El mentón de Fabrellas: Sobre Césped seco

La narrativa de Joaquín Fabrellas es falsa. No, decididamente, no es narrativa la narrativa de Fabrellas, Joaquín. La narrativa es otra cosa. Y la suya no es otra cosa. Cuando el autor jaenero deja la poesía en su estuche y narra, o cree que narra, porque le apetece narrar; cuando, tras valorarle la vitola, descuelga la prosa del bastonero y guarda el estuche en el secreter, dándole dos toquecitos con el dedo antes de cerrarlo, a Joaquín Fabrellas le salen otros textos que no son narrativos. Anda ya, que no. Porque, ya digo, la narrativa es otra cosa. Y la suya no lo es. O al menos no es la otra cosa que nos ocupa. ¿Quiere decir esto que la narrativa de Fabrellas es mala? No. ¿Quién ha dicho eso? No pongáis en mi boca aseveraciones que de ella no han salido, no han brotado. ¿Brotado o salido? Da igual. Quien lo haya dicho, que dé un paso adelante y publique en Círculo Rojo. Estoy diciendo, a ver si nos entendemos, cojones, que su narrativa es (o que no es, ya no me acuerdo) “otra cosa”, sin calificar. De momento. Sin calificar de momento. Y, tras este punto y seguido, el momento de calificar ha llegado, qué le vamos a hacer. La narrativa de Fabrellas, Joaquín, que es falsa —pero este no es el calificativo, porque lo falso no tiene por qué ser malo, a mí una novia que tuve me proporcionaba mucha alegría con los mordisquitos que me daba con su dentadura postiza, falsa, postiza, con su dentadura postiza y falsa, y luego me cobraba poco—, es una narrativa tan honrada, tan envidiablemente honrada, y tan consecuente con su mentón, con el severo mentón del autor —nunca lo he visto en la atroz intimidad de la escritura, pero estoy seguro de que lo mueve de un lado a otro de forma leve y constante, el mentón, mientras teje y reteje con el ceño alto y deducido—, que no es narrativa. La narrativa normal, la auténtica, nunca es honrada y mucho menos puede crearse meneando el mentón, la barbilla, la pera, que dicen los argentinos, la pera, como Fabrellas lo menea, no me cabe duda, mientras compone piezas tan magistrales y serias como Césped seco, cuidándose mucho de que no le salga una narrativa normal, una narrativa auténtica, cuidándose mucho de que no le salga la otra cosa que es o suele ser la narrativa, o sea una genuina deshonra de mayor o menor calidad, interés o disfrute, pero que jamás te obliga a menear la pera, la barbilla, el mentón, que es la prueba gestual que indica que a un autor de los de verdad le preocupa no caer en simples prosas extraordinarias, esas simples prosas extraordinarias que dificultarían la escritura y malograrían el resultado que logra, el tío, con las 45 piezas de narrativa falsa, de prosa otra cosa, que componen uno de los mejores libros que me he echado a las dioptrías con la natural perplejidad, el desagradable babeo y la conveniente envidia que producen en el ser, de uno, en el ser de uno, estas lecturas tan reconcentradamente artísticas y de movido mentón.

 

Por Jesús Tíscar Jandra

Aeropuertos

 

[…] Tienen poder en el aire y en la tierra, son un valor estable en la confusión inversora de roles, pero no les puedes hablar. Yo creo que la gente paga por poder hablar con ellas en los aviones, para que solucionen sus problemas insignificantes y tediosos, y también por pedirles cosas imposibles y ellas sonríen siempre asintiendo con la cabeza y negando con los labios mientras te engatusan con los ojos (sirenas de odisipo, loreleis del aire), y con el idioma. Digamos que juegan en diferentes campos a la vez, son una sinestesia, una bomba para los sentidos, primero, porque te hablan siempre en un idioma inesperado, que, casualmente, tú eres capaz de entender, aunque sea finés, o danés, y segundo, porque te dosifican el deseo para que te duermas y las dejes en paz mientras discuten cosas estúpidas en sus idiomas virginales y vikingos, abrochadas a mínimos sillones junto a los productos del deseo apilados en ínfimos cajones metálicos. Yo he tenido largas conversaciones sobre Hamsun con una azafata sueca, y la he entendido en todo momento, también he hablado con azafatas japonesas que me explicaban el teatro Noh, y entendía todas las inflexiones idiomáticas y dialectales de las dos, que me estaban atendiendo sin dar crédito a mi apócrifo conocimiento sobre ese tema. Todo puede suceder. Me imagino sus vidas cuando se quitan el traje de oficio y se quedan desnudas en casa, algunas con hermosos cuerpos de Botero, otras como Venus apócrifas antes de meterse en la bañera; me imagino sus vidas, y momentáneamente, yo estoy casado con una de ellas, y le pregunto qué tal le ha ido el viaje, y me responde sin muchas ganas, harta de recorrer un mundo que yo nunca igualaré a conocer, condenadas a un viaje interminable sin ver nunca nada de lo que se les ofrece, en su deseo está su penitencia, y la veo meterse en la bañera con una pulcritud marmórea que me desdibuje su belleza o sus defectos, y veo el rastro de agua dejado por sus pies descalzos que la llevan hasta el cuarto, y se mete en la cama tras ingerir [20] un orfidal a las once de la mañana, luchadora implacable del jet lag, conocedora de la ruina moral de este mundo. Y recojo displicente su ropa sucia, y me da asco, pero no por su rastro de orina o de heces, o una inesperada mancha púrpura, sino por ese olor insoportable a humanidad anónima que comparte, un esperanto de olores, una coiné absurda guardada en un catálogo visual que te enseñan para comprar. Miro sus nombres impronunciables, demasiadas tildes en consonantes de la pequeña placa pectoral de la solapa de la chaqueta. Nombres con diéresis y virgulillas imposibles, nombres muy largos para una belleza que cabe en mucho menos espacio. Me imagino apresuradamente una vida entera con ellas, preparando la cena en una cocina nórdica servida en una bandeja aérea, adivino sus infancias felices en casas con establo y vacas en prados inclinados en países hiperbóreos, descubro una felicidad inauténtica mientras sus uñas de silicona acarician el asiento recontando al ganado que deben trasportar a otro lugar, un ganado manso y dócil que creerá todo lo que le digan mientras te sirven un té a 10 mil metros de altura. Son las diosas de este Olimpo ficticio, las Loreleis que quieren acercarte a su asiento para dejarte dormido y sin sentido, todo irá bien: mire el mapa y disfrute de su vuelo, me dicen en ruso, un ruso de Kamchatka que reconozco al instante porque pasé mi adolescencia apócrifa matando osos y bebiendo vodka. Soy un hombre de provecho.

Ah, ¿así que esto era el mundo, no lo reconocéis?

 

De Césped seco (Versátiles, 2021)

Written by La Mascarada

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