberle probado que los derechos de autor son también derechos humanos.
El argentino llama a la tinta con que escribimos los escritores —qué otra cosa, sino las palabras y las obras— “nuestra sangre”. Dijo que, en la eterna despareja relación con los editores, ofrecemos nuestra sangre en términos muchas veces de donación. “¿Ocurre así desde siempre, no?”, me pregunta un amigo, recientemente publicado por primera vez. Me cuido de hablar de las realidades del mercado a los nuevos escritores para no decepcionarlos de serlo. Pero ser escritor no es una elección; o sí, las historias y la necesidad de contarlas te eligen. “Es mucho peor”, le respondí. Lo valioso que hizo Saccomanno fue traer la discusión a nuestros días de manera abierta, y enterar a los que viven fuera del universo libros lo que pasa en sus constelaciones. Denunciar la paupérrima relación con que el editor, el distribuidor (faltó este agente tan relevante) doblegan al escritor y su obra… otros lo han hecho, claro. Y no, no siempre fue así. O no siempre con la gravedad del presente. Alguna vez, en algún tiempo, el escritor se preparaba para hacer carrera. Pero los escritores contemporáneos tememos hablar de “nuestros derechos” con tal de que no se nos extirpen los nimios privilegios. Rara vez se entienden nuestros derechos como derechos humanos. Lo son, o lo han de ser, por supuesto.
¿Qué nos impide hablar, discutirlo? Aquí está el corazón del asunto. Primero, y es la base en la que se sustenta la actuación del mercado, ¿quién nos protege o se ocupa de nuestra obra o del bienestar para hacer obra? En la mayoría de los países ni el gobierno ni las instituciones culturales. Eliseo Alberto decía que “el miedo es una camisa de fuerza”. Y hablar, denunciar, protestar… son armas de doble filo. Decir públicamente que un editor no nos paga, nos exige años de nuestros derechos sobre las obras, nos obliga a la exclusividad, aunque luego distribuya en cortas tiradas nacionales y asuma que nuestro libro tiene pocos meses de oportunidad antes los lectores, es una manera de exponernos a dejar de ser publicados, a ser sancionados por esos editores o vilipendiados por los nuevos editores que piensan que, en el futuro, terminaremos siendo una queja y no una ganancia comercial.
Hay, además un componente de orgullo. Reconocer que no vivimos de las historias que nos arrasaron la vida, o que quienes deciden hacerlo están sometidos a la miseria (sobran los ejemplos), ultraja la dignidad del artista, nos vulnera todavía más. Nos exponemos a parecer tontos ante familiares y amigos. Me ha pasado contarle a algún interesado lo que es vivir de ser escritor y que me cuestione el que no haga nada por recibir la justa retribución por mi trabajo. Tengo que aceptar entonces la lástima, yo, que me siento una escritora fecunda, productiva y bendecida.
Augusto Monterroso creía que los escritores no debíamos escribir libros para recibir dinero. Otros, Jack London, por ejemplo, le apostó a vivir y ser retribuido por sus historias literarias. Visiones hay muchas. Cada uno debe poder elegir. Al fin y al cabo, sin el escritor la industria editorial fracasaría en segundos.
Los verdaderos escritores jamás cambiaríamos lo que hacemos por otra profesión más redituable. La solución solo pasa por el respeto y la justicia de quienes son responsables editoriales y comerciales de nuestros libros. Por donde quiera que se mire, la única salida es la honestidad, la declaración de derechos de los autores y su cumplimiento en calidad de leyes. Esto también depende de nosotros.
Desgraciadamente, no son para mí dramas recientes. Mi padre, poeta y narrador cubano, que vivió toda su vida en la isla, fue sometido durante más de cincuenta años de carrera literaria, además, a otra condición, el aislamiento, la exclusión. Publicar en el extranjero dependía del favor de otros escritores, alineados con la industria, y casi la clemencia de los editores. Así, desde niña, especialmente en los diabólicos años noventa del periodo especial, mientras ciertos libros de mi viejo se vendían por el mundo, se traducían y salían múltiples ediciones de las que solo teníamos conocimiento por los amigos o porque arribaban en vietnamita, francés y ruso a las ferias del libro de La Habana, en casa lidiábamos con el hambre amarga de la falta de alimentos, y la más temible aún de la falta de reconocimiento, de derechos de autor que se cobraban en una moneda que en Cuba era ilegal o no servía para nada, y que de todas formas no nos llegaba porque otros se aprovechaban de la frágil situación. Los miles de dólares que nunca recibimos hubieran pagado nuestros zapatos para la escuela y nuestra subsistencia cotidiana más elemental. No hablo de bonanzas para crear arte; eran tiempos de sobrevivir.
Cuando, ya emigrada en México, comencé a escribir profesionalmente, me prometí que nunca me dejaría someter a una situación similar. Mi viejo murió hace unos pocos meses queriendo regalar sus libros a editores con tal de ver publicadas los versos que eran su sangre y su vida. Bien presumía que a los 83 años no le quedaban muchas alternativas. Sin embargo, así como ser escritor no se elige, ser mancillado como escritor tampoco se elige. Es. Así funciona y si quieres que te lean, fin último de cualquier autor, debes ceder casi todo lo demás, por indigno que nos parezca.
Aunque no es ya tan corta mi obra, los ingresos que recibo por derecho de autor no me alcanzarían ni para vivir bien un mes por cada lustro. No voy contra las editoriales, porque algunas han sido muy justas, y porque las veo hacer un esfuerzo extraordinario, porque creen que vender libros es darle un arma poderosa al ser humano: la de la ilustración, el conocimiento, la imaginación. Esto ocurre sobre todo cuando quien está al frente de una editorial es también un escritor, aunque no exclusivamente.
Con mi amigo del principio hablamos de qué poco sirve quejarnos si no vamos a hacer nada. Hace un año, junto a la escritora Annia Galano fundé Editorial Aquitania Siglo XXI. Una tarea titánica como escribir libros. Las condiciones de los grandes nos orillan a todos. Tenía el deseo, la necesidad imperiosa, de salir de la tiraría del mercado y, como hace un siglo hizo Virginia Wolf, autopublicarme si era necesario. Pero, sobre todo, tenemos el sueño de darle a nuestros autores condiciones que otros quieren hacer ver como quimeras o herejías.
Eliminar las exclusividades. ¡Si una película participa en diez festivales de cine, por qué los autores de libros no pueden publicar sus obras de diferentes formas o enviarlas a tres concursos a la vez! Desterramos de nuestros términos contractuales ser poseedores de los derechos de un autor. Apostamos a que los autores quieran quedarse con nosotros: dividimos a partes iguales las ganancias, trazamos el plan de romper con los hasta 18 meses de un libro en el mercado. Qué pobres seríamos los lectores sin los libros de Borges, Virginia o Cervantes hubieran concluido su misión un año y medio después de su publicación.
El escritor cubano exiliado en Estados Unidos, Guillermo Rosales, escribió en 1987 Boarding Home, una excepcional novela de la locura, que hoy me sirve de referente en mis estudios de posgrado. Solo diez años después su novela fue conocida, cuando se tradujo y publicó en Europa como La casa de los náufragos. Si en una década ningún editor hubiera apostado por esta obra “vieja” u “obsoleta”, hoy no sabríamos quién era Rosales ni qué motivó haber escrito las cautivadoras y amargas páginas por las cuáles es posible comprender no solo el pathos de la lejanía, sino el de la soledad. Sin ir más lejos, a Sor Juana se le vino a leer masivamente dos siglos después.
Estoy segura de que los lectores de esta columna tendrán miles de ejemplos similares, algunos mucho más trágicos; queda expuesta la cuestión del tiempo. Los lectores son cosa del futuro, pensaba Monterroso que, como tantos autores, vivió preocupado por el tránsito hacia la posteridad. Tengo la certeza de que mi padre murió angustiado por no saber qué pasaría con los varios libros que dejó inéditos y que ya ni en Cuba se animaban a publicarle, por razones políticas o económicas. Qué hace un escritor con libros durmiendo el sueño imperecedero de un archivo en una computadora que, tras su desaparición física, la mayoría de las veces no volverá a despertar.
A mi padre y a nuestros autores les prometo la corta justicia que está en nuestras manos. Y me prometo a mí misma cultivar el ejercicio de decir, aunque ello ponga en riesgo incluso mis publicaciones futuras. La literatura se trata, sobre todo, de saltar las barreras, de enfrentarse a lo desconocido, no sin miedo, pero sí sin remedio.
Por Gabriela Guerra Rey